lunes, 6 de diciembre de 2010

Crónicas marcianas


-Es bueno renovar nuestra capacidad de asombro-dijo el filósofo-. Los viajes interplanetarios nos han devuelto a la infancia. Ray Bradbury (Crónicas marcianas).


Si el epítome contemporáneo del género son las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, el abuelo de la literatura de ciencia ficción y de la vida extraterrestre es, con todos los honores, el sofista epicúreo y cínico Luciano de Samósata, que hace dieciocho siglos escribió un relato, La historia verdadera, en el que viaja a la Luna navegando en un barco arrastrado por una providencial tromba de agua y allí, entre otras maravillas, observa a los selenitas -que carecen de ano- hilar los metales y el vidrio para hacer trajes, beber zumo de aire, quitarse y ponerse los ojos y dar a luz en vez de las mujeres, ya que se casan hombres con hombres.

En pleno Renacimiento, Ludovico Ariosto en Orlando furioso, y algo más tarde, en el Barroco, Kepler en su Somnium Astronomicum, Cyrano de Bergerac en un viaje imaginario a la Luna que él mismo protagoniza en El otro mundo, y el religioso, naturalista y criptógrafo inglés John Wilkins en un libro de prolijo título: Descubrimiento de un Mundo en la Luna, discurso tendente a demostrar que puede haber otro Mundo habitable en aquel Planeta, con un apéndice titulado Discurso sobre la posibilidad de una travesía, alimentaron el mito de la vida extraterrestre que ellos situaban en la Luna, porque no podían situarla en Marte, un planeta cuya existencia habían pronosticado los cálculos orbitales de Galileo, pero que no fue descubierto hasta bien entrado el siglo XVII, cuando el astrónomo holandés Huygens, con la ayuda de su compatriota el filósofo y óptico Benedict Spinoza, pulió unas perfeccionadas lentes que le sirvieron para ser el primer hombre en avistarlo.

Cada treinta años aproximadamente, Marte y la Tierra coinciden en aquellos puntos de sus órbitas respectivas en que estas se acercan más una a la otra. Cuando esto ocurre, como sucedió en 1877, Marte se halla a “tan sólo” unos 55 millones de kilómetros de la Tierra, una magnífica oportunidad para que los astrónomos lo estudien minuciosamente, algo que, como muchos otros colegas, se dispuso a hacer aquel año el italiano Giovanni Schiaparelli, aunque su exceso de celo y el afán de pasar a la posteridad hicieron que se le fuera la mano. Schiaparelli creyó observar unas líneas finas, que corrían desde los polos al ecuador marciano, a las que bautizó como canali, porque lo que el astrónomo italiano quería señalar un tanto ladinamente era la apariencia de sistema sanguíneo o irrigante de los canali. Que se relacionase a los canales de Marte con obras civilizadas fue una predecible consecuencia del momento tecnológico que se vivía, porque por aquel entonces se estaban abriendo gigantescos canales para la navegación en todo el mundo, entre otros los de Suez y Panamá, cuya magnitud ciclópea tenía pasmada a la humanidad.

El asunto de los canales despertó la calenturienta imaginación de mucha gente, especialmente del multimillonario norteamericano Percival Lowell, que estaba tan atolondradamente entusiasmado con la idea de una civilización marciana que en 1894 construyó su propio, moderno y costosísimo observatorio en Arizona. Dedicado en cuerpo y alma a la astronomía, el diletante, especulativo y un tanto delirante Lowell empleaba gran parte de su tiempo y casi toda su fortuna persiguiendo la existencia de civilizaciones inteligentes en Marte, una obsesión muy embarazosa para su aristocrática familia bostoniana. 
Después de cuatro años de inútiles observaciones astronómicas, la literatura envió un balón de oxígeno para Lowell: en 1898 H. G. Wells publicó su memorable novela La guerra de los mundos, inmediatamente convertida en un superventas literario. Cuarenta años después, el 30 de octubre de 1938, Orson Welles adaptó la novela en un guión que se convirtió en la emisión radiofónica más famosa de todos los tiempos.

Como le sucedió a Alonso Quijano con los libros de caballerías (por cierto, don Quijote nunca creyó en el imaginario vuelo orbital que, a lomos de Clavileño, le endilgaron los bromistas duques en la segunda parte de El Ingenioso Hidalgo), lecturas como las que he mencionado habían convencido a Lowell no sólo de que había vida en Marte, sino que, además, era vida inteligente: una sabia y antigua civilización había construido esos canales para drenar agua de los helados casquetes polares y abastecer así a las sedientas y desesperadas ciudades edificadas en la zona ecuatorial de un planeta que se estaba desertizando. La prensa vino en su ayuda. El 27 de agosto de 1911 la sección Maravillas del cielo del prestigioso New York Times abría con un gran titular: «Los marcianos han construido dos inmensos canales en dos años. Estos vastos trabajos de ingeniería han sido llevados a cabo en un tiempo increíblemente corto por nuestros vecinos planetarios». Y continuaba la información con este tenor: [los canales] «son tan grandes que, a su lado, el Cañón del Colorado sería una nimiedad». Así llegó el gran momento mediático de Lowell y la popularidad de sus tres libros sobre Marte que hasta entonces habían pasado desapercibidos para el gran público.

Tras los avances de la Era Espacial en la segunda mitad del siglo XX, y después de que las investigaciones de Kuiper demostraran que la atmósfera de Marte era una mortífera mezcla gaseosa, cualquier posibilidad de vida que fuera más allá de las formas microbianas más simples quedó desvanecida. Luego de un viaje de algo más de ocho meses, la última sonda en llegar a Marte, la Phoenix, se posó en las gélidas superficies del norte marciano el 26 de mayo de 2008. Las impresionantes imágenes del amartizaje, televisadas en directo a todo el mundo, quedaron mediáticamente tapadas por la casi simultánea aparición del número de 30 de mayo de la revista Science que, en poco más de dos páginas, y gracias a los resultados de la investigación de tres biólogos de Harvard liderados por Nicholas Tosca, descartaban la posibilidad de que hubiera existido vida marciana: el líquido imprescindible para sostener la vida, el agua, sobre cuya existencia se habrían centrado las expectativas de vida en Marte hace millones de años, era una salmuera hipersalina, un caldo absolutamente incapaz de albergar el origen de formas de vida similares a las terrestres.

El exceso de sal es mortal para la vida microbiana, algo que saben en los hombres desde muy antiguo: el mismo efecto que conservaba el pescado antes de la invención de los modernos congeladores o que cura los deliciosos jamones conservando los perniles en salmuera, provocando con ello su deshidratación y evitando de paso las infecciones microbianas, habría impedido también que surgieran microbios precursores de formas de vida más evolucionadas y complejas en el planeta rojo. Pero que no pierdan la esperanza los nostálgicos de la vida marciana. El pasado 3 de diciembre un artículo publicado de nuevo en Science (www.sciencemag.org/cgi/content/abstract/science.1197258) ha reabierto de nuevo el debate sobre las posibilidades de vida en ambientes que ahora resultan letales para la vida. Del uso del venenoso arsénico como fuente de vida me ocuparé en la próxima entrada.