domingo, 21 de noviembre de 2021

Cebollas, cereales, aceites, sandías y otras pruebas ancestrales para detectar el embarazo

Dibujo de Olivia Foster. Cortesía de Harvard University.


Cuando era niño allá por el comienzo de los años sesenta y visitaba algunos domingos la casa de mi tío, el médico analista Ángel Pellicer, una de las cosas que llamaba más mi atención eran unas ranas que se guardaban dentro de un acuario situado en un pequeño aseo que se utilizaba a modo de cuarto trastero.  Las misteriosas ranas servían para que mi tío hiciera una de las primeras pruebas de embarazo, el test de la rana, una prueba de embarazo que se usó intensivamente hasta los años 1960, cuando se desarrollaron los métodos inmunológicos, pero que continúa usándose en zonas rurales de muchos países latinoamericanos por su simplicidad y bajo coste.

Consiste en inyectar la orina de la presunta embarazada bajo la piel de una rana o sapo hembra. La orina de una mujer embarazada contiene una hormona específica, la gonadotropina coriónica humana (GCH), que se produce en la placenta después de que un óvulo fertilizado se haya implantado en el útero y normalmente sólo aparece durante el embarazo. La GCH estimula la ovulación del animal. Si la rana desova en 24 horas, la prueba se considera positiva. El animal sobrevive y podía ser utilizado para otra prueba, aunque con demoras de unos 40 días.

Ese test tenido por infalible lo inventaron en los años 1930 unos investigadores surafricanos que utilizaron para sus experimentos el sapo Xenopus laevis, que luego se exportó a todo el mundo, lo que acabó por convertir al inofensivo batracio en una plaga que amenaza la fauna local en algunos países en donde logró fugarse hasta los ecosistemas naturales.

Un método que lleva el mismo nombre, pero basado en un fenómeno biológico diferente que requiere machos en vez de hembras, fue desarrollado por Galli Mainini en Argentina (1947), con el sapo Rhinella arenarum. La inyección en el saco linfático dorsal del sapo provoca la eyaculación del animal dentro de las tres horas siguientes. El método se aplicó en 1948 por investigadores cubanos a la rana toro Lithobates catesbeianus y por investigadores estadounidenses a la rana leopardo Lithobates pipiens.

Si la prueba nos parece hoy ancestral, más lo son las pruebas del embarazo que ya practicaban los médicos egipcios hace más de 3.000 años, porque para las mujeres de la antigüedad era tan útil saber si estaban embarazadas o no como lo es hoy.

Aunque no es intuitivo que el análisis de orina sea la clave para la detección del embarazo, por razones desconocidas la mayoría de las pruebas de embarazo históricas, se han centrado solo en eso (Figura). A partir de la Edad Media, los "Profetas del Piss" afirmaban en Europa que eran capaces de predecir el embarazo con una variedad de pruebas estrambóticas a base de orina. Creían que la orina de las mujeres embarazadas oxidaba una uña, cambiaba el color de una hoja o daba cobijo a pequeñas criaturas vivas. Según sabemos hoy, es poco probable que alguna de estas pruebas pudiera detectar correctamente el embarazo.

Cronología resumida de las pruebas de embarazo. Desde el antiguo Egipto hasta la actualidad, la prueba de embarazo con orina ha mejorado en velocidad, precisión y viabilidad. La prueba más antigua conocida consistía en orinar sobre semillas de cereales y ver si brotaban. Al final de la década de 1920 comenzaron las primeras pruebas de embarazo modernas, en las que se inyectaba orina a los animales: la orina de las mujeres embarazadas les hacía ovular. Estas pruebas requerían enviar orina a un laboratorio y se tardaba al menos una semana para obtener resultados. A partir de 1960, los anticuerpos permitieron que las pruebas de embarazo se realizaran en los consultorios médicos, lo que hizo que las pruebas de embarazo fueran más rápidas y rutinarias. En 1971, una versión casera de esta prueba basada en anticuerpos estaba disponible en Canadá, aunque las pruebas caseras no llegaron al resto del mundo hasta 1977. Las primeras pruebas similares a las caseras del mercado actual se desarrollaron en 1988. Modificado a partir de un dibujo de Olivia Foster. Cortesía de Harvard University.

Mucho antes, la primera prueba de embarazo practicada con éxito se inventó en el antiguo Egipto. Las descripciones de la prueba de embarazo egipcia se encontraron en la colección de papiros Carlsberg fechada en 1350 a. C. Desde una perspectiva moderna, la prueba egipcia del embarazo era sumamente extraña. La prueba requería que una mujer orinara diariamente sobre semillas de cebada y trigo. Si la cebada crecía, nacería un niño; si germinaba el trigo, una niña; si ninguna de las plantas brotaba, la mujer no estaba embarazada.

Los antiguos egipcios desaparecieron, pero su prueba de embarazo no lo hizo con el colapso del antiguo Egipto. La prueba reapareció en los textos médicos griegos y romanos y se utilizó también en la Europa medieval. La versión de la prueba de embarazo egipcia se describió en el manual más antiguo para parteras, The Birth of Mankind (El nacimiento de la humanidad) de 1540. La misma prueba apareció en 1714 en el Dreck-Apotheke (La farmacia sucia) de Christian Franz Paullini, un libro de texto sobre el uso de excrementos y secreciones humanas y animales, así como de componentes de sus cuerpos como medicamentos. Además de las heces y la orina, los órganos internos, la saliva, los mocos, el sudor, el semen, el cerumen, la sangre menstrual, las telarañas y las lombrices intestinales Paullini se recreó en compendiar un sinfín de medicamentos escatológicos cuyos ingredientes se utilizaron tanto interna como externamente.

Dreck-Apotheque de Christian Franz Paullini


La ciencia moderna está bastante de acuerdo con los antiguos egipcios porque, a pesar de su rareza, la prueba era sorprendentemente precisa: orinar en cebada o trigo determina correctamente el embarazo en el setenta por ciento de los casos. Y, como cabía esperar, no se producía germinación de ambos cereales en la orina de mujeres no embarazadas ni en la orina de hombres.

Sin embargo, si las semillas no brotan los científicos también saben que eso no significa necesariamente que la mujer no esté embarazada. Además, el sexo del bebé no se puede determinar usando cebada o trigo. Lo que sí se ha comprobado es que los niveles elevados de estrógeno en la orina de las mujeres embarazadas fomentan la germinación de semillas de cebada y trigo.

Pero orinar sobre las semillas de trigo y cebada no era la única prueba de embarazo del antiguo Egipto. Los antiguos egipcios tenían muchas más pruebas de embarazo, cada una de las cuales tiene una explicación científica que demuestra cuán extremadamente precisos eran los naturalistas y médicos del Antiguo Egipto.

En la prueba de la cebolla, la presunta embarazada tenía que introducirse una cebolla en la vagina antes de acostarse. Si por la mañana el aliento olía a cebolla, estaba embarazada. Hoy la ciencia ha demostrado que durante el embarazo hay un aumento del flujo sanguíneo a través de los vasos de la vagina, lo que da como resultado una absorción más rápida de los compuestos sulfúricos de la cebolla, lo que provoca un aliento característico. 

Para practicar la prueba de la grasa, el médico ungía por las noches los pezones, los brazos y los hombros de una mujer con aceite o grasa. Por la mañana, si sus pechos eran de color oliváceo, estaba embarazada. Hoy en día, sabemos que durante el embarazo las venas de los senos se dilatan debido al aumento de los niveles de estrógeno.

Para practicar la prueba de leche materna con sandía, la mujer tenía que beber una mezcla de sandía y leche materna de otra mujer. Si vomitaba, estaba embarazada. Basaban esa prueba en la tendencia de las mujeres a sentir náuseas y vómitos en las primeras etapas del embarazo, porque el metabolismo femenino evita el consumo de cualquier sustancia que pueda perturbar el desarrollo del embrión o provocar un aborto.

En conclusión, la precisión de la prueba de embarazo egipcia basada en semillas de cebada y trigo era notablemente alta especialmente si tenemos en cuenta que la inventaron hace más de treinta siglos, cuando en la península Ibérica, en pleno Neolítico, los habitantes andaban todavía enredados levantando dólmenes y megalitos.

El único inconveniente de la medicina ginecológica egipcia era que había que esperar una semana para conocer los resultados. Pero, al fin y al cabo, todavía era más rápido que esperar nueve meses. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

Plantas carnívoras: el curioso caso de los cazadores cazados

Sarracenia pupurea


La carnivoría de las plantas es una maravilla evolutiva que ha fascinado a los naturalistas y a la gente en su conjunto. Darwin incluso dedicó un estudio exhaustivo a las que consideraba las "plantas más maravillosas del mundo". Cuando se habla de plantas carnívoras, es inevitable que surja el nombre Sarracenia, denominación de un género de angiospermas que comprende unas diez especies de plantas carnívoras nativas de Norteamérica.

Antes de entrar en materia, una curiosidad sobre este género descrito por el Linneo en 1753, que dedicó el nombre al médico borgoñés Michel Sarrazin, latinizado Sarracenus, (1659-1734), que emigró a Norteamérica hasta la que entonces era la colonia de Nueva Francia. Sarrasin fue un buen cirujano (realizó la primera mastectomía en Norteamérica), y un naturalista y recolector de plantas en Quebec. Regresó a Francia solo dos veces durante su vida, pero mientras estaba en París pasó un tiempo en el Jardin des Plantes donde estudió con el ilustre botánico Joseph Pitton de Tournefort, quien le animó a dedicarse al estudio de la botánica, una afición que practicó durante toda su vida. A pesar de su posición de alto rango como uno de los pocos intelectuales coloniales, Sarrazin afrontó múltiples problemas financieros y murió en la pobreza a los setenta y cinco años, dejando una viuda y cuatro hijos.

El género Sarracenia da nombre a la familia Sarraceniaceae, en la que se incluyen dos géneros más de plantas carnívoras: Darlingtonia y Heliamphora. Las tres tienen en común unas hojas enrolladas sobre sí mismas que forman una especie de jarra en cuyo fondo hay enzimas digestivas que digieren los insectos que caen dentro. Los insectos son atraídos por la secreción de néctar y por una combinación atractiva de olores y colores. Estas plantas viven en medios pobres en nitrógeno, así que obtienen este nutriente esencial a partir de proteínas de origen animal tal y como hacemos nosotros.

La habilidad demostrada por las Sarracenia para atrapar y digerir insectos está fuera de toda duda, pero haciendo realidad aquello de que “donde las dan las toman” o de que “los pájaros se tiran a las escopetas”, hay un puñado de insectos que le han dado la vuelta a la tortilla, recordándonos que estos los cazadores pueden convertirse en presas.

Cada vez que he encontrado una población de sarracenias en su ambiente natural, llamaba mi atención unas curiosas manchas en sus hojas que recordaban mucho a lo que las orugas de muchos insectos comedores de hojas dejaban como huella de su deambular digestivo. Ahora, la búsqueda bibliográfica [1] me ha llevado a conocer lo que he aprendido acerca de unas mariposas cuyas larvas se atreven a devorar a los temibles devoradores de insectos. Aquí lo resumo.

Hay tres especies de mariposas nocturnas del género Exyra que no existirían si no fuera por las plantas jarra de género Sarracenia. Dos de ellas, E. ridingsii y E. semicrocea, viven exclusivamente en los pantanos del sureste de Estados Unidos, mientras que E. fax se puede encontrar muy al norte, en Terranova.

Adulto y oruga de Exyra semicroccea. Fotos.


Tanto las orugas como las mariposas adultas están físicamente adaptadas a vivir dentro del resbaladizo interior de las paredes de la jarra. Los análisis microscópicos de sus patas han revelado adaptaciones morfológicas especializadas que les permiten aferrarse a las paredes resbaladizas de las hojas de las sarracenias. Las orugas también se benefician de su capacidad para fabricar hilos de seda con los que, a la manera de los escaladores, se aferran a las paredes de las jarras.  Curiosamente, cuando están posadas en el interior sus hospedantes, las mariposas solo se colocan en posición vertical. Incluso cuando se aparean (lo que también ocurre dentro de la planta), lo hacen en un ángulo de 90 grados para que ninguno de los dos mire hacia abajo. Se piensa que deben permanecer en erguidos para que sus pies se adhieran correctamente a la pared cerosa.

 

Señales de herbivoría en Sarracenia flava.

Independientemente de la especie que estén devorando, las tres polillas se comportan de manera semejante a lo largo de su ciclo de vida. Las orugas nacen dentro de una jarra. Inmediatamente comienzan a alimentarse de la pared de su hospedante. Solo devoran las células interiores de la pared de la jarra, dejando una fina capa de tejido en la pared exterior. Eso hace que la jarra parezca cubierta de un mosaico de ventanas marrones translúcidas. En algún momento de su vida, las orugas también fabrican una malla de seda en la boca de la jarra. Hacerlo sirve para protegerlas de depredadores como las arañas linces, a la vez que reduce la capacidad de las sarracenias para capturar nuevas presas.

A medida que las orugas crecen, se trasladan a otras jarras. Cuando alcanzan un buen tamaño, los daños que causan en las paredes de la jarra pueden resultar muy intensos haciendo que las paredes colapsen hasta el punto de que pierden su integridad estructural y se pliegan. Eso también sirve para intensificar la protección de la oruga frente a los depredadores y, al mismo tiempo, para reducir la capacidad de la planta para capturar presas. Después de su quinto estadio larvario, las orugas se trasladan a otra jarra nueva, que por lo general está indemne. En muchos casos, se arrastran hasta el fondo de la jarra, hacen un pequeño agujero en el costado para que drenen los peligrosos fluidos digestivos de la jarra. Luego, alejado el peligro de ser digeridas cuando sean adultas, se convertirán en crisálidas justo por encima del orificio de drenaje.

Después de un período de tiempo que varía según las especies, las crisálidas se transformarán en unas bonitas mariposas adultas vestidas en tonos amarillos y negros. Son unas mariposas muy cautas que no abandonan las jarras hasta el anochecer. Cuando emergen, solo lo hacen para aparearse y poner huevos en nuevas sarracenias.

Una oruga de Exyra en el interior de la jarra de Sarracenia flava.


Después de aparearse, la hembra pone sus huevos justo debajo de la boca de una jarra y el ciclo comenzará de nuevo. Se ha descubierto que, además de la necesidad de aparearse, el único estímulo que puede hacer que las mariposas abandonen sus refugios en el interior de las jarras es el humo. Eso se cumple a rajatabla en el caso de las especies sureñas, ya que las turberas en las que viven están sometidas a frecuentes incendios forestales. Si permanecieran en las jarras, es muy probable que poblaciones enteras de orugas y mariposas resultaran incineradas

No obstante, a pesar del peligro que representa cualquier incendio, el fuego es esencial para el ciclo de vida de las mariposas. Las turberas pantanosas donde viven las sarracenias no podrían persistir sin fuego. Cuando se suprimen los incendios, esos pantanos se colman con lodos y van siendo colonizados por una vegetación más agresiva formada por innumerables especies invasoras que crecen en esa región. A medida que los pantanos se cubren con arbustos y arbolillos, las sarracenias y otras especies de pantanos pueden desaparecer por completo. El fuego en esos hábitats trae más vida que muerte.

Dado que las jarras de las sarracenias funcionan como órganos fotosintéticos y como un medio para obtener nutrientes como nitrógeno y fósforo, es lógico pensar que el daño que les infringen las orugas podría dañarlas a largo plazo. De hecho, las altas densidades de orugas pueden cobrarse un alto precio en las poblaciones de plantas jarras.

Los estudios realizados en muchas zonas pantanosas han demostrado que, con el tiempo, las poblaciones de sarracenias muy dañadas pueden reducir su tamaño, lo que indica pérdida de reservas de energía. También se ha descubierto que las plantas muy dañadas producen más hojas jarras, lo que indica que estos especímenes están dando prioridad a una mayor captura de nutrientes. En ecosistemas ya caracterizados por la escasez de nutrientes, los efectos de la herbivoría que realizan las orugas sobre estas plantas carnívoras probablemente sean más graves que en las plantas que crecen en entornos ricos en nutrientes.

Sea como sea, hay un peligro mucho más real que afecta a las mariposas y a sus hospedadoras carnívoras.  Solo el 3% de los pantanos que existieron alguna vez en el sureste de Norteamérica han sobrevivido hasta hoy. La pérdida de hábitats significa menos poblaciones de plantas y, por lo tanto, menos hábitat para las mariposas (y para otra infinidad de otros organismos) que dependen de ellos. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.

1 Bibliografía: Carmickle, R.N. y Horner, J.D. (2019). Jones, F.M. (1921). Lamb, T. y Kalies, E.L. (2020). Lee, Jack y colaboradores (2016). Moon, D.C. (2008). Stephens, J.D. y  Folkerts, D.R. (2012). 

sábado, 13 de noviembre de 2021

La muerte de Prometeo


Si uno sale conduciendo desde California, para llegar a Great Basin National Park tiene que cruzar Sierra Nevada por Tioga Pass y luego, una vez dejado atrás Mono Lake, atravesar toda Nevada de oeste a este conduciendo a través de la US-50, la “Loneliest Road in America” (la “carretera más solitaria de América); son más de 600 kilómetros con rectas infinitas que conducen a través de un inmenso desierto helado en invierno y asfixiante en verano, desde Carson City, en las puertas de Yosemite, hasta Baker, punto obligado de acceso al Great Basin National Park.

Mientras que los turistas saturan Yosemite convirtiendo la placidez de la naturaleza en un insoportable alboroto más propio de un parque de atracciones, la soledad preside las cumbres de uno de los parques nacionales estadounidenses más hermosos y desconocidos, Great Basin, situado en los confines orientales de Nevada, muy cerca de la frontera con Utah, dos de los estados más áridos y despoblados de Estados Unidos. El parque nacional fue creado en 1986 como consecuencia de la presión ejercida por grupos conservacionistas que salieron en defensa de unos pinos que habían saltado a la fama como resultado de un lamentable episodio ocurrido en el verano de 1964.

La mañana del 6 de agosto de 1964, un aprendiz de científico de treinta años, Donald Currey, ascendía acompañado de tres hombres por un sendero que serpenteaba por las faldas de Wheeler Peak (4.011 m), la montaña más alta de Nevada. Uno de los hombres llevaba el uniforme oliváceo de los guardas del Servicio Forestal de Estados Unidos. Otro llevaba de las riendas una mula cargada con herramientas de leñador, mientras que el tercero portaba un equipo fotográfico para documentar el acontecimiento que Currey iba a protagonizar.


Aspirando durante varias horas el fresco aroma de los pinos piñoneros y las sabinas de Utah que impregnaba el aire puro de aquellas montañas aisladas de la civilización, los hombres llegaron jadeantes a la timberline, la línea imaginaria situada aproximadamente en la cota de los 3.200 metros, en la que los árboles se rinden al ataque de los vientos heladores y nada, salvo algunas plantas de un palmo de altura pegadas al suelo, lograba sobrevivir. Allí, en la inhóspita frontera entre el bosque de pinos y el páramo desolado, prosperaban contra toda lógica unos de los árboles más raros del mundo, los pinos aristados, cuyos retorcidos troncos llevaban casi cinco mil años contemplando las llanuras de Nevada.


El pino longevo (Pinus longaeva), también llamado pino aristado por las puntas que rematan las escamas de sus piñas, solo crece en algunas montañas del suroeste de Estados Unidos y siempre marcando el límite altitudinal de la vegetación arbórea. Los vientos dominantes, cargados de agujas de hielo en invierno y de granos de arena en verano, esculpen los troncos dándoles una forma nudosa, más horizontal que vertical, reflejo de su eterna batalla contra los elementos de la alta montaña. A barlovento, las partículas de hielo y arena arrastradas por el viento liman la corteza de los troncos y los pulen hasta el punto de que parecen petrificados en vida, como barnizados por las manos de un colosal ebanista.

La sequía y el frío limitan el crecimiento de los árboles que apenas superan los cinco metros de altura. Los árboles más robustos miden unos diez metros de alto y hasta seis de circunferencia, pero a menudo parecen leños secos y retorcidos cuyo único signo de vida son los penachos de hojas verdes que aparecen aislados, entre los cuales emergen las piñas púrpuras y aristadas.

Hace más de sesenta años, nadie soñaba con que ningún ser vivo pudiera vivir más de cuatro milenios y mucho menos que lo hiciera como un enano retorcido en las altas montañas de los desiertos americanos. Todo cambió en 1953, cuando Edmund Schulman, un dendrocronólogo (los científicos que datan las edades de los árboles) de la Universidad de Arizona, decidió explorar algunos árboles raros que crecían en las cumbres de las montañas White del centro de California.

Schulman buscaba árboles sensibles al clima, que eran algo así como unas estaciones meteorológicas naturales en cuyos leños se registran datos climáticos durante siglos. Los dendrocronólogos usan los anillos de los árboles como una forma de descubrir los misterios de los climas antiguos. Cada anillo de la sección de un tronco es una estación de crecimiento, un año.

Edmund Schulman al pie de un pino longevo en las montañas White (1954)


Contando los anillos se puede saber la edad del árbol. Si el anillo de un determinado año es grueso, el clima de ese año fue cálido y lluvioso; si el anillo es estrecho, significa que el árbol había “engordado” poco, señal de que el clima había sido frío y seco. Para contar y medir los anillos no es necesario cortar el árbol. Los expertos llevan consigo una barrena sueca, una especie de berbiquí con una aguja hueca del diámetro de una pajita, que permite extraer un delgado cilindro de madera, gracias al cual, usando una lente apropiada, se pueden examinar los anillos en la tranquilidad del laboratorio.

En 1953, Schulman trepó a más de 3.300 metros en las montañas White y extrajo una muestra del tronco del que se tenía por el pino más viejo del mundo. Los guardas le llamaban Patriarca. Los anillos sumaban 1.500 años. Varios de los vecinos del Patriarca también tenían un número similar de anillos. Durante las temporadas de campo de 1954 y 1955, Schulman volvió a sondar pinos aristados aún más viejos. «Por increíble que parezca, en 1956 sabía a ciencia cierta que allí había árboles de más de 4.000 años», escribió Schulman en 1956, un año crucial en su vida como investigador.

En el verano de 1957, Schulman había descubierto diecisiete pinos longevos que habían cumplido 4.000 años por lo menos. Nueve de estos crecían en una zona que denominaron Methuselah Walk (senda de Matusalén), en honor del árbol más antiguo conocido en el mundo, un pino de 4.676 años de antigüedad, al que llamaron Methuselah (Matusalén), un guiño a la figura más longeva de la Biblia. Mientras preparaba su definitiva expedición del verano de 1958, Schulman sufrió un ataque cardíaco que acabó con él a los 48 años.

En marzo de 1958, la revista National Geographic publicó el artículo que Schulman había escrito sobre su sorprendente descubrimiento. Aquellos pinos deformes, nudosos y retorcidos habían sido testigos mudos pero escrupulosos de varios milenios de sequías, inundaciones, y glaciares en retirada. Sus anillos ofrecieron a los científicos la oportunidad de reconstruir el clima local hasta fechas contemporáneas a la construcción de las pirámides egipcias.

Donald Currey, un estudiante de doctorado graduado en Geografía, esperaba explotar esta relación entre los árboles y la historia. Quería desarrollar una relación climática de la evolución glaciar del suroeste americano desde el año 2000 a.C. Su investigación se centró en las características geológicas de la cordillera Snake del este de Nevada, una cadena montañosa coronada por el imponente Wheeler Peak. Los pinos longevos de sus cumbres guardaban en sus anillos las claves temporales que Currey ansiaba analizar.

Bosquete de Pinus longaeva en las cumbres de Wheeler Creek. Al pie del considerado el árbol más viejo del mundo, Luis Monje, fotógrafo científico de la Universidad de Alcalá. Verano de 2011.

Cuando preparaba su trabajo, a Currey ni se le pasaba por la imaginación que pudiera encontrar ejemplares más viejos que los que había visto en el artículo de National Geographic. En el verano de 1964 tropezó con algo inesperado. Un grupo de árboles que crecía en una zona conocida como Wheeler Peak Scenic Area parecía contener árboles tan viejos como lo que había descrito Schulman. Entusiamado, comenzó a tomar muestras de los árboles utilizando su barrena sueca de veintiocho pulgadas. Día tras día, llevando su cuaderno y su barrena, trepó por el suelo rocoso que rodeaba a los pinos, recogiendo muestras que luego podría analizar con un microscopio.

El ejemplar anotado con el número WPN-114 era el más espectacular que encontró. Anotó los datos: «una copa muerta de 5,1 metros, un brote vivo de 3,3 metros de alto y una circunferencia de 6,4 metros a medio metro sobre el suelo». Anotó también que la corteza del árbol, que era necesaria para su supervivencia, estaba únicamente «presente en una sola franja de medio metro de ancho, orientada hacia el norte». Los vientos y la arena habían desgastado el resto. Pero el árbol estaba vivo y seguía produciendo penachos compactos de hojas como agujas.

Intentó perforarlo, pero la barrena se rompió. Lo intentó de nuevo y rompió la barrena de repuesto. Sin su equipo, no tenía nada que hacer. Ese viejo ejemplar estaba ante él, sus anillos guardaban los secretos de varios miles de años de cambio climático, y no tenía forma de estudiarlo, al menos con sus barrenas. Descendió hasta Baker y se dirigió al guarda del Servicio Forestal del distrito, al que explicó que quería cortar el WPN-114 para estudiar la sección transversal directamente. En ese momento, cortar árboles para la investigación dendrocronológica no era infrecuente; incluso Schulman había dejado escrito en National Geographic que había seccionado tres muestras, aunque ninguna de Matusalén. El guarda consultó con su supervisor al que comunicó que el árbol «era como muchos otros y no era del tipo que el público visitaría». El supervisor pensó que serviría mejor a la ciencia y a la educación y decidió que podía talarse.

A eso se disponían esa mañana del 6 de agosto. Cuando llegaron a WPN-114, varios hombres se turnaron para cortar el árbol. Transcurridas unas horas, no quedaba nada más que el enorme tocón que aparece en la fotografía. De vuelta al laboratorio, Currey puso las muestras preparadas en su microscopio y comenzó a contar los anillos. Hizo un descubrimiento sorprendente. En la sección de WPN-11 había 4.844 anillos, casi doscientos más que en el Matusalén. WPN-114 había sido cortado varios pies por encima de su base, por lo que no habían podido acceder a algunos de los primeros anillos. El árbol podría haber tenido fácilmente cinco mil años.

El treintañero Currey había derribado el árbol más antiguo que se haya descubierto jamás: un organismo que ya tenía casi 4.500 años cuando Colón llegó a La Española, estaba en plena madurez cuando César gobernó Roma, y comenzó su vida cuando los sumerios crearon el primer lenguaje escrito de la humanidad. Al año siguiente, Currey publicó su descubrimiento en la revista Ecology. El artículo de tres páginas, escrito con un desapasionado lenguaje científico, reconocía que WPN-114 era el árbol más antiguo registrado, pero, poniéndose la venda antes que la herida, pronosticó que futuras investigaciones encontrarían especímenes mucho más antiguos.

Este tocón en la cima de Wheeler Peak es todo lo que queda de Prometeo.


Sin embargo, lo único que el futuro realmente produjo fue una crítica cada vez más enconada sobre por qué se permitió que se talara el WPN-114. El guarda forestal que había afirmado que el árbol no tenía ningún interés se había equivocado. Los conservacionistas sabían de él y, de hecho, era conocido como Prometeo. Los conservacionistas afirmaron que el Servicio Forestal había actuado imprudentemente al consentir la tala. 

La leyenda de que un miembro del equipo de Currey había muerto cuando cargaba una rodaja de Prometeo por Wheeler Peak corrió como la pólvora sugiriendo que el árbol había cobrado su vida para remediar la injusticia. Varios dendrocronólogos atacaron a Currey, al que consideraban como un estudiante ignorante que no sabía cómo manejar una barrena y no tenía ninguna razón científica para trabajar con en ese árbol en particular.

El debate nunca cesó. Treinta y dos años después del suceso, en 1996, el guarda que autorizó el corte redactó un memorándum para rebatir los rumores y el propio Currey estuvo concediendo entrevistas exculpatorias hasta su muerte en 2004. Los únicos hechos en los que parecía haber acuerdo era que a WPN-114 lo habían matado intencionadamente. Cada año que pasó desde entonces sin el hallazgo de un pino más viejo hizo crecer la leyenda de Prometeo y con ello el debate sobre su tala. Nunca se repitió la tala de un solo pino longevo. Currey incluso se convirtió en uno de los principales defensores de protección de la región que contenía los pinos. Estos esfuerzos ayudaron a crear en 1986 Great Basin National Park, que incluye la totalidad de Wheeler Peak.

Hoy todos los pinos longevos de los escasos lugares en los que viven desde California a Nevada, estén vivos o muertos, gozan de protección federal. Gracias a estas medidas, los viejos pinos pueden continuar luchando su eterna batalla contra los elementos grabando silenciosamente el mundo que los rodea a medida que envejecen.

De Prometeo, que sigue siendo el árbol más antiguo jamás descubierto, todo lo que queda es un tocón sin marcar y una nota al pie de la historia. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca.