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sábado, 6 de octubre de 2012

Insolvencias interesadas de Mitt Romney




En el debate entre candidatos presidenciales estadounidenses celebrado la semana pasada, el candidato republicano Mitt Romney citó a España como el ejemplo de un fracaso del Estado que hay que evitar, habida cuenta el “desorbitado” gasto en lo público que, según el millonario Romney, distingue a nuestro país: “España gasta el 42% de sus impuestos en el gobierno. Nosotros, también”, dijo tan pancho.Como era de esperar, en España los correligionarios ideológicos de Romney, cómodamente instalados en Génova y La Moncloa, convenientemente armados de motosierras mutiladoras del Estado de Bienestar, se han apresurado a aplaudir la intervención tomando el rábano por las hojas para justificar el necesario adelgazamiento de nuestro “descomunal” gasto público. Como siempre, nadie se ha molestado en comprobar el dato esgrimido que, comparativamente, no se sostiene como argumento. Si España está inmersa en una enorme crisis económica no lo está por la cantidad de dinero del PIB que el Estado emplea en sí mismo. En algunas entradas anteriores de este blog (como ésta) he insistido en que el gran problema de la deuda española surge del sector privado y no del público. Si España tuviera un desusado gasto público, explíquenos, señor Romney, cómo Dinamarca, Alemania, Francia, Austria, Reino Unido y muchos otros países de la UE emplean mucho más porcentaje de su PIB en gasto público, lo que también se refleja en la media de la UE-27, de la UE-17, de la UE-16 y de la Eurozona, que son superiores al gasto público español, que usted considera la causa de todos los males. La siguiente tabla, resumida directamente de los datos de Eurostat, es la prueba oficial de lo que acabo de escribir. Las cifras son porcentajes sobre el PIB en los cuatro últimos ejercicios cerrados.

2008 
2009 
2010 
2011 
UE (27 países)
47.1 
51.1 
50.6 
49.1 
Eurozona (17 países)
47.1 
51.2 
51.0 
49.4 
Bélgica
49.8 
53.7 
52.8 
53.4 
Bulgaria
38.3 
40.7 
37.4 
35.2 
Chekia
41.1 
44.9 
44.1 
43.4 
dinamarca
51.5 
58.0 
57.8 
57.9 
Alemania
44.0 
48.1 
47.9 
45.6 
Estonia
39.5 
45.2 
40.6 
38.2 
Irlanda
42.8 
48.6 
66.2 
48.1 
Grecia
50.6 
53.8 
50.2 
50.1 
España
41.5 
46.3 
45.6 
43.6 
Francia
53.3 
56.8 
56.6 
55.9 
Italia
48.6 
51.9 
50.5 
49.9 
Chipre
42.1 
46.2 
46.4 
47.5 
Letonia
39.1 
44.4 
43.9 
39.1 
Lituania
37.2 
43.8 
40.9 
37.5 
Luxemburgo
37.1 
43.0 
42.4 
42.0 
Hungría
49.2 
51.4 
49.5 
48.7 
Malta
44.1 
43.5 
43.3 
43.0 
Holanda
46.2 
51.5 
51.2 
50.1 
Austria
49.3 
52.9 
52.6 
50.5 
Polonia
43.2 
44.5 
45.4 
43.6 
Portugal
44.8 
49.8 
51.3 
48.9 
Rumanía
39.3 
41.1 
40.2 
37.7 
Eslovenia
44.2 
49.3 
50.3 
50.9 
Eslovakia
34.9 
41.5 
40.0 
38.2 
Finlandia
49.2 
56.1 
55.5 
54.2 
Suecia
51.7 
54.9 
52.5 
51.3 
Reino Unido
47.9 
51.5 
50.4 
49.0 
Islandia
57.6 
51.0 
51.6 
46.1 
Noruega
39.8 
46.7 
45.5 
44.6 

Bien mirado, el candidato republicano, un mormón confeso que se cree cosas tales como que Dios vive en el planeta Kolob, es una víctima más de la intoxicación con la que se está bombardeando a la opinión pública desde los foros neoliberales, cuya incansable letanía es repetir que el mayor problema de la economía española es el endeudamiento del Estado. Nuestro Gobierno, que actúa como la voz de su amo alemán, considera tal endeudamiento como la causa de que el país esté en recesión. De ahí su constante referencia a que “España no puede gastarse más de lo que tiene”, frase que, más o menos modificada, repite con la cansina constancia del Hare Krishna.
Los datos, sin embargo, son tozudos y no avalan tal supuesto. Vayamos a ellos. Pongámonos en 2007, el año en el que comenzó a desencadenarse la crisis gracias, entre otras cosas, a los turbios manejos financieros de Lehman Brothers, uno de cuyos principales europeos era Luis de Guindos, la zorra que hoy cuida el gallinero de nuestra economía. Si el déficit y la deuda pública hubieran sido la causa de la crisis que padecemos, ese año España habría presentado un enorme déficit público y una elevada deuda pública. No era así: durante el período 2000-2007 la deuda pública española evolucionó a la baja, dede el 59,3% del PIB al 36,2%, descenso que se debió al elevado crecimiento económico durante aquel período. Cuando comenzó la crisis, España tenía superávit porque ingresaba un 2,23% del PIB más de lo que gastaba y la deuda pública era equivalente a un 36,2% del PIB, una de las más bajas de la UE-15 y muy por debajo de lo establecido por el Tratado de Maastricht (60% del PIB). En realidad, la deuda pública neta (es decir, la que excluye la deuda propiedad del Estado) era sólo un 26,7% del PIB.
A mediados de 2011, cuando Rodríguez Zapatero sucumbió a las presiones de la troika (Comisión Europea, FMI y Banco Central Europeo) que hoy nos gobierna de facto y entregó su cabeza (y la del PSOE) en forma de una vergonzosa reforma constitucional, la "desmesurada" e "inquietante" deuda pública española equivalía al 63% del PIB, porcentaje bastante inferior al alemán (83%), al francés (82%), al italiano (104%) o al griego (143%), y a la media de la deuda europea. El porcentaje de nuestra deuda con respecto al PIB no era ninguna circunstancia excepcional porque tanto con los gobiernos de Aznar como con los de González hubo momentos en los que nuestro endeudamiento fue aún mayor.
De ahí que el argumento utilizado por los economistas neoliberales, entre cuyos talibanes se cuentan quienes al alimón rigen hoy nuestra economía, de que la crisis fue motivada por el derrochador gasto público, no se sostenga, lo cual, lamentablemente, no es obstáculo para que los medios afines al Gobierno, que son una abrumadora mayoría, comulguen interesadamente con ruedas de molino y continúen promoviendo esta explicación mendaz de la crisis.
Repitan conmigo: no es cierto que la crisis se deba a que el Estado se gastaba más de lo que tenía. El gasto público no era el problema porque ni el déficit ni la deuda pública se alejaban de lo normal en los países de nuestro entorno. De ahí que las políticas de recortes de gasto público (incluyendo el gasto público social) no pueden justificarse bajo el argumento de que nos gastábamos más de lo que teníamos. El tan cacareado crecimiento del déficit no se debió al aumento del gasto público, sino a la bajada de los ingresos al Estado resultado de la recesión y del incremento del desempleo, a cuya evolución negativa contribuyeron los recortes del gasto público. Fue el elevado crecimiento de desempleo y el consecuente descenso del nivel de ocupación y de la masa salarial lo que disparó el déficit público del Estado, que alcanzó en 2009, dos años después del inicio de la crisis, el 11,2% del PIB, y ello como consecuencia de que los ingresos al Estado, incluyendo el IRPF, proceden en su gran mayoría de las rentas del trabajo y no de las de capital.
Antes de seguir apretando el cuello de los que menos tienen, el Gobierno debería corregir las reducciones de impuestos de los últimos quince años y, muy en especial, de las rentas de capital y en las rentas superiores, reducciones que, como ha señalado el FMI han sido responsables de más de la mitad del déficit estructural existente en España. El Estado podría hacer obtenido 2.100 millones de euros (ME) manteniendo el impuesto sobre el patrimonio, 2.552 ME anulando la bajada del impuesto de sucesiones, 2.500 ME revirtiendo la bajada de impuesto que se aprobó para las personas que ingresan más de 150.000 euros al año y 5.300 ME eliminando la reducción de los impuestos de las empresas que facturan más de 150 ME al año (que representan sólo el 0,12% del tejido empresarial español), 44.000 ME anulando el fraude fiscal de las grandes fortunas y de las grandes empresas, 3.000 ME gravando los beneficios bancarios (como ha aconsejado el FMI), y así un largo etcétera. Con estos fondos podría haberse dinamizado la economía con inversiones públicas productivas y con ello estimular el crecimiento del empleo, disminuyendo así el déficit.
Los manifestantes que salen estos días a las calles españolas tienen razón. Imponer más austeridad no va a servir de nada; aquí, quienes están actuando de forma verdaderamente irracional son los políticos españoles y europeos y los funcionarios supuestamente serios del FMI y del BCE que exigen todavía más sufrimiento. El que estas medidas no sean las que se adopten y en su lugar se impongan los recortes a destajo se debe al diagnóstico erróneo de que el gasto público causa la enfermedad, y así nos va: camino de la UVI del rescate. 


El Documento R y la inmovilidad del Movimiento


Se suprime la enseñanza de filologia catalana, la historia medieval de Cataluña, la historia moderna de Cataluña, la geografia de Cataluña, el derecho civil catalán, la historia de las ideas religiosas en Cataluña, la historia del arte medieval catalàn, la escultura gótica en Cataluña.... Orden del Ministerio de Educación Nacional, 28-01-1939.

A tenor de los ecos que nos llegan desde Cataluña, parece que los independentistas han decidido subirse en el embriagante carro de la melancolía. Esta crisis no la explica el carácter nacional, Felipe IV sembrando de sal los campos catalanes o la degradación hispana surgida del 98. Las soluciones políticas son más pragmáticas. Lyndon Johnson lo sabía bien. En su conocida novela El Documento R, cuenta Irving Wallace que uno de los primeros nombramientos del presidente Johnson tras jurar su cargo fue confirmar en su cargo al eterno director del FBI Edgar Hoover. Cuando un amigo le preguntó por qué lo ratificaba en el cargo sabiendo la catadura del sujeto, el presidente, viejo zorro de la política de su país, respondió lapidariamente: “Mira, prefiero tener a Hoover dentro de la tienda meando hacia afuera, que fuera de la tienda meando hacia adentro”.
Caminamos al revés. Negarse al cambio está en el ADN de algunos, aunque se esfuercen en disimularlo. No había hecho nada más que salir Artur Mas por las puertas de la Moncloa cuando Dolores de Cospedal sostuvo la inmutabilidad de la Constitución de la misma forma que Franco proclamaba la inmovilidad del Movimiento. Eso casa mal con el hecho de que el artículo 135 de la Constitución se cambiase en una tarde de verano de 2011 de un plumazo y por imperativo de Merkel. Pero además, no deja de ser sorprendente que los que ahora se aferran con más fuerza a la inmutabilidad constitucional sean los mismos (o sus herederos políticos o ideológicos) que la atacaron ferozmente durante el proceso de la Transición. ¿Acaso puede más la voluntad de la canciller Merkel, portavoz de un puñado de banqueros alemanes, que la de los catalanes? ¿Quizás la secretaria general del PP opina de Cataluña lo que opinaba el presidente Lyndon B. Johnson de Hoover? ¿Por qué defiende Aznar la Constitución como si le fuera la vida en ello cuando la calificó de “charlotada intolerable que ofende al buen sentido” en un memorable artículo (La Nueva Rioja, 30-05-1979). 
Tengo un defecto: las exaltaciones patrióticas me irritan. Por ejemplo, cada vez que oigo ¡¡¡ESPAÑA!!!, así con su buena Ñ, la vena hinchada y la banderita en la muñeca o en el arnés del perro, me entran automáticamente ganas de declararme esquimal o de emigrar a Madagascar. Todos los nacionalismos –vengan con chapela, barretina o sombrero cordobés- me provocarían la risa si no me produjesen un desasosiego mayor. Tanto el independentismo catalán como el españolismo irreductible son nacionalismos que invocan a la patria y que la venden, como decía Machado, que hablan mucho de España o de Cataluña, pero poco de los españoles y de los catalanes, de sus problemas, miserias y necesidades. Pero eso es lo que hay. Se usa la bandera como capote para torear los derrotes del morlaco de la crisis económica.
Históricamente la izquierda siempre ha condenado los nacionalismos por considerar que las naciones eran poseídas por los poderosos y no por los proletarios, quienes debían unirse en un internacionalismo activo. La situación cambió cuando el nacionalismo se volvió el antídoto contra el colonialismo imperialista. Desde entonces, el nacionalismo ha perdido consistencia  y fundamento, se ha convertido en tribalismo y muchas veces es una fragmentación de valores que no conducen a nada.
Aunque me parece que el nacionalismo independentista es una huida hacia adelante, comprendo que satisface cierto excitante idealismo inconformista juvenil cuya banda sonora es más el Blowin’ in the wind que El segadors. El independentismo “pone”, sobre todo a los jóvenes. Es una forma de erotismo que ha descrito magistralmente Manuel Vicent para recordarnos que, "pasada la tormenta romántica de la independencia", si esta se produce y Cataluña se consolida en Estado, "deberá tener un ejército, comprar bombas, misiles y aviones, y ya no habrá nacionalistas sino nacionales". En medio de la marejada, aparecen las inevitables paradojas: el 11 de septiembre, tras un largo, tórrido e incierto verano, a la misma hora que centenares de miles de catalanes se manifestaban por las calles de Barcelona reclamando del becerro de oro de la independencia una extraña salvación, la selección española de fútbol saltaba al campo con ocho jugadores de la cantera catalana, seis de ellos catalanes de pura cepa. 
Eufemismo del independentismo es la autodeterminación, un concepto surgido tras la Primera Guerra Mundial que consiste en la abolición de la creencia de que las poblaciones de países ocupados y colonizados se mantenían en una permanente minoría de edad, de forma que las naciones mayores debían tutelar sus actos y decidir sus destinos; la autodeterminación significaba que estos pueblos podían determinar sus propios objetivos en forma de Gobierno y decidir su estatus en el mundo. Suena bien, pero la realidad se impuso y no existe ni una sola nación “autodeterminada” que no se haya convertido en una pieza más del juego de las grandes las potencias. Quien de verdad piense que Cataluña es un territorio ocupado y sojuzgado, alucina.
Ni don Pelayo ni Wilfredo el Velloso. En una sociedad abierta se parte del supuesto de que el conocimiento humano es limitado y nuestras creaciones imperfectas, de modo que hay que aceptar con naturalidad que las instituciones y las leyes deben evolucionar para acomodarse a dinámica de las circunstancias y de los cambios sociales. Miremos alrededor: la primera de las constituciones modernas, la estadounidense, se aprobó en 17 de septiembre de 1787; no habían pasado ni dos años cuando se propusieron las diez primeras enmiendas, las primeras de la veintisiete realizadas desde entonces. Desde que Francia aprobó su primera Constitución el 3 de septiembre de 1791, se han sucedido quince textos constitucionales, lo que quiere decir que los franceses, sin dejar de tener presentes los ideales parlamentarios y democráticos, no tuvieron empacho alguno en cambiar drásticamente en sus primeros dos siglos de historia constitucional. La Constitución alemana de 1947 ha tenido 59 enmiendas.
Por eso, lo que toca ahora retomar el impulso reformista que ha inspirado estas tres últimas décadas y no atrincherarse en las esencias patrias que algunos están empeñados a poner de actualidad. No se puede obligar a nadie a permanecer donde no quiere estar. Necesitamos una reforma política, pero no tirar la casa por la ventana. Ahora, como hace treinta y cinco años, se necesita un debate sereno y unas negociaciones complejas que requerirán ajustes posteriores, pero que no deben ser ni dramáticas ni existenciales. Si algunos quieren optar por la independencia, es una opción legítima con la que, como demuestra Canadá, se puede convivir dentro de unas reglas del juego y ajustándose normas tan democráticas como esas mismas aspiraciones y no recurriendo a agravios históricos, al victimismo secular, a las esencias o a la identidad. Ahora bien, para hacer evolucionar a la Constitución, lo primero que hay que hacer es respetarla sin subterfugios ni victimismos interesados.
No somos diferentes del resto del mundo. España tiene solución si relativizamos las cuestiones por candentes que parezcan y hacemos que nuestro gran problema no sea el de la identidad, sino el que afecta a todos los demás países de nuestro entorno. Quienes ya han alcanzado la madurez podrán recordar las tensiones de un hecho que hoy parece trivial -la legalización del PCE el 9 de abril de 1977, el Sábado Santo Rojo- por cuyo motivo algunos pusieron el país al borde de la Guerra Civil. 
El proceso constituyente de la década de los 80, la ferocidad del terrorismo en aquel entonces y la situación socioeconómica, mucho peor que la de ahora, que culminó con los Pactos de La Moncloa, deben servirnos para tener razones para el optimismo, para recordarnos que los problemas que nos acosan hoy no son, objetivamente, más difíciles que aquellos que resolvimos entonces de forma satisfactoria. Si entonces se pudo evolucionar, ahora también se puede, aunque los de las "charlotadas intolerables" sigan escupiendo al firmamento y otros meando fuera del tiesto.



martes, 2 de octubre de 2012

Federales sin saberlo (2): De facto que non de iure


Roberto Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago, acaba de publicar un libro -Los rostros del federalismo (Alianza Ensayo)- en el que sostiene que el modelo autonómico español es de facto un sistema político de organización territorial de naturaleza federal aunque nuestra Constitución no lo explicite de iure

Supongo que el libro, que reposaba plácidamente en las librerías desde el pasado mes de febrero, ha disparado sus ventas desde el mismo momento en que la crisis económica ha hecho saltar las deshilachadas costuras del Estado autonómico que nació de la Constitución de 1978 para desatar una vez más la presión centrífuga, un descosido que para algunos no tiene parangón en ningún Estado democrático del mundo, aunque la tozuda realidad demuestre que tanto en Canadá como en Escocia existen precedentes sociopolíticos e históricos similares que, por cierto, se están resolviendo civilizadamente sin mayores problemas y sin que nadie piense que Canadá o el Reino Unido vayan a desaparecer del mapa.

Uno, absolutamente ajeno al Derecho Constitucional, intuía que no existen dos federalismos iguales de la misma forma que no existen dos banderas iguales. La bandera es un símbolo, una abstracción representativa del hecho nacional. El federalismo es una abstracción política teórica construida a partir de una realidad práctica plural. Dicho de otra manera, en mi opinión el federalismo no es una obra literaria: es un género en el que caben muchas formas literarias. La lectura de Los rostros del federalismo otorga sobradamente fundamentos jurídicos a mi opinión de aficionado.
El profesor Blanco Valdés insiste en su nuevo libro en una sugerente tesis que ya mantuvo en otro texto –Nacionalidades históricas y regiones sin historia- publicado por la misma editorial en 2005, según el cual el modelo autonómico español no sería una forma original de organización estatal como tantas veces se proclama, sino una versión más del poliédrico rostro del federalismo y, por tanto, equiparable a los landers alemanes, las provincias canadienses o argentinas y los estados mexicanos o estadounidenses.
Blanco Valdés somete a doce estados federales democráticos a un escrutinio de los rasgos esenciales del federalismo que se cumplen por completo en el caso español: doble nivel institucional, pluriconstitucionalidad (además de la Carta Magna los estatutos son constituciones en sí mismos), poderes repartidos y compartidos, y garantía jurisdiccional de la distribución competencial a través de filtros jurídicos que culminan en el Tribunal Constitucional. En definitiva, España tiene un sistema federal de distribución de competencias, pero carece de los mecanismos propios de integración que cohesionan y dan transparencia a los sistemas federales.
Realizado este análisis de constitucionalismo comparado y aséptico, Blanco Valdés entra en la arena política para ocuparse de la disección de las principales fuerzas de tensión antitética que afectan a España y a los dos grandes modelos de organización territorial que se apuntan en el horizonte español: la nacionalista (centrífuga o disgregadora) y la federalista (centrípeta o cohesionadora). Aquí Blanco Valdés deja a un lado la asepsia académica para concluir en la descalificación del nacionalismo al que considera una especie de Gargantúa insaciable al que cuanto más se le da de comer, más hambre tiene. El federalismo reconoce la pluralidad y la diversidad, pero las enlaza mediante la identificación y el reforzamiento de los elementos comunes. El nacionalismo apunta precisamente lo contrario: como Penélope, desteje en la oscuridad lo que cose a la luz del día.
Conjugar nacionalismo y federalismo es algo así como conseguir la cuadratura del círculo, porque mientras que el segundo trata de hacer compatible la diversidad con la unidad (somos diferentes pero queremos permanecer unidos), el nacionalismo aspira a otra cosa, a tener un Estado. No hay ningún nacionalismo que no aspire a eso. Anhela lo contrario que el federalismo, a romper el Estado para crear otros nuevos. Para conseguirlo, los nacionalistas hacen piruetas políticas tales como el “Estado asociado” del Plan Ibarretxe (bien resuelto en tiempos del maligno ZP) o las alusiones eufemísticas al derecho de autodeterminación que evoca estos días el presidente Mas y que amenazan con estallarnos bajo las narices si, como es su costumbre, Rajoy enfrenta el problema fumándose un puro.
En los pasos que está dando estos días el presidente de la Generalitat se pone de manifiesto una vez más que el nacionalismo hace camino al andar. Cada paso prepara el siguiente en un camino interminable y recurrente que solo terminará cuando a ellos les venga en gana porque la secesión les parece lo más natural. Ante la eventualidad de que un hipotético referéndum no saliera a su gusto (que de hecho no saldrá porque los independentistas catalanes andan ahora por el 30% y todavía no se han planteado las consecuencias económicas de la secesión), una independentista explicaba en TV-3 que “si no sale, lo volveremos a intentar”. Como la Benemérita: “vista larga y paso corto”. El resto me lo ahorro.

La Cataluña de Mas es un bloque político que solo con el “Estado propio” alcanzará su destino. Cabalgando el peligroso tigre de la secesión, que ha hecho olvidar una política antisocial de recortes educativos y sanitarios que ha convertido a Mariano Rajoy en Franklin Delano Roosevelt, Artur Mas evita pronunciar la palabra “independencia”, un vocablo cargado de erotismo político, y evoca un seductor derecho a la autodeterminación que es una eufemística cortina de humo que, planteado como se ha planteado, no se sostiene.
Como no podía ser menos, la Constitución de 1978 no alude en ningún párrafo al derecho a la autodeterminación, porque ni la ONU ni la Declaración de Derechos Humanos amparan tal derecho. Surgida a raíz de la Primera Guerra Mundial, la autodeterminación consiste en la abolición de la creencia en que las poblaciones de países ocupados y colonizados se mantenían en una perpetua adolescencia, de forma que las naciones mayores debían tutelarlas y fijar sus destinos, esquimándolas de paso. La autodeterminación significaba que estos pueblos podían ya determinar su propio objetivo, su forma de Gobierno y su estatus en el mundo. En realidad, conseguida la autodeterminación, las naciones seguían siendo marionetas del gran teatro de títeres manejado por sus respectivas potencias coloniales.
Si alguien piensa que Cataluña está sometida a un régimen colonial, alucina. Si plantea que hay antecedentes de autodeterminaciones recientes como Kosovo, cabe recordarle que ni Serbia ni Yugoslavia eran ámbitos democráticos. La autodeterminación era emancipación, porque como federaciones ambas pertenecían al modelo putting together, que corresponde a la formación no deseada y no democrática de una federación. La coerción es el elemento que separa ese modelo territorial de los auténticos modelos federales democráticos. Los requisitos de falta de democracia y presencia de coerción faltan en en el caso catalán y en el vasco, porque ambos forman parte de una estructura estatal democrática, que prevé la reforma constitucional para unificar la diversidad.
Aunque la petición de autodeterminación tenga más fundamentos románticos que jurídicos, por esa voluntad de mejora prevista en la Constitución de 1978, hay que vencer el vértigo y abrir las puertas de la reforma al federalismo, regulando civilizadamente el ejercicio de la separación, como Canadá con Quebec, o Reino Unido con Escocia, para el caso (muy improbable por ahora) de que una mayoría ciudadana se pronuncie claramente por la escisión. Hacia una reforma de esa naturaleza debe caminarse sin sacar los tanques a la calle (como sugieren los ultraderechistas de guardia) ni llevar el caso ante los tribunales, como ha señalado inoportunamente nuestra vicepresidenta del Gobierno.
Paciencia y barajar. A dialogar tocan. 

lunes, 1 de octubre de 2012

Federales sin saberlo (1): E pluribus unum


La forma original de organización política moderna fue el Estado-nación que se desarrolló en Europa a partir del siglo XVI. El absolutismo impuso el Estado unitario, centralizador, jerárquico y con una autoridad única omnipotente en la que prevalecía la indivisibilidad de la soberanía. Su extensión en Europa se produjo con la expansión del modelo jacobino de la Revolución francesa, que trajo consigo un proceso de centralización del poder en manos del Estado como uno de los rasgos distintivos de la Revolución. A partir de ese momento, el Estado unitario se extendió hasta convertirse en el modelo de organización estatal europeo por antonomasia.
El Estado federal moderno, antítesis del unitario, surgió con la Constitución de los Estados Unidos de 1787, la primera Federación moderna, que sirvió de modelo para otras federaciones posteriores. Se pueden establecer tres periodos temporales del modelo de Estado federal. El primer periodo se inicia con la adopción del federalismo en la génesis de los Estados Unidos. En este periodo nació la Federación Suiza (1848) con un modelo confederal precedente (la Confederación Helvética) y una guerra civil previa. Canadá se convirtió en federación en 1867 y Australia en 1901. Además, algunos países latinoamericanos adoptaron el modelo federal en este mismo periodo.
Un segundo periodo corresponde a la adopción de modelos federales por parte de antiguas colonias independizadas en Asia y África durante la segunda mitad del siglo XX, lo que fue en gran medida una solución para reunificar comunidades multiétnicas. Finalmente, desde los años 60 del siglo pasado asistimos a la denominada “era del federalismo”, o la “revolución federalista”, es decir, al tránsito de un mundo de Estados diseñados en gran medida siguiendo el modelo del Estado-nación a un mundo de soberanía limitada del modelo territorial federal, en especial, de los diseños institucionales de federalismo asimétrico que permiten acomodar la diversidad.
Según el Handbook of Federal Countries (McGill-Queen’s University Press, 2005), el 40% de la población mundial vive en sistemas políticos federales. Según este vademécum federalista, existe una docena de democracias con economías avanzadas en el mundo que son Estados federales: Alemania, Argentina, Australia, Austria, Bélgica, Brasil, Canadá, España, Estados Unidos, India, México y Suiza. Nótese que el modelo autonómico español se incluye en este último período, dando así la razón a lo que sostienen algunos constitucionalistas españoles.
“Una sociedad de sociedades”: así definía Montesquieu el federalismo, un sistema bajo el que viven en la actualidad cientos de millones de personas. Sin embargo, su indiscutible preponderancia va unida a una enorme disparidad. El federalismo es esencialmente una forma de organización territorial del Estado compatible con cualquier régimen sea monárquico o republicano, que no implica la desaparición del Estado sino una limitación de la soberanía a través del principio de autonomía y gobierno compartido entre instituciones que controlan ámbitos territoriales diferentes.
Aunque el federalismo es poliédrico, los requisitos básicos de la Federación son tres: la descentralización, la división del poder por territorios y la existencia de una Constitución que garantiza las dos premisas anteriores, de tal modo que se establece un sistema con poderes distribuidos entre gobiernos sin que se pueda hablar de rango superior o inferior, es decir, que no se puede representar como una estructura de poder jerárquico piramidal. Se trata, pues, de un sistema nacional desagregado en niveles de gobierno dual (o múltiple), cada uno de los cuales ejerce autoridad exclusiva sobre áreas constitucionalmente determinadas, pero en el que sólo un nivel de gobierno, el Gobierno central, además de asumir competencias generales que afectan a todos por igual, es internacionalmente soberano.
Por tanto, el federalismo implica la existencia de (al menos) dos niveles de gobierno constitucionalmente determinados y con poderes separados entre las instituciones centrales y las periféricas. Así se habla de dos soberanías, una soberanía estatal o centralizada y una soberanía periférica o descentralizada. La clave está en la división de funciones entre el Gobierno central y las de los territorios federados o “subestatales” -que reciben distintas denominaciones: estados, provincias, landers, cantones, repúblicas, etc.-, de modo que algunas materias son exclusivas de los gobiernos subestatales y otras de los gobiernos centrales.
Existen tres tipos de modelos federales. El punto de partida es la Federación “coming together”, es decir, aquella cuyo propósito es la unión de las partes. El prototipo es el pacto federal de la Constitución estadounidense, que supone que existen previamente las partes, las cuales deciden libremente unir sus soberanías para crear una Federación. Las tres palabras grabadas en el anverso del emblema nacional estadounidense, E pluribus unum (“de muchos, uno”), resumen el espíritu de este modelo reunificador de la diversidad. Suiza y Australia se ajustan también a este modelo.
El segundo tipo es el holding together que surge de modelos unitarios en los que el proceso de federalización se produce para mantener un Estado como unidad política en un régimen democrático. En este caso los poderes se ‘devuelven’ a los Estados. En este tipo se incluyen los casos de India, Bélgica y España. La tipología federalista se completa con el putting together, que corresponde a la formación no deseada y no democrática de una federación. El paradigma fue la integración y articulación de las repúblicas en la extinta Unión Soviética. La coerción es el elemento que separa este modelo territorial de los auténticos modelos federales democráticos.
Los orígenes de las federaciones afectan también a la distribución de poderes, que varía de modelo a modelo de manera considerable. A pesar de las variaciones sustanciales entre sistemas federales, se pueden establecer algunas pautas generales. En general, cuanto más homogénea es la sociedad, más poder es asignado al Gobierno federal, y cuanto más heterogénea, más poderes a las unidades subestatales. Atendiendo a su división entre el Gobierno central y el de los territorios federados, existen tres tipos de competencias: exclusivas (cuando pertenecen a una sola Administración con exclusión de las demás), compartidas o concurrentes y residuales. En la mayoría de los Estados federales, las relaciones internacionales, la defensa, la economía y la unión monetaria, los poderes fiscales y el transporte interregional son poderes exclusivos del Gobierno central. Por otro lado, las competencias relativas a asuntos sociales en general (educación, sanidad, bienestar social y trabajo, orden y seguridad y gobierno local) se atribuyen a los gobiernos territoriales, aunque algunas de estas materias son compartidas, como suelen ser el caso también de agricultura y medioambiente.


Aquellos Estados federales nacidos de la agregación de unidades políticas preexistentes, como ocurre con Estados Unidos, Australia o Suiza, suelen definir un conjunto de poderes federales limitados, tanto exclusivos como concurrentes, con poderes residuales o no especificados otorgados a las unidades territoriales. Por su parte, los Estados federales como Bélgica o España, nacidos de un proceso de devolución de un Estado previamente unitario, suelen estructurarse a la inversa, especifican los poderes regionales y dejan las competencias residuales en manos del Gobierno central.
En nuesto Estado de las autonomías, la definición del Estado compuesto está íntimamente ligada al modelo que surgió en la Transición. Según algunos constitucionalistas, el peculiar modelo español resultaría ser un híbrido entre el modelo de Estado unitario y el modelo de Estado federal, aunque una buena parte de ellos se inclinan por considerar que, dado que el Estado autonómico es una forma de distribución territorial del poder constitucionalmente establecida, el modelo se ajusta a las premisas esenciales del federalismo más avanzado.
Me ocuparé de ello en una próxima entrada.