miércoles, 4 de enero de 2012

Un país de viceversas

En este país de los viceversas, todo es posible menos tener memoria.
Rafael Pérez del Álamo (Apuntes sobre dos revoluciones andaluzas, 1872)

Enero primaveral en los campos de la Baja Andalucía. En Cádiz, los pueblos blancos se encaraman por los escarpes de rojas areniscas desde las que en esta mañana brumosa se divisan los campos de algodón y las negras siluetas de los toros que pastan en la reverdecida hierba de la campiña. En Arcos de la Frontera, con sus calles empinadas que trepan por el cerro cárdeno, el cementerio está enjalbegado con la misma cal que blanquea el caserío. Un humilde nicho, tapado por una lápida cubierta de verdín y musgo, con las juntas descarnadas por el paso del tiempo, lleva grabada la fecha -15 de enero de 1911- de la muerte de Rafael Pérez del Álamo, un idealista honrado al que la muerte sorprendió en la pobreza pero al que nunca le faltaron amigos y seguidores. 


Pérez del Álamo un modesto albéitar herrador y un honesto activista político, encabezó la “Revolución de Loja”, uno de los más sonados acontecimientos revolucionarios vividos por nuestro país en el siglo XIX, que intentó levantar los campos de Andalucía con un bando que proclamaba: «Ciudadanos: todo el que sienta el sagrado amor a la libertad de su patria, que empuñe un arma y únase a sus compañeros: el que no lo hiciere será un cobarde o un mal español. Tened presente que nuestra misión es defender los derechos del hombre respetando la propiedad, el hogar doméstico y todas las opiniones». 


Con tal proclama asumía el liderazgo de una idea delirante pero posible: encender la mecha de una revolución política capaz de derrocar al régimen de Isabel II, una monarquía decadente y corrupta, políticamente manejada desde las bambalinas por la viuda de Fernando VII, la exreina regente María Cristina y su amante Muñoz, convertidos ambos en saqueadores de la hacienda española con la inestimable ayuda del marqués de Salamanca, y por una corte moralmente degradada de curas trabucaires, monjas visionarias, amantes reales que actuaban de validos omnipotentes y espadones siempre dispuestos a sentar la mano sobre las espaldas de un pueblo explotado, sin derechos, humilde e iletrado: nueve de cada diez españoles era analfabeto. El movimiento encabezado por Pérez del Álamo, que Galdós noveló en La vuelta al mundo en La Numancia, uno de los Episodios Nacionales, fue el precedente inmediato de “La Gloriosa”, la revolución de 1868 que acabó definitivamente con aquella valleinclanesca y rijosa “corte de los milagros” retratada en las viñetas erótico-satíricas de los hermanos Bécquer. 


Una fotografía del cabecilla revolucionario, al que Bernaldo de Quirós llamó el “Espartaco andaluz”, lo muestra alto e imponente, la barba blanca y poblada, la frente poderosa bajo la que destacan unos ojos que muchas veces tuvieron que llenarse de lágrimas, otras encenderse de ira y siempre brillar con los fulgores del ideal. Es la misma mirada encendida y febril de otros revolucionarios honestos. Es la misma mirada que puede verse en los daguerrotipos de Garibaldi, Targhini y Montanari, los caudillos del movimiento carbonario que inspiró el proceso de unificación italiana, el mismo que sirvió de modelo organizativo, conspirativo e insurreccional a los jornaleros andaluces comandados por el veterinario de Loja. 


Dentro de un entorno internacional marcado por profundas transformaciones sociales que condujeron a la creación de la Primera Internacional, el campo andaluz vivía tiempos de desigualdad social y de incultura, de una economía rural escasamente productiva, de pocos propietarios y muchos siervos, de escasez y de caciquismo. Tiempos de obligaciones sin derechos. Son tiempos también de una conciencia social y de clase creciente; tiempos de contestación a la monarquía que simboliza la secuela del Antiguo Régimen, freno de las aspiraciones liberales y democratizadoras de una buena parte de la sociedad española. Entre los anhelos de pan y trabajo de la población más desfavorecida y los objetivos políticos del perseguido progresismo nacional, Pérez del Álamo encabezó una sociedad secreta clandestina que contó con miles de militantes repartidos por las provincias de Granada, Málaga y el sur de Córdoba, y que sólo en Loja agrupaba a cerca de tres mil seguidores, lo que le otorgaba una enorme capacidad de acción social.


Al igual que la revolución de 1830 en París y el nacimiento de Bélgica como nación, la Revolución de Loja estalló durante la representación de una ópera. A las cinco de la tarde del sábado 29 de junio de 1861, el público del teatro de Loja aguardaba el comienzo de una zarzuela cuando el corregidor José Henríquez entró a informarles de que la función había sido suspendida y que debían regresar inmediatamente a sus hogares. El día antes, al grito de "¡Viva la República y muera la Reina!", un numeroso grupo de jornaleros había asaltado el cuartel de la Guardia Civil de Iznájar sin derramar una sola gota de sangre. Desde allí, Pérez del Álamo proclamó su bando y los sublevados marcharon sobre Loja, la capital comarcal y segunda ciudad más grande de la provincia de Granada. El domingo, Pérez del Álamo y seis mil hombres más llegaron jubilosos a Loja al son del himno liberal de Riego interpretado por las bandas municipales de ambos pueblos.


Sin desmanes, sin abusos y sin violencia gratuita, la tropa revolucionaria se atrincheró en la ciudad y resistió los reiterados intentos de asalto de las fuerzas gubernamentales enviadas desde Granada. Cinco días después, conscientes de que la chispa revolucionaria no había prendido en otras ciudades e incapaces de resistir un asedio que amenazaba con ser reforzado por la artillería, los revolucionarios más comprometidos iniciaron una huida por la sierra de Loja que concluyó con el abatimiento o la detención de los insurrectos. 


Tras el indulto general de los encausados, un año después de los sucesos de Loja, acosado por la presión judicial, económica y social a la que lo someten los moderados lojeños que no olvidan ni perdonan, Pérez del Álamo enfrentó la última etapa de su vida en Arcos de la Frontera, en la que falleció como consecuencia de una pulmonía gripal. Al funeral acudió el Ayuntamiento en pleno y una buena parte de los vecinos de la localidad. Diez años después, una suscripción popular recaudó las ciento cincuenta pesetas necesarias para garantizar el derecho a perpetuidad del humilde nicho en que, aún hoy, reposan sus restos mortales.


El tratamiento dado por la historia a la figura de Rafael Pérez del Álamo no ha sido distinto al concedido a otros muchos perdedores: ostracismo, demérito y olvido. Todos tenemos una doble muerte. La primera no es definitiva, uno se muere y durante algún tiempo está vivo en el recuerdo de algunas personas. La segunda muerte sí es verdadera y se produce cuando ya no queda ningún vivo a cuya memoria pueda aferrarse el muerto. 


Por eso, evocar a los muertos respetables no es una simple narración de los hechos, es un imperativo ético y una obligación moral.