jueves, 28 de febrero de 2013

El ADN cumple años


Hoy, 28 de febrero, se cumplen sesenta años de la descodificación de la estructura del ADN, el acta fundacional de la revolución biológica más importante desde que un siglo antes Darwin formulara su hipótesis sobre el origen de las especies. 

Los parroquianos del Eagle, un pub de Cambridge desde el que se divisan las torres góticas del King’s College, estaban acostumbrados a que alguno de los excéntricos científicos de la universidad entrara de vez en cuando anunciando que había descubierto “el no va más”. Por eso, cuando el 28 de febrero de 1953 James Watson, un desgarbado científico norteamericano de veinticinco años, y Francis Crick, su jefe inglés ocho años mayor, anunciaron a voces que habían descifrado el secreto de la vida, los parroquianos siguieron bebiendo sus pintas, lanzando dardos y discutiendo acerca de si el primer ministro Churchill era un carcamal cuyo tiempo político ya había pasado. No tenían por qué saber que aquellos dos jóvenes decían la verdad: habían desencriptado la doble hélice, la estructura del ADN, el constituyente básico de los genes. 


Watson y Crick no hicieron ni un solo experimento de laboratorio antes de encontrar la estructura definitiva. Trabajaron con la información disponible, principalmente con los datos que la cristalógrafa Rosalind Franklin -quien habría recibido también el Nobel de no haber fallecido prematuramente en 1958- había obtenido estudiando cristales de ADN, pero también con los datos obtenidos por otros científicos. A lo largo de horas y horas de discusión en la que no faltaron las celebradas en el Eagle, elaboraron un modelo teórico. 



Después construyeron figuras de cartulina que representaban las moléculas y las dispusieron de todas las maneras posibles hasta encontrar una configuración que les pareció satisfactoria. El método con el que descubrieron la estructura del ADN puede compararse en cierto modo con la resolución del cubo de Rubick. El artículo que expuso el sensacional hallazgo a la comunidad científica se publicó el 25 de abril 1953 en la revista Nature y apenas ocupa una página. Así de simple es la estructura del ADN. En 1962, cuando Watson, Crick y su compañero de laboratorio, el neozelandés Maurice Wilkins, recibieron el Nobel, se estaba gestando una nueva especialidad en los laboratorios de Biología Molecular. Era la Ingeniería Genética, la tecnología que permite analizar y manipular el ADN y transferirlo de un organismo a otro.

El principal problema que enfrentaban quienes trabajaban con ADN era la excesiva longitud de esta molécula. Una molécula de ADN humano completamente extendida mide unos cuantos centímetros. A escala humana parece poca cosa, pero comparada con cualquier otra molécula presente en los seres vivos es gigantesca. No se podría avanzar gran cosa hasta que se descubrieran las tijeras y el pegamento adecuados para cortarla y unir los trozos sueltos. Primero se descubrió el pegamento, una enzima llamada ADN-ligasa que, como su nombre indica, liga fragmentos de ADN, formando una molécula a partir de dos. En 1967, gracias al uso de esta enzima, Arthur Kornberg (que había logrado el Nobel de 1959 junto a Severo Ochoa por los experimentos que consiguieron sintetizar la enzima ADN-polimerasa a partir de moléculas de nucleótidos en ausencia de células vivas), logró multiplicar en un tubo de ensayo el ADN de un virus. 


Tres años después se descubrieron las tijeras para cortar ADN, una familia de proteínas conocidas como endonucleasas de restricción, cada una de las cuales es capaz de reconocer una secuencia característica de nucleótidos dentro de una molécula de ADN y cortarlo en ese punto en concreto. El Nobel de Medicina de 1978 fue concedido a los microbiólogos Arber, Nathans y Smith por ese descubrimiento que condujo al desarrollo de la tecnología de ADN recombinante, cuyo primer uso práctico trabajo fue la manipulación del organismo procariota más estudiado por el ser humano, la bacteria Escherichia coli, para producir insulina humana para los diabéticos.


El descubrimiento de esas herramientas, las tijeras (endonucleasas) y el pegamento (ligasas), permitió dar un paso gigantesco en la manipulación del ADN. A partir de ese momento, el desarrollo de la ingeniería genética se volvió tan imparable como lento. Quedaba un gran problema por resolver: el “corta-pega” era un trabajo enormemente tedioso que consumía horas y horas de trabajo rutinario que podían reducirse si alguien encontraba la técnica adecuada. 



Aquí entra en la historia el bioquímico estadounidense, Kary Banks Mullis, muy conocido por la invención de la técnica para amplificar secuencias de ADN y menos conocido por sus heterodoxas opiniones sobre el virus del sida y el cambio climático. Cuando publicó en 1988 su autobiografía Dancing naked in the mind field, Mullis contó que la idea se le ocurrió mientras iba conduciendo por la carretera 128 a través de las suaves colinas de California. Era una cálida noche de mayo de 1983, las ventanillas estaban bajadas y dejaban entrar el penetrante aroma de los castaños californianos. Acurrucada en el asiento del acompañante, su novia dormía profundamente. 

Mullis tenía entonces treinta y nueve años y trabajaba como ingeniero genetista para Cetus, una empresa de biotecnología. Era uno de esos técnicos que se aburrían copiando moléculas de ADN en tubos de ensayo. Era una tarea tediosa porque no había ninguna forma rápida de obtener numerosas copias de un gen perdido en medio de una gigantesca molécula de ADN. Lo que se le ocurrió a Mullis aquella noche fue un método para obtener millones de copias de un segmento de ADN contenido en una molécula mucho más grande.

Todo se basaba en desarrollar una reacción en cadena. No importaba cuán larga fuera la molécula de ADN original, porque el método permitía copiar únicamente el segmento deseado. En el primer ciclo se obtenían dos moléculas a partir de una. En el segundo ciclo se obtenían dos a partir de cada una de las dos copias anteriores, es decir cuatro. En el tercer ciclo el número de copias se duplicaba a ocho y en el siguiente a dieciséis, y así sucesivamente. En unas pocas horas se podía completar una gran cantidad de ciclos y conseguir una cantidad impresionante de copias.


¡Eureka!, exclamó Mullis, y se detuvo en el arcén. Buscó lápiz y papel en la guantera. Calculó que repitiendo el ciclo diez veces se producían unas mil moléculas, repitiéndolo veinte se producía un millón, repitiéndolo treinta, mil millones. “Se me acaba de ocurrir algo increíble”, le dijo a su novia. Ella se removió en el asiento y siguió durmiendo. Mullis reanudó el viaje. Un kilómetro y medio más adelante volvió a detenerse. Estaba empezando a comprender la magnitud de su descubrimiento. Si el método funcionaba, permitiría hacer la cantidad de copias que uno quisiera del fragmento de ADN que uno deseara. Lo usarían todos los laboratorios del mundo. Se haría famoso. Le darían el premio Nobel. Acertó: el Nobel de Química lo recibió en 1993.

El método ideado por Mullis es el PCR (abreviatura en inglés de Reacción en Cadena de la Polimerasa), una técnica usada actualmente de forma tan rutinaria por miles de laboratorios de todo el mundo que hasta los estudiantes pueden realizar sus prácticas con métodos que cuando yo estudié biología eran pura ciencia ficción. Las noticias con ADN se han convertido en cosa de todos los días porque las aplicaciones de esa especie de fotocopiaje genético son innumerables. Una de ellas, frecuentemente usada por paleontólogos y biólogos evolucionistas para recuperar el ADN de restos fósiles y establecer relaciones de parentesco, ha saltado este mes a la prensa gracias a su empleo en la identificación de los restos del desdichado rey inglés Ricardo III. 


No es el primer caso de su empleo para el reconocimiento de las sagas reales, pero esa es una interesante historia que reservo para otro día.


domingo, 17 de febrero de 2013

El sello indeleble de nuestro ínfimo origen


«Debemos, sin embargo, reconocer que el hombre, [...], con todas sus nobles cualidades, [...] con toda su inteligencia semejante a la de Dios, [...] lleva en su hechura corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen». Ese párrafo revelador es el colofón con el que Charles Darwin cerró el texto de El origen del hombre (1871) en el que el naturalista británico aplicó a nuestra estirpe los postulados evolutivos que había establecido en su obra capital, El origen de las especies (1859). Nuestro “ínfimo origen” es también el de un grupo de animales, los mamíferos, de cuyos ancestros se ocupaba el volumen 339 la revista Science el pasado 8 de febrero.

Es una gran historia que la mayoría de los niños aprenden en la escuela primaria. Las pisadas de unos animales enormes y terribles, los dinosaurios, atronaron la Tierra durante millones de años mientras vagaban por los densos bosques tropicales del Mesozoico. Escondidos entre los herbazales por allí pululaban también unos animales minúsculos y peludos que se alimentaban de insectos. Así estaban las cosas hace unos 65 millones de años cuando a partir del Cretácico superior, y más exactamente el momento conocido como K-Pg, se produjo la extinción en masa de los dinosaurios al tiempo que aves y mamíferos comenzaron una imparable diversificación por todas la tierras emergidas.

Hoy está fuera de toda duda que en aquel momento apocalíptico un enorme asteroide golpeó la Tierra, provocó estragos en el medio ambiente, indujo un cambio climático y la extinción en todo el mundo de los dinosaurios no aviares. Su catastrófico impacto dejó en la península mexicana de Yucatán, cerca de Chicxulub, un cráter de unos 170 kilómetros de diámetro que confirmó por primera vez lo que muchos sospechaban: que la extinción de los dinosaurios se debió al impacto de un asteroide sobre la superficie terrestre.

Si el ocaso de los dinosaurios se produjo como consecuencia del impacto de un asteroide, el amanecer de su dominio sobre la Tierra se debió muy probablemente a otro aún mayor. En agosto de 2010, se encontró en la Antártida el mayor cráter de impacto de la Tierra, un agujero de 500 kilómetros que se originó hace 250 millones de años tras el impacto de un objeto de unos cincuenta kilómetros de diámetro en la región conocida como Tierra de Wilkes, al este de la Antártida y al sur de Australia. De su capacidad destructiva da cumplida idea su estrecha relación causa-efecto con la ruptura del supercontinente Gondwana, puesto que aquella colisión causó o aceleró la falla tectónica que empuja a Australia en su larga, inexorable y solitaria marcha hacia el norte. 


El reciente descubrimiento de ese cráter austral permite suponer que el impacto provocó la gran extinción que tuvo lugar en la frontera de los periodos Pérmico y Triásico, contemporánea de la colisión, que supuso la desaparición de cerca del 90% de todas las formas de vida y abrió las puertas para el desarrollo de los dinosaurios, cuyo dominio sobre la Tierra duró ochenta millones de años. Más tarde, tras el impacto que abrió el cráter de Chicxulub en el Yucatán mexicano, la historia volvió a repetirse. Los dinosaurios (y cerca del 70% de la vida en la Tierra) se extinguieron y dejaron el campo libre para que los primeros mamíferos se diversificaran y pasaran a ser, junto con las diez mil especies de aves actuales, el grupo de vertebrados más importante del planeta azul.

Con la desaparición de los dinosaurios quedaron muchos nichos ecológicos disponibles en el planeta. Aves y mamíferos lo aprovecharon. Los descendientes de un grupo de dinosaurios emplumados o aviares evolucionaron hasta originar a las aves modernas. No es una idea nueva. El “bulldog” de Darwin, el biólogo Thomas Henry Huxley, lo tenía muy claro cuando en 1870 presentó un célebre informe en que sostenía que Archaeopteryx, un fósil colocado entre las aves, no era más que un dinosaurio con plumas y que las aves como grupo evolucionaron a partir de pequeños dinosaurios terópodos, unos vertebrados que vivieron desde el Triásico superior hasta el Cretácico superior (hace aproximadamente entre 228 y 65 millones de años). Aunque los terópodos se extinguieron como grupo a  finales del Cretácico, algunas de sus características básicas han pervivido hasta nuestros días bajo la forma de las aves modernas, sus directos descendientes, que encajan a la perfección al final de una secuencia de terópodos cada vez más similares a ellas, que comienza con Coelophysis, y va avanzando a través de los tiranosaurios, los ornitomímidos, los celúridos y otros, hasta llegar a los dromeosáuridos, los troodóntidos y, por último, las aves propiamente dichas.

Los mamíferos actuales descienden de los sinápsidos primitivos, un grupo de tetrápodos amniotas (el saco amniótico es una cubierta de dos membranas que cubre al embrión, una adaptación evolutiva que permitió la reproducción ovípara en un medio seco y terrestre) que comenzó a florecer a principios del Pérmico, hace unos 280 millones de años, y continuaron dominando sobre los «reptiles» terrestres hasta principios del Triásico, hace unos 245 millones de años, cuando empezaron a despuntar los primeros dinosaurios. Debido a su superioridad competitiva, estos últimos hicieron desaparecer a la mayoría de los sinápsidos. No obstante, algunos sobrevivieron y se convirtieron en los primeros mamíferos verdaderos hacia finales del Triásico, hace unos 220 millones de años.

Cuando la catástrofe del K-Pg indujo nuevas condiciones climáticas y eliminaron la competencia de los dinosaurios, los mamíferos explotaron algunas ventajas sustanciales como la regulación de su propia temperatura corporal, lo que favoreció sus supervivencia en el nuevo clima más frío, y su reproducción sexual independiente del agua mediante una fecundación directa e interna y un desarrollo embrionario dentro del cálido y húmedo vientre materno que los liberaba del viejo modelo de fecundación ligado a la liberación de espermatozoides y óvulos en el agua (anfibios y peces) y a la incubación de los embriones en ambiente externo (como en algunos peces y anfibios, y en reptiles y aves). La diversidad entre las aproximadamente 5.000 especies de mamíferos placentarios actuales es enorme y abarca desde la minúscula musaraña etrusca, que apenas alcanza los tres gramos de peso, a la ballena azul, el animal de mayor envergadura que ha existido, que puede alcanzar las 160 toneladas, una diferencia en masa corporal de ochenta millones de veces.

En el artículo publicado en Science, un equipo científico internacional encabezado por la bióloga Maureen A. O'Leary, del neoyorquino Museo Americano de Historia Natural, ha seguido durante seis años la huella anatómica, genética y molecular de 46 especies actuales y 40 extintas de mamíferos placentarios hasta lograr reconstruir su filogenia o, dicho sea coloquialmente, su árbol genealógico. Ha sido una reconstrucción teórica basada en el cruce de 4.500 características de especies actuales y extintas combinadas con análisis de ADN. Aunque no se haya basado en el registro fósil, las evidencias ofrecidas por este estudio han sido la prueba del nueve de las diferentes hipótesis que situaban el inicio de la diversificación de los mamíferos placentarios en torno al momento crítico para la vida en la Tierra que fue el K-Pg, tras el cual los mamíferos no perdieron el tiempo evolutivamente y empezaron a diversificarse rápidamente en términos geológicos: apenas unos 200.000 o 400.000 años después de la gran extinción.

Las conclusiones del estudio confirman también el epílogo de Darwin con el que comencé este artículo. El autocoronado “rey de la creación”, el orgulloso Homo sapiens, «lleva en su hechura corpórea el sello indeleble de su ínfimo origen»: el ancestro común de todos nosotros era un animal peludo, nada elegante y poco especializado, que pesaba un cuarto de kilo como mucho y comía insectos, el alimento despreciado por los poderosos dinosaurios. 

2012 DA14: ¡Cuánto penar para morirse uno!


Cada año la Tierra recorre a la escalofriante velocidad de 107.000 kilómetros por hora la órbita terrestre, el circuito celestial por el que transita en su movimiento de traslación alrededor del Sol. Mientras lo hace, decenas de miles de asteroides y millones de meteoritos se cruzan en nuestro camino de forma errática y totalmente impredecible. Parece un viaje a ninguna parte, un trayecto abocado a la destrucción por un impacto fatal e inevitable. Sabiendo eso, no sorprende que la superficie de la Tierra sea como un queso de gruyere en el que cada vez se descubren más y más impactos de asteroides en forma de cráteres colosales que van siendo detectados a medida que se perfeccionan los métodos de interpretación de imágenes de satélite, curiosos impertinentes que vienen a destapar lo que hasta ahora había pasado desapercibido. 

En agosto de 2010 se encontró en la Antártida el mayor cráter de impacto de la Tierra, un agujero de quinientos kilómetros que se formó hace 250 millones de años como consecuencia del impacto de un asteroide de unos cincuenta kilómetros de diámetro en la región conocida como Tierra de Wilkes, al este de la Antártida y al sur de Australia. Aunque no sea el más grande (170 kilómetros) ni el más antiguo (65 millones de años), el más famoso de todos los asteroides estrellados contra la Tierra es el KT, enterrado bajo la península mexicana del Yucatán cerca de Chicxulub, el primero en relacionarse con una catástrofe ambiental de dimensiones planetarias que confirmó por primera vez lo que muchos sospechaban: que la extinción de los dinosaurios se debió al impacto de un asteroide sobre la superficie terrestre.

Naturalmente, no había ningún ojo humano que observase la magnitud de la catástrofe cósmica que acabó con los dinosaurios, pero sí los había –y muchos- el 16 de junio de 1994 cuando todos los telescopios del mundo, incluyendo el flamante telescopio espacial Hubble, observaban el SL 9, un cometa detectado desde el observatorio californiano de Monte Palomar. El espectáculo estaba asegurado: SL 9 seguía una trayectoria que lo llevaba inevitablemente a colisionar contra la superficie de Júpiter. El mundo podría observar por primera vez una colisión cósmica, subrayaban los titulares de los periódicos. Pero, según escribe el historiador aeroespacial Curtis Peebles en su Asteroids: A History, la mayoría de los astrónomos se mostraba más escéptica y esperaba que el cometa, que en realidad era un conglomerado de más de veinte rocas de unos dos kilómetros de diámetro, se desvaneciera en forma de meteoritos fragmentados. Una semana antes de la colisión, la revista Nature publicó el artículo «Se acerca el gran fracaso», en el que se decía que el impacto sólo iba a producir una lluvia meteórica. Era lo que otro articulista, dándoselas de gracioso, había sentenciado: «Tengo la impresión de que Júpiter se tragará esos cometas sin soltar un eructo».

El eructo resultó ser una flatulencia de dimensiones apocalípticas que, de haberse producido sobre la Tierra, habría aniquilado toda forma de vida. Los impactos duraron una semana y fueron muchísimo mayores de lo que los más pesimistas habían calculado. Un fragmento llamado Núcleo G impactó con la fuerza de un unos seis millones de megatones, casi cien veces el arsenal nuclear de nuestro planeta. El núcleo G no era ni de lejos un asteroide del tamaño del KT, pero provocó cráteres del tamaño de la Tierra y dejó unas manchas negras en la atmósfera de Júpiter de 8.000 kilómetros de diámetro rodeadas de un halo gris de otros 25.000. Astrónomos, astrofísicos y geólogos tomaron buena nota de lo que pasó entonces y, gracias a ellos, podemos especular con lo que pasó en la Tierra hace 65 millones de años.

Las consecuencias del impacto de un asteroide tipo KT resultan estremecedoras. Entró en la atmósfera terrestre a velocidad tal que el aire debajo de él resultó comprimido hasta calentarse a una temperatura entre diez y cincuenta veces la de la superficie solar. En cuanto KT entró en la atmósfera todo lo que estaba en un radio de centenares de kilómetros de su trayectoria se esfumó abrasado. Un segundo después de hacerlo, el asteroide se evaporó, pero la explosión hizo estallar miles de kilómetros cúbicos de roca, tierra y gases supercalentados. Todos los seres vivos a los que no hubiese liquidado el calor generado por la atronadora irrupción del asteroide perecieron después con la explosión en un radio de varios miles de kilómetros. Se produjo una onda de choque inicial que irradió hacia fuera y se lo llevó todo por delante a una velocidad cercana a la de la luz.

El impacto directo, millones de veces mayor al de una bomba de hidrógeno, produjo enormes tsunamis en el Atlántico que se expandieron como las ondas provocadas por una pedrada sobre el agua, desencadenó terremotos estremecedores y provocó la desestabilización y ruptura de la plataforma marina, generando una megaturbidita, es decir, una colosal corriente de turbidez cargada de sedimentos marinos, que provocó depósitos de arena de cientos metros de espesor. La vaporización del meteorito y del material impactado, así como el humo de los incendios, el hollín y las cenizas, oscurecieron el cielo durante varios meses, lo que provocó un gran descenso de la temperatura y de la fotosíntesis, y la radical disminución de la productividad de muchos ecosistemas. 

Además, hay evidencias de agotamiento del oxígeno incluso en los fondos marinos. La oxidación atmosférica de los ácidos generados por la naturaleza evaporítica de las rocas impactadas produjo lluvia ácida, la cual contribuyó a una reducción del pH de la superficie de los océanos y afectó a las conchas protectoras de los organismos que se extinguieron en masa. En 2001, investigadores del Instituto Tecnológico de California analizaron isótopos de helio de sedimentos dejados por el impacto del KT y llegaron a la conclusión de que afectó al clima de la Tierra durante unos diez mil años. Cuando todo se calmó, el cielo se abrió, el Sol volvió a lucir y la aterida Tierra recuperó su pulso: la evolución comenzó su trabajo a partir de los organismos que habían superado aquel espantoso Armagedón. 


A pesar de que han sido apenas unas modestas pedradas de algo más de un kilogramo de peso arrojadas desde el espacio, las imágenes recibidas el pasado viernes desde Cheliálibinsk, en los montes Urales de Rusia, han sobrecogido el ánimo de más de uno. El asteroide 2012 DA14, que pasó esa misma noche a 27.700 kilómetros de distancia de la superficie terrestre, era también de dimensiones modestas: 130.000 toneladas de masa y cincuenta metros de eje mayor, apenas un grano de arena comparado con el KT, cuyo diámetro era 2.000 veces superior.

Gracias a algunos astrónomos, que trabajan como oscuros rastreadores de meteoritos y asteroides, se han identificado y nombrado unos 26.000 asteroides, pero se calcula que mil millones más rondan por ahí, sin que los veamos, sin que inquietantemente sepamos nada de ellos, moviéndose erráticamente sobre nosotros sin que podemos hacer nada por evitar las colisiones. Según los cálculos de los científicos de la NASA, un asteroide del tamaño de 2012 DA14 se acerca a la Tierra cada cuarenta años, y uno choca contra nuestro planeta cada 1.200 años. El pasado viernes no tocaba. La probabilidad de que un asteroide de dimensiones mayores impacte sobre nuestras cabezas es aproximadamente de una vez cada millón de años. 

El género Homo, que agrupa a los primates con rasgos humanos, lo que incluye al ser humano moderno y a sus más cercanos parientes, lleva sobre la Tierra algo más de dos millones de años. Ya toca. ¡Cuánto penar para morirse uno!

sábado, 9 de febrero de 2013

Falseando los datos: otro trile de Montoro



Cristóbal Montoro es catedrático de Hacienda, una materia que se imparte en las facultades de Económicas y Empresariales. A un catedrático de Económicas de la Universidad de Alcalá, persona muy conocida y respetada en la ciudad, le gustaba decir que si él contaba con los votos de tres de los cinco miembros que componen un tribunal de oposiciones, “podía hacer catedrático a un poste de la luz”. Sentenciaba: “Lo primero y principal, es tener al tribunal”. Pues eso. 

El 29 de enero el Gobierno cantó victoria en el apartado de ingresos. Ese día, el ministro de Hacienda convocó una rueda de prensa para sacar pecho. Montoro alardeaba de la hazaña. Había sido muy difícil, pero lo habían conseguido. "Hemos cumplido con creces", decía. Él solito había conseguido aumentar la recaudación derivada de los incrementos de impuestos en 11.237 millones de euros, un 4,2% adicional. 

Con esa cifra pretendía demostrar que, tal y como él sabiamente había pronosticado, subir impuestos no solo no disminuía la recaudación, como razonaría cualquier persona medianamente pensante que alegase que el aumento de los impuestos provoca, como se está viendo, una caída libre del consumo, sino que la aumentaba. Pues muy bien, señor Montoro. Es evidente que si se mete la mano en los bolsillos de los demás algo saca, de donde se deduce la inevitable consecuencia de que cuanto más grande sea la garra más será lo que atrape en el bolsillo ajeno... siempre que quede algo. Admitido esto, el señor ministro ocultó un dato fundamental: exactamente la mitad de la cantidad recaudada, es decir, 5.600 millones, proceden de adelantos en el pago fraccionado del Impuesto de Sociedades. Ese es el trile con el que pretende engañarnos don Cristóbal. 

Montoro se cree muy listo aunque su gran problema es que, además, piensa que todos somos tontos. Una vez más intenta engañar a la gente con montañas de datos esperando que engulla la píldora sin analizar su contenido. Veamos. Para empezar, lo que debería explicar Montoro es que ese aumento de la recaudación demuestra que la propaganda agitadora que él mismo y sus sobrecogedores compañeros de partido vendían durante la campaña electoral (según la cual los aumentos de impuestos perjudican tanto la actividad económica que reducen la recaudación fiscal) era mentira. Aquel salivazo al cielo le cae ahora encima, aunque no quiera verlo. Que el ministro mostrara un poco de honradez intelectual, aunque sólo fuera por respeto a su condición de catedrático, no estaría de más.

En segundo lugar, la mayor parte del cacareado aumento de la recaudación proviene, como he dicho, del impuesto de sociedades, cuya recaudación aumentó casi un treinta por ciento en relación al año anterior ¡Un treinta por ciento de aumento de la recaudación; ahí es nada! En ese momento debieron saltar todas las alarmas, pero quienes debían ocuparse del tema quedaron inmediatamente atrapados por la sobrecogedora noticia surgida de las tripas de cierto edificio de la calle Génova. Dejemos a los periodistas con ese tema y ocupémonos de las cifras de don Cristóbal. Un aumento de treinta puntos no es normal. Tiene que haber gato encerrado. Busquémosles las tres patas: al ministro y al gato.

No es difícil. El trile es ahora el de “pan para hoy y hambre para mañana”. Esta vez Montoro ha intentado disfrazar un pago adelantado haciéndolo pasar por un incremento en la recaudación fiscal. Ahí está el truco. Las empresas abonan en abril, octubre y diciembre de cada año una declaración parcial del impuesto de sociedades. La liquidación final se hace en julio del año siguiente. Aunque ya sé que lo entienden, permítanme que lo explique un poco más. Si la empresa X tiene que pagar cien euros de Impuesto de Sociedades con cargo a 2012, en lugar de atragantarse desembolsando todo a año vencido, es decir, en 2013, lo va liquidando a plazos lo largo del año en curso. Paga lo mismo pero por adelantado, lo que significa que lo que el Estado ingresa en 2012 no lo ingresará en 2013. Es más, si al final del año la empresa no obtiene los beneficios previstos y en vez de ganar dinero lo pierde, el Estado tendrá que devolver parte del impuesto adelantado.

Ahí aparece la tercera pata del gato: una de las medidas que adoptó el PP para hacer caja rápidamente fue aumentar el pago fraccionado. Como no podía ser menos, al incrementar el adelanto de los pagos empresariales no se aumenta la recaudación final porque que los pagos de más que se realizan ahora se tendrán que restar en julio del año que viene. Para entonces, todos calvos. Montoro no dará rueda de prensa y pelillos a la mar. 

Pero avancemos un poco más. En un nuevo intento de enredarnos, el taimado Montoro argumentaba que la mitad de la recaudación extra por la subida de impuestos se debía al aumento de ingresos por el Impuesto de Sociedades: es decir, que las empresas (y sobre todo, las grandes empresas) habían pagado más este año. Ahora don Cristóbal se transmutaba en Robin Hood. Metía la mano en el bolsillo de los ricos para repartir el botín entre los pobres. Insisto para que no nos alejemos del meollo: las empresas no pagan más sino que adelantan los ingresos para que al Gobierno le cuadren las cuentas. Sigamos con el resto.

El caso es que, por más que se empeñe Montoro en emular a Robin Hood, la realidad sigue reflejando una aplastante desigualdad en la recaudación de impuestos. Para demostrarlo, veamos cómo se reparten los grandes ingresos por impuestos del Estado en 2012 y cómo se repartían hace diez años. En 2002 la renta de las personas físicas aportaba el 36% de los impuestos, ahora el 42%. Entonces los impuestos de sociedades suponían un 20% de la recaudación, ahora un 13% de sus ganancias contables, que se reducen al 11% real, menos de la mitad de la media europea (26%). El motivo por el que las empresas españolas pagan legalmente mucho menos está en el complejo entramado de ajustes fiscales extracontables, ajustes por consolidación y el amplio abanico de deducciones, exenciones y bonificaciones del impuesto sobre sociedades que ha provocado que la recaudación tributaria por este tributo se haya desplomado un 64% durante la crisis.

Por más que Montoro y su paisana Fátima se empeñen, es evidente que los recortes de gasto público, cuyo efecto se ha visto multiplicado por la sequía de crédito, han hundido la economía española. A los datos de la Encuesta de Población Activa con sus nuevos 130.000 parados en enero y a la dramática caída de los beneficios del comercio minorista me remito. Pero aquí no se trata de salir de la crisis. ¡Es el ajuste, estúpido! Nunca se trató de salir de la crisis. El objetivo ha sido siempre cuadrar el ajuste para calmar a los banqueros alemanes, a sus vicarios políticos, a los burócratas del Bruselas, a la tropa del BCE y al FMI. Y como se trata de eso, de cuadrar, con una hoja Excel basta: sin el más mínimo pudor, tomándonos por tontos, Montoro se ha traído a 2012 ingresos que eran para 2013 y ha presentado como éxito lo que sin lugar a dudas es un monumental fracaso de su política fiscal: la recaudación no ha subido tanto como había presupuestado.

Eso sí, el déficit quedará finalmente por debajo del siete por ciento. Y todos contentos. Bueno, todos, menos seis millones de parados.