domingo, 15 de mayo de 2011

La delinqüència parla castellà




En la última década España ha pasado de ser un país de emigración a convertirse en receptor de flujos migratorios. En enero de 2000 había en España 923.000 personas con nacionalidad extranjera, sobre una población de 40,4 millones de habitantes. En 2010 esta cifra se había sextuplicado hasta superar los seis millones de extranjeros residentes respecto de una población de 45 millones. Así, los residentes extranjeros han pasado de ser el 2,3% a representar el 12,2% de la población total en España.  

En otra entrada de este blog (23 de octubre de 2010) me ocupé de Las uvas de la ira, el conocido libro del novelista estadounidense John Steinbeck, Premio Nobel de Literatura de 1962. En los tiempos que corren, cuando algunos han caído en la cuenta de que las empresas se han beneficiado, y mucho, de la inmigración, mientras que el Estado es finalmente el que se encarga de mantener a cientos de miles de trabajadores desempleados, aquella entrada sigue teniendo pleno vigor. La relectura de Las uvas de la ira, un libro duro e ingrato pero también un espléndido documento periodístico es todo un antídoto frente a los movimientos xenofóbicos que políticos populistas agitan estos días en Cataluña mientras la caverna aplaude.

Los inmigrantes aportan mucho más de lo que cuestan al Estado, aunque existe una percepción totalmente contraria en la sociedad debido al «desajuste entre los impuestos y contribuciones sociales generados por los mismos y su distribución territorial», sintetiza el estudio Inmigración y Estado de Bienestar en España que, financiado por la Fundación la Caixa, fue presentado en la primera semana de mayo. Este estudio refleja que los extranjeros han permitido contención salarial, incorporación de la mujer al mercado laboral y cinco años sin déficit en las pensiones. Los inmigrantes aportan hasta tres veces más de lo que reciben, asegura el informe. Menos del 1% de los que se benefician de las pensiones son extranjeros y de ellos más de la mitad tiene nacionalidad europea. También acuden a las consultas de atención primaria un 7% menos que los españoles, y un 16% menos al médico especialista. El 30% de los inmigrantes en España son pobres, frente al 18% de españoles que se encuentran en esta situación. No obstante, sólo un 6,8% de las intervenciones de los servicios sociales se dirigen a la población inmigrante y la proporción del gasto sanitario que absorben equivale a poco más del 5% del total. Por el contrario, se calcula que la  alta tasa de actividad de los inmigrantes contribuirá a retrasar en cinco años la entrada en déficit del sistema de pensiones, además de frenar el envejecimiento de la población.

El 50% del superávit de las finanzas públicas en los años de mayor crecimiento correspondió a impuestos y contribuciones sociales aportados por la inmigración. Sin embargo, la crisis ha castigado duramente a estos colectivos, que en la actualidad sufren tasas de desempleo superiores al 30%. Según las conclusiones del informe, el gran beneficiario es la Administración central, mientras que las locales y autónomas tienen dificultades para adaptar los servicios públicos al aumento de población inmigrante. Este es el principal motivo por el que existe una percepción contraria entre los autóctonos que explica, en parte, el rechazo creciente hacia los inmigrantes cuando vienen épocas de crisis, porque ha existido una lenta adaptación de las administraciones a la nueva demanda. Más de la mitad de los españoles percibe al inmigrante como un competidor en el acceso a prestaciones y servicios sociales. Si en un ambulatorio de barrio con alta concentración de extranjeros, por ejemplo, una persona que ha vivido allí toda su vida tiene que esperar más días para conseguir una cita, atribuye el retraso a la presencia de inmigrantes, en lugar de a las administraciones que no han proporcionado los recursos necesarios. El informe advierte que estas actitudes pueden aumentar en los próximos años, con el envejecimiento del colectivo y el incremento de las peticiones de ayudas y servicios. Este tipo de apreciaciones son alimentadas por los partidos de extrema derecha, que propagan ideas xenófobas y están ganando terreno en varios países europeos.

Este error de perspectiva está marcando en gran medida el debate político y ciudadano sobre la inmigración, planteándolo como una alternativa entre los partidarios de la solidaridad con los más desfavorecidos y los de una reacción defensiva pretendidamente más realista. Desde todas las posiciones políticas se dio por hecho que lo que empujaba a los trabajadores extranjeros a venir a España era la penosa situación de sus países de origen. Indudablemente así era, porque que nadie con posibilidades de prosperar en su propio ámbito se lanza a una aventura incierta en un país desconocido. Pero, aupados en la cresta de la ola de la economía boyante vinculada a la forma en la que se produjo el crecimiento español entre 1990 y 2008, faltó por analizar que la economía sumergida representa el 25% del PIB español. Desde la visión de un candidato a inmigrar, ello suponía que las posibilidades de encontrar empleo en España, de por si muy elevadas por la tasa de crecimiento, eran independientes de la forma en que se llegara al país. Si se hacía con papeles, era fácil acceder a un empleo legal; si se entraba de forma clandestina, el sector sumergido y el dinero negro seguían ofreciendo mejores oportunidades que las depauperadas economías de origen.

El estallido de la crisis financiera internacional en 2007, inevitablemente transmitida a la economía real, supuso un cambio de tendencia en los flujos migratorios hacia España. La construcción, hipertrofiada como consecuencia de la colosal burbuja inmobiliaria, fue el sector más castigado por la crisis. Puesto que se trataba de uno de los sectores que, junto a los servicios y a la agricultura, más trabajadores en situación irregular absorbía, su descalabro produjo un desmesurado nivel de paro entre los trabajadores extranjeros y el acelerado declive en el número de inmigrantes. Como en otros países de Europa, el debate político se trasladó a un escenario de luces y sombras que amenaza la vigencia del Estado de derecho. 

Carteles ultraderechistas con la leyenda «Los españoles primero. Ni uno más», abundan por las calles españolas. En Cataluña, el Partido Popular no deja de anunciar medidas propias del populismo xenófobo. Ahora no se busca tanto exhibir la "mano dura" contra las trabajadores extranjeros en situación irregular como de idear fórmulas tan alambicadas como intolerables para privar de los derechos sociales adquiridos a los que desarrollaron su actividad legalmente. 

Allá por los años sesenta del siglo pasado, con la ciudad inundada de inmigrantes andaluces, extremeños y castellanos, una pintada que campaba por las calles de Barcelona rezaba «La delinqüència parla castellà». Como ocurre ahora, cierta parte de la sociedad –todavía minoritaria, pero susceptible de aumentar si se la domestica con mensajes adecuados- ha considerado que llegar a un país te convierte automáticamente en sospechoso, sobre todo cuando se llega sin riqueza que dar y con algo que pedir, aunque solo sea mendigar por el castigo bíblico de ganar el pan con el sudor de la frente.