sábado, 27 de octubre de 2012

El viaje alucinante del teniente Blassie


Un científico inventa una fórmula que permite reducir el cuerpo humano a un tamaño microscópico durante un tiempo ilimitado. Cuando se dispone a entregarla al Pentágono, unos agentes enemigos provocan un accidente que le causa un trombo cerebral que le deja incapacitado. Las Fuerzas Disuasorias de Miniaturas Combinadas ponen en marcha un plan para operarlo. Un submarino con varios tripulantes es reducido a tamaño microscópico e inyectado en el sistema circulatorio del científico con el propósito de que los miniaturizados tripulantes deshagan el trombo in situ. Ese es el argumento de la película Viaje Alucinante, del prolífico director Richard Fleitcher.

La cinta no es precisamente memorable, salvo por un pequeño detalle: se estrenó en España cuando uno tenía catorce años, edad en la que del cuerpo escultural de Raquel Welch, embutido en un traje que ceñía estrechamente sus curvas, resultaba más que turbador. Cuando la intrépida Raquel abandona el submarino para tomar una muestra de tejido, es atacada por una legión de anticuerpos que se adhieren a su traje de buceo. En la escena siguiente, la película alcanza su clímax erótico cuando la tripulación se abalanza golosamente sobre ella para arrancar los anticuerpos que cubren su voluptuosa anatomía.

Si la jibarizada tripulación pudo hacerlo, nosotros también. No, no me refiero a abalanzarnos sobre una mujer despampanante. Hablo de introducirnos en una célula humana. Lo podemos hacer con la ayuda de un microscopio. Elijan la célula que ustedes quieran. En sus cuerpos tienen 100 billones para elegir. En realidad, para nuestros propósitos debemos descartar unos cinco billones de glóbulos rojos que, como carecen de núcleo y mitocondrias, no nos sirven para encontrar el código de la vida, el ADN.

Elijamos otra célula humana cualquiera, penetremos a través de su membrana y echemos un vistazo a su interior. Hay todo un universo de orgánulos que se mueven entre el citoesqueleto, cuyos filamentos se encargan de sostener la célula. Para nuestros propósitos basta con fijarnos en dos de esos orgánulos. La gran esfera que domina el paisaje celular es el núcleo, en cuyo interior hay una maraña de filamentos, los cromosomas: larguísimas moléculas de ADN nuclear (ADNn) y proteínas. Las formas alargadas que aparecen por todas partes son las mitocondrias, que encierran también filamentos de un ADN especial (ADNm), lo que las distingue del resto de los orgánulos celulares carentes de cromosomas.

Las características del genoma mitocondrial son muy semejantes a las del genoma nuclear, salvo en lo que se refiere a su mucho menor tamaño. El ADNm posee 16.569 pares de bases, una cantidad irrisoria comparada con los 6.000 millones de pares del ADNn. Como es pequeñito, en experimentos de ingeniería genética se manipula mucho más fácilmente que el nuclear. El ADNm se transmite directamente de las madres a su descendencia, sin que se produzcan las recombinaciones que caracterizan a la mezcla entre el ADNn procedente de los espermatozoides y el procedente de los óvulos. En ausencia de recombinación, los únicos cambios en el ADNm que se presenten en un determinado linaje se deben exclusivamente a mutaciones acumuladas a lo largo de multitud de generaciones. Sabemos que aproximadamente cada 10.000 años se produce una mutación en una de las bases del ADNm. Es decir, la diferencia entre una mujer que hubiera nacido hace 50.000 años y un descendiente directo por vía materna que viviera en la actualidad sería de cinco bases. Así las cosas, el ADNm de un hijo es, con casi absoluta seguridad, idéntico al de su madre.

El 11 de mayo de 1972 el teniente Michael Joseph Blassie empezó su particular viaje alucinante. Blassie, piloto del 8º Escuadrón de Operaciones Especiales de las Fuerzas Aéreas, pilotaba su caza-bombardero A-37 Dragonfly en una operación de castigo al Vietcong. Llevaba su avión cargado de napalm, la mortífera gasolina gelatinosa que debe ser lanzada en vuelo bajo, lo que convierte a los aviones en un blanco fácil para las baterías antiaéreas. Los disparos de una ametralladora de 22 mm abatieron el Dragonfly de Blassie que, convertido, en una bola de fuego, se estampó contra el suelo. En la hoja de servicios del joven teniente se anotó la frase “Fallecido en combate. Cuerpo no encontrado”. 

Dos meses más tarde una patrulla recogió en el cráter que había dejado el avión al estrellarse unos cuantos huesos, unos restos de un traje de piloto, una funda de pistola y poca cosa más. Los restos fueron enviados al Laboratorio de Identificación del Ejército. Los forenses militares, que por entonces solo podían identificar restos si existían huellas dactilares o fichas dentales (lo que obviamente no era el caso), hicieron poco más que archivar los restos en la morgue con la etiqueta “Desconocido. Referencia X-26”.

En 1984, el Departamento de Defensa decidió incorporar al mausoleo de los soldados desconocidos del Cementerio Nacional de Arlington algún militar caído en Vietnam. Cuando se solicitaron al laboratorio forense restos no identificados, alguien seleccionó la bolsa X-26. Los huesos fueron introducidos en un bonito féretro de caoba que, envuelto en la bandera y acompañado de una escolta militar en uniforme de gala, fue trasladado hasta el Capitolio en Washington. El túmulo funerario fue visitado por miles de curiosos antes de que el féretro fuera trasladado a Arlington, donde el 11 de julio de 1998 se celebró un solemne funeral presidido por el presidente Reagan, quien dedicó un bonito discurso al soldado desconocido antes de imponerle la Medalla del Honor del Congreso. De haberlo podido ver, Blassie hubiera estado encantado. 

Mientras que Reagan hacía su discurso, el genetista inglés Alec Jeffrey y sus colaboradores de la Universidad de Leicester hacían algo más útil: redactaban un artículo para la revista Nature, en el cual se proponía una nueva y revolucionaria técnica de identificar personas y establecer relaciones de parentesco. Mediante dicha técnica, de la que les ahorro los detalles, se obtiene como resultado una placa radiográfica donde se observan bandas de ADN que recuerdan el código de barras de las mercancías. Tal y como sucede con las huellas dactilares, cada individuo presenta un patrón específico de bandas y no se encontrará en todo el planeta otra persona que presente exactamente el mismo patrón. 

Como las bandas se heredan de padres a hijos, todas las bandas que aparecen en la huella genética de una persona tienen que estar presentes en las huellas de alguno de sus padres. Esto viene de perillas para establecer relaciones de parentesco, para  la identificación de restos anónimos y para el establecimiento de culpabilidad o inocencia en casos criminales. Naturalmente, cuando se logró la técnica para descifrarlo, la identificación se hace a través del ADNm, mucho más seguro (si cabe) que el ADNn para establecer las relaciones de parentesco.

En 1994, un artículo publicado en la revista U. S. Veteran Dispatch alertó a la madre de Blassie de que era probable que los restos depositados en la tumba al soldado desconocido de Arlington fueran los de su hijo. Reclamó y reclamó hasta que las autoridades de Defensa accedieron de mala gana a la exhumación. El ADNm obtenido de los huesos se comparó con el de la madre del teniente. ¡Blanco! No había duda: eran los restos Michael J. Blassie. 

A petición de la familia, los restos fueron llevados hasta el Cementerio Nacional Jefferson, cercano a San Luis, la ciudad natal de Blassie. Hasta el pie de su tumba y movido por la curiosidad, me he trasladado una lluviosa tarde de agosto para comprobar que allí yace un conocido soldado desconocido. El anverso de su lápida lo dice todo. 

domingo, 21 de octubre de 2012

Tecumseh y la Maldición de los Veinte Años



Tecumseh, caudillo shawni y famoso orador, era hijo de un jefe que murió combatiendo contra los colonos británicos en la batalla de Point Pleasant (1774), lo que marcaría para siempre su odio hacia los blancos. Había nacido en 1768 en Old Piqua, Ohio, y según una leyenda, su nacimiento había coincidido con el paso de un gran cometa, lo que fue interpretado por el chamán de su poblado como el nacimiento de un gran caudillo. Con estrella o sin estrella, lo cierto es que creció en el Territorio de Ohio durante la Guerra de Independencia Americana (1775-1783) y la Guerra India del Noroeste (1785-1795) por lo que conocía desde niño los avatares de la guerra, el poderío bélico de los blancos y la necesidad de establecer alianzas intertribales si querían detener sus avances.

Para Tecumseh: «Ninguna tribu puede vender la tierra. ¿No la hizo el Gran Espíritu para uso de sus hijos? La única salida es que los pieles rojas se unan para tener un derecho común e igual en la tierra, como siempre ha sido, porque no se dividió nunca». Fiel a esas ideas, Tecumseh quería crear un gran estado panindio situado entre el valle del Ohio y los Grandes Lagos, bajo protectorado británico. Su concepto básico era el de un socialismo utópico que plasmaba en uno de sus más famosos lemas: «La tierra pertenece a todos, para el uso de cada uno».

Cuando los Estados Unidos compraron Luisiana a los franceses en 1803, toda la región shawni cayó en sus manos. Un grupo de shawnis emigró a Texas, por entonces territorio español. Pero el grupo principal, comandado por Tecumseh, Halcón Negro y varios caudillos de otras tribus algonquinas, preparó una rebelión a gran escala. Enfurecido cada vez que los indios se veían obligados a ceder una gran porción de su territorio al Gobierno de los Estados Unidos, Tecumseh, acompañado por su hermano Tenskwatawa, un iluminado religioso más conocido como “El Profeta”, se dedicó a visitar a las tribus para animarlas a que se uniesen a la rebelión. En 1811 organizaron un gran encuentro indio en las orillas del río Tallapoosa, Alabama, donde consiguieron concentrar cinco mil guerreros –una concentración nativa nunca vista y que no volvería a repetirse hasta que Custer tuviera la desgracia de topársela en Little Big Horn- a quienes exhortó: «¡Que perezca la raza blanca!. Nos roban las tierras; corrompen a nuestras mujeres, pisotean las cenizas de nuestros muertos. Hay que marcarles un rastro de sangre para que regresen por donde vinieron».

Mientras tamaño contingente de guerreros se preparaba para la batalla y esperaba el mejor momento de atacar, Tecumseh viajó al sur en busca de más adhesiones. Mientras lo hacía, el gobernador de Indiana, William Henry Harrison y sus milicianos acamparon provocativamente al lado de los indios, concentrados en Tippecanoe el otoño de 1811. Desobedeciendo las consignas de su hermano y animado por sus alucinadas profecías, Tenskwatawa atacó el campamento de Harrison y fue estrepitosamente derrotado.

La batalla significó un gran golpe para la política de Tecumseh. Aunque Harrison consideró que su victoria era un golpe definitivo a la resistencia india, lejos de rendirse, Tecumseh, que había huido a Canadá, se alió con los británicos, que pronto estuvieron luchando de nuevo contra los estadounidenses, en la guerra de 1812. Los guerreros liderados por Tecumseh fueron derrotados definitivamente en octubre de 1813, en la batalla del Thames, Canadá, en la que murió Tecumseh y, con él, su sueño de unidad indígena. Tras su muerte, los pueblos delaware, miami, ojibwa y hurón firmaron rápidamente una paz desventajosa con los estadounidenses. Por su parte, el 28 de julio de 1814, los shawnis firmarían también un nuevo tratado por el cual se comprometían a ayudar a los Estados Unidos contra Gran Bretaña y, a cambio, se les reconocería como nación soberana.

William Henry Harrison, considerado héroe nacional por sus victorias contra los indios, fue elegido como el noveno presidente de los Estados Unidos a los 68 años, una edad sólo superada por Ronald Reagan que fue elegido en 1980 a los 69 años. Pero mientras que Reagan estuvo ochos años como presidente, Harrison ostenta el récord de haber sido el presidente más efímero de toda la historia estadounidense: treinta y dos días. Cuando Harrison, orgulloso de su hoja de servicios, se presentó en 1841 como candidato a la Presidencia, en su campaña electoral habló más de sus hazañas bélicas que de su programa político. Lo eligieron. Agotado por la intensa campaña electoral, Harrison, todo un anciano para su época, no estaba en las mejores condiciones físicas, pero deseoso de demostrar su gallardía se empeñó en pronunciar su discurso de investidura al aire libre, en el frío invierno de Washington, a pecho descubierto, sin abrigo ni sombrero. Habló durante dos horas, tiempo suficiente para incubar una pulmonía que se lo llevaría a la tumba treinta y un días después. En su entierro muchos recordaron “la maldición de Tecumseh”, más conocida como la “Maldición de los Veinte Años”, lanzada en 1836 pero no por Tecumseh, sino por su hermano, Tenskwatawa. Ese año se celebraban las elecciones presidenciales y los candidatos eran Martin Van Buren, el vicepresidente de Andrew Jackson, y Harrison. 

Se dice que mientras Harrison posaba para un retrato y los presentes discutían el posible resultado de las elecciones, Tenskwatawa lanzó su profética maldición: «Harrison no ganará este año el puesto de Gran Jefe. Pero ganará la próxima vez. Y, cuando lo haga, no terminará su mandato. Morirá en su puesto». «Ningún presidente ha muerto en ejercicio», -apuntó uno de los presentes. «Yo les digo que Harrison morirá y, cuando él muera, se recordará la muerte de mi hermano Tecumseh. Ustedes piensan que he perdido mis poderes, yo que hago que el Sol se oscurezca y que los pieles rojas dejen el aguardiente. Pero les digo que él morirá y que, después de él, todo Gran Jefe escogido cada veinte años de ahí en adelante morirá también y que, cuando cada uno muera, todos recordarán la muerte de nuestro pueblo». 

En algunas cosas acertó. Aquel año resultó elegido Van Buren, que sólo tuvo un mandato porque perdió las elecciones de 1840 frente a Harrison quien, efectivamente, murió en ejercicio sin haber dormido una sola noche en la Casa Blanca. Veinte años después, en las elecciones de 1860, resultó elegido Lincoln, que también murió en ejercicio. Lincoln tomó posesión en 1861; veinte años después lo hizo James A. Garfield, quien apenas ocupó la presidencia un semestre, antes de resultar herido levemente en un atentado y rematado después por un equipo de médicos ineptos. Veinte años después, en 1901, el presidente William McKinley fue asesinado por el anarquista Leon Czolgosz. En 1921 le tocó el turno a Warren Harding, elegido vigésimo noveno por el partido Republicano, fallecido de un ataque al corazón durante el segundo año de su mandato. Veinte años después, en 1941, Franklin Delano Roosevelt fue reelegido por tercera vez; en 1945 falleció en su despacho mientras trabajaba. En 1961 resultó elegido John F. Kennedy, asesinado en 1963. A partir de él, afortunadamente, se rompieron los pronósticos de Tenskwatawa, aunque John Hinckley estuvo a punto de que se cumplieran cuando atentó contra Ronald Reagan el 30 de marzo de 1981, poniéndolo a las puertas de la muerte. 

Cuando George W. Bush tomó posesión el 20 de enero de 2001, supongo que cruzaría los dedos.

sábado, 20 de octubre de 2012

Northfield, Minnesota: Jesse James [no] la cagó aquí


Si a uno le gusta la vida plácida a lo Atticus Finch y sentarse en una mecedora en la esquina del porche para ver crecer el maíz o para leer a Mark Twain, Northfield, Minnesota, debe ser un buen lugar para vivir. El lema oficial del pueblo -"Vacas, colegios y satisfacción”- lo dice todo. Mientras logra hacer dos cosas al mismo tiempo, rellenar el depósito y masticar jerky, el empleado de la gasolinera me dice que ese es el lema oficial, aunque él, como el resto de los lugareños, prefiere otro: “Jesse James la cagó aquí”.

Un fin de semana cada año, el que sigue al primer lunes de septiembre, los pacíficos habitantes de Northfield se desmelenan y organizan un festival al que acuden multitudes de los alrededores (y algún viajero despistado, como yo). Disfrazados de vaqueros, preparan barbacoas mientras que las bandas locales tocan música country y la Teddy Bear Band distrae a los niños de cabellos rubios y ojos azules que, como la guía de teléfonos local, plagada de apellidos suecos, denuncian el origen escandinavo de la ciudad. Ya saben, como en Scarborough Fair: Perejil, salvia, romero y tomillo; atracciones de feria de un inequívoco aire pueblerino, festones listados de barras y estrellas que cruzan las calles entrelazando los edificios de adobe y madera; muchachas en flor a la sombra de arces y robles que venden almuerzos de picnic para pagarse el viaje iniciático a Florida; mercadillos de “antigüedades” de anteayer; carpas alineadas a lo largo de la orilla del río Cannon de las que emergen aromas deliciosos a canela, mantequilla y a bollos recién horneados; casetas de tiro al blanco, barracas con fritangas y algodones de dulce. 

Charangas, desfiles de majorettes y de moteros en sus tronantes harleys bicilíndricas, la patrulla montada del sheriff del condado, reinas locales de la belleza que se mueven en grandes cadillacs convertibles, el inevitable rodeo profesional y una exhibición callejera en la que vecinos recrean la fuga de Jesse James, completan el paisaje festivo de un pueblo que apura hasta el último momento el tibio sol de un verano que se les escapa entre las manos antes de que el gélido invierno arroje sobre sus cabezas toneladas de nieve. Si quiere ver cómo se las gasta el invierno en Minnesota, vea lo que le cuesta conducir por la nieve a Frances McDormand en Fargo

El festival lleva por nombre: “La derrota de Jesse James”, una versión más educada del “Jesse James la cagó aquí” que aprendí en la gasolinera. ¿Qué se celebra? La respuesta está en Main Street, donde todavía se levanta en perfecto estado de revista el vetusto First National Bank, en cuyo asalto la banda de Jesse James encontró su Waterloo en septiembre de 1876. La antigua sede bancaria alberga hoy un museo local gestionado por una de esas pequeñas asociaciones americanas de aburridos vecinos que hacen bueno lo que decía Montesquieu: «Feliz el pueblo cuya historia se lee con aburrimiento». 

Con su ajetreada vida de bandido y su muerte a traición, Jesse James (1847-1882) se convirtió en una figura legendaria del Medio Oeste. Huérfano desde los tres años, a los quince él y su hermano Frank se unieron a la guerrilla sudista de William Quantrill, un grupo de forajidos que se dedicaba al saqueo y al pillaje de poblaciones civiles. Esa fue la universidad donde ambos hermanos forjaron su porvenir. Terminada la guerra de Secesión, los hermanos se pusieron manos a la obra para hacer lo que sabían: constituyeron una banda que durante quince años fue el terror de bancos y ferrocarriles, y la pesadilla de sheriffs, marshalls y alguaciles. Thomas T. Crittenden, gobernador de Misuri, autorizó una recompensa de 10.000 dólares por la entrega, vivos o muertos, de los hermanos James. 

El 7 de septiembre de 1876 parte de la banda se presentó en Northfield con la acostumbrada pretensión de asaltar el First National. Antes de hacerlo se emborracharon en la cantina, algo que no hubiera sucedido de haber estado allí el abstemio Jesse. El asalto fue una chapuza que acabó con el asesinato del cajero y a un cliente de inequívoco nombre sueco: Nicholas Gustafson. Los vecinos persiguieron y acribillaron a los forajidos, que murieron o cayeron heridos y prisioneros. La historia cuenta lo que sucedió; la leyenda lo que debió suceder. Aunque Jesse James nunca estuvo allí, ahora Northfield celebra su caída.

Tras el involuntario ERE de Northfield, los James renovaron la plantilla y siguieron haciendo de la suyas. Aunque entre atracos y fugas Jesse debía tener una agenda atiborrada, le quedó tiempo para cortejar durante nueve años a su prima Zerelda con la que se casó y tuvo un hijo, Jesse Edwards, y una hija, Mary. Convertido en el respetable padre de familia Thomas Horward, se instaló en Saint Joseph, Misuri. Allí, en una casita blanca en lo alto de una colina del número 1318 de la calle Lafayette, cuya ubicación recuerda hoy una pesada lápida, pasó la Navidad del año 1881 junto a su madre, su esposa y sus dos hijos. En el invierno de 1882 decidió comprar una granja. Como andaba escaso de efectivo decidió hacer un último atraco en el banco de Platte City, Nebraska. Los miembros de su banda o estaban muertos o en prisión, de manera que Jesse reclutó a los hermanos Charlie y Bob Ford. 

Los Ford, conocedores de que la cabeza de Jesse tenía una sabrosa recompensa, decidieron cobrarla por la vía rápida. El 3 de abril de 1882 Jesse debió haber hecho lo que se podía hacer en Sain Joseph: sentarse en una mecedora para contemplar el lento divagar de los barcos por el Misuri. Si lo hubiera hecho, habría advertido la llegada de sus dos asesinos. No hacerlo le costó la vida. Subirse a una silla para colgar un cuadro tiene los peligros de cualquier accidente casero. A Jesse colgar un cuadro le costó la vida. Desarmado e indefenso, un disparo por la espalda de Bob Ford que le entró por la nuca y salió por su ojo izquierdo acabó con su vida. La leyenda había terminado.

Bob Ford posando con el revólver
con el que asesinó  a Jesse James
Dada su trayectoria, el gobernador Crittenden, un antiguo coronel de caballería que había echado las muelas cabalgando por Kentucky, no parece que hubiera leído a los clásicos y menos que conociera aquella célebre frase -«Roma traditoribus non premiae»- que el cónsul romano en Hispania Marco Popilio espetó a los capitanes traidores cuando fueron a cobrar la recompensa por la muerte de Viriato. Cuando los hermanos Ford se personaron a por la suya, Crittenden puso a ambos a la sombra. Indultados por el gobernador, que de paso se había ahorrado la pasta, a Charles Ford le consumió la mala conciencia y se pegó un tiro. Su hermano Bob resultó muerto de varios disparos en un bar de Creek, Colorado. El cronista local escribió su necrológica: «Ha muerto el cobarde sucio y pequeñajo que disparó sobre el desarmado Mr. Horward y mandó a la tumba a Jesse James». 

A Jesse James no le dejaron descansar tranquilo. En 1995, para despejar las dudas de que Jesse fuera el hombre asesinado en Saint Joseph y sepultado en su ciudad natal, Kearney, Nebraska, el forense James Starr desenterró el cuerpo para practicarle la prueba del ADN. Las pruebas demostraron que el cadáver correspondía con un 99,7% de probabilidades al forajido. Aprovechando la exhumación, la Pony Express Historical Association se hizo con varios objetos personales del finado, que hoy exhibe entre otros artefactos relacionados por los pelos con los James, en la casita de la calle Lafayette, desmontada de su emplazamiento original, convertida en el Jesse James Museum, y traída junto a la mansión Patee, un antiguo hotel que es hoy un indefinible museo bastante kitsch, en el que nunca faltan visitantes incautos que, después de contemplar una réplica del cráneo de Jesse que muestra el orificio de entrada y salida de la bala que lo mató, son informados de que allí se alojaron la noche del crimen la madre, la viuda y los dos hijos del forajido asesinado. 

Por un puñado de dólares: Meucci y la invención del teléfono



En el proceloso mundo de las patentes tecnológicas siempre han existido disputas por la paternidad de ciertos inventos. Si Antonio Meucci hubiese tenido un puñado de dólares, el iPhone-5 sería un teletrófono.

En un paseo sin rumbo, sin otra preocupación que recordar la dirección del hotel que abandoné al amanecer, cuando los primeros rayos solares apenas asomaban por las rojizas azoteas de Brooklyn Heights, después de tomar el ferry hasta Staten Island dejando a estribor la Estatua de la Libertad, el azar me lleva hasta una casita de madera de estilo neogótico que destaca en Tompkins Avenue, Rosebanks. Es una casa pintada de blanco, con techos negros a dos aguas que se alinean a ambos lados de una pequeña mansarda central, una de tantas casas que abundan en todos los suburbios residenciales norteamericanos de clase media. Lo que distingue a esta casa es el mástil que sostiene las banderas de Estados Unidos e Italia y el monumento en cuyo frente luce la poderosa cabeza de Giuseppe Garibaldi, el héroe del Risorgimento, el revolucionario que luchó hasta lograr la unificación de Italia en un sólo Estado-Nación.

La casa es el Garibaldi-Meucci Museum, aunque la utilización del nombre de Garibaldi, que residió en la casa unos pocos meses, es un cebo para los turistas italoamericanos que acuden al reclamo del “Eroe dei Due Mondi” como las moscas a la miel. Más allá de las habituales comparaciones hiperbólicas del francmasón italiano con sus correligionarios George Washington y Simón Bolívar, del desmesurado busto de la entrada, y de algunos objetos supuestamente garibaldinos (una camisa roja, un fez turco, un rifle y una bayoneta, armas poco usuales en un general), poco aporta el museo sobre el revolucionario nizardo. 

El tapado, el personaje que de verdad justifica la visita, el hombre que, pobre como las ratas, residió aquí durante más de treinta años, sumido en el dolor de ver consumirse a sus esposa y de sufrir la profunda decepción de verse plagiado y robado, es Antonio Meucci, el desconocido inventor del teléfono. La máscara mortuoria de Meucci, expuesta en el museo, parece reflejar el dolor y la amargura de un hombre que murió desesperado por un expolio fraudulento. El difunto Meucci está ahora oculto tras la figura histórica de Garibaldi como lo estuvo en vida tras la sombra del gran Alexander Graham Bell, al que la historia de las comunicaciones rinde todavía un homenaje inmerecido.

Si el registro de los grandes descubrimientos universales es La historia y cronología de la ciencia y  los descubrimientos de Isaac Asimov, en su índice resulta inútil buscar el nombre de Antonio Meucci. Como en tantos otros libros, en este “Gotha” de los inventores, en este catálogo de unos personajes cuyo ingenio cambió el mundo, la invención del teléfono se adjudica al escocés nacionalizado estadounidense Alexander Graham Bell, quien lo patentó en 1876; patentó –subrayo- que no inventó, porque hicieron falta 136 años para que se reconociera el plagio que había realizado Bell a partir del proyecto y los materiales inéditos que el ingenuo Meucci había depositado en las oficinas de la Western Union Telegraph Company. 

En la segunda mitad del siglo XIX un nutrido grupo de inventores, cada uno por su cuenta y con el mayor sigilo, estaban empeñados en lograr transmitir la voz humana a través de alambres y mediante impulsos eléctricos. Todo había comenzado en 1830, cuando se comenzó a hablar del telégrafo, una idea que se le había ocurrido a varios inventores, entre otros al británico Charles Wheaststone y al físico norteamericano Joseph Henry, el hombre de los electroimanes que había dejado estupefacto al mundo al levantar una tonelada de hierro utilizando la corriente de una pila eléctrica. La idea de ambos era bastante sencilla: se trataba de tender un cable a través del cual transmitir electricidad mediante impulsos producidos abriendo y cerrando un interruptor. Si se lograba combinar esos impulsos de una forma adecuada, podrían ser interpretados como sonidos. Wheaststone y Henry tropezaban con los mismos problemas: la energía eléctrica se disipaba a lo largo del alambre, lo que limitaba la distancia de propagación del sonido, y era necesario idear un sistema que transformara los sonidos en palabras.

En 1838 el pintor y profesor de dibujo de la Universidad de la Universidad de Nueva York Samuel Morse, que conocía las enormes posibilidades del telégrafo, elaboró una lista lógica de impulsos breves y largos (puntos y rayas) para las diversas letras del alfabeto. Era el Código Morse, una de cuyas sencillas combinaciones “..---..”, cuya traducción en letras es SOS, se ha convertido en la llamada internacional de auxilio. Además de inventar su código y de lograr el mantenimiento del impulso eléctrico gracias a la utilización de los relés inventados por Henry en 1835, Morse era un hombre tenaz que asedió al Congreso estadounidense hasta que los cansados congresistas accedieron a subvencionar con treinta mil dólares el tendido de la primera línea telegráfica entre Baltimore y Washington. En 1844 envió su primer texto: "¡Lo que ha hecho Dios!", la exclamación final de la bendición que Balaam, controlado por el Espíritu de Dios, profetizó a favor del pueblo de Dios (Números: 23:23). 

Comprobada la eficacia del sistema, Morse formó una compañía privada que pronto le haría rico y famoso. Cuando, gracias a Ezra Cornell y a su compañía la Western Union Telegraph Company, los textos viajaron de costa a costa hasta alcanzar el Pacífico en la mítica California, el telégrafo se convirtió rápidamente en una herramienta indispensable para el progreso de las comunicaciones y del interminable ferrocarril que acababa de enlazar el Atlántico y el Pacífico.

Si las palabras escritas podían enviarse mediante impulsos eléctricos, por qué no la voz, pensaron muchos inventores que se pusieron manos a la obra. Uno de ellos era Antonio Santi Giuseppe Meucci (1808-1889), el inventor del teletrófono, posteriormente bautizado como teléfono, entre otras innovaciones técnicas. Meucci estudió ingeniería industrial en la Academia de Bellas Artes de su ciudad natal, Florencia. Allí, desarrolló un teléfono neumático que todavía hoy se utiliza en el teatro Della Pergola de Florencia y que luego perfeccionaría en Cuba. Perseguido y encarcelado por su participación en el primer Movimiento de Unificación Italiana, en 1835 emigró junto a su mujer, Ester, con la intención de llegar a Estados Unidos, la tierra promisoria para todos los europeos que querían prosperar. Al llegar a la entonces española Cuba, Meucci aceptó un contrato en el teatro Tacón de La Habana, donde se ocupó de la dirección técnica y la tramoya del edificio. 

Como su esposa Ester estaba aquejada de un fuerte reumatismo, Meucci se dedicó al ensayo de la electroterapia, la disciplina entonces pionera que se ocupa del tratamiento de lesiones y enfermedades por medio de la electricidad, el fenómeno al que el gran William Gilbert –el hombre que en 1600 demostró que la Tierra era un imán- denominó así utilizando la palabra griega elektron, que significa ámbar, la “piedra imán” con la que Tales de Mileto, seis siglos antes del comienzo de la Era Cristiana, descubrió las propiedades magnéticas de los objetos que podían atraer a otros mediante frotamiento.

En las mansardas del teatro Tacón, Meucci montó un taller de galvanoplastia, uno de los primeros, si no el primero, que funcionaron en el continente americano. Las sesenta pilas Bunsen con que contaba le sirvieron para realizar experimentos de electroterapia que se hicieron bastante populares. En 1849, cuando preparaba uno de tales tratamientos un paciente emitió una exclamación que Meucci escuchó a distancia, en otra habitación, por transmisión eléctrica en un cable que unía a las dos habitaciones. A partir de este momento fue consciente de que había obtenido la transmisión de la voz humana por medio de un alambre conductor unido a varias pilas para producir electricidad, un esbozo de ingenio que bautizó inmediatamente como “telégrafo parlante". Aquel año, cuando Meucci construyó el primer prototipo de teléfono, un niño de dos años, Alexander Graham Bell, jugaba en el patio de su casa de Edimburgo.

La decadente España no era el lugar adecuado para desarrollar un invento que Meucci adivinaba extraordinario, así que el año siguiente él y su esposa emigraron a los Estados Unidos y se instalaron en la casita de Staten Island donde Meucci vivió el resto de su vida. Alrededor del año 1854 Meucci construyó un teléfono para conectar su oficina con el dormitorio ubicado en el segundo piso, donde yacía, parcialmente paralizada por el reumatismo, su querida esposa. Pero aquel teléfono embrionario, un artefacto mecánico, que no eléctrico, no era suficiente. Era necesario seguir gastando la vida y la escasa hacienda en mejorar el invento. Para obtener fondos intentó distintas aventuras comerciales como la fabricación de pianos, cerveza casera, velas de parafina, sombreros, barómetros, papel, pinturas. Todas sin éxito. 

Para atraer a posibles inversores en 1860 organizó una actuación con una cantante cuya voz fue escuchada a considerable distancia, una noticia apenas recogida en algunos periódicos neoyorquinos. En 1870 ya lograba transmitir la señal telefónica a una distancia de casi dos kilómetros. Había llegado el momento de patentar su “telégrafo parlante”. Entonces surgió un problema que resultaría irresoluble. Asegurar la patente definitiva costaba la astronómica (para Meucci) cantidad de 250 dólares; incapaz de conseguirlos, en 1871 presentó ante la Oficina de Patentes una patent caveats, una especie de patente provisional renovable anualmente. Si durante el tiempo que está en vigor dicha patente alguien presenta otro invento similar, la Oficina de Patentes se lo debía comunicar al primero y éste tenía un plazo de 3 meses para solicitar la patente definitiva; si transcurridos estos tres meses no se había solicitado la patente pasaba al segundo.

En 1874, Antonio Meucci no pudo pagar los 10 dólares para renovar la patent caveats. Vivía de la asistencia pública por estar convaleciente de unas quemaduras producidas por la explosión de la caldera del ferry que comunicaba Staten Island con Manhattan. Antes había cometido un grave error al presentar su prototipo a la poderosa Western Union Telegraph Company. Pese a sus reiteradas peticiones de respuesta, la compañía guardaba silencio. En 1874, fue informado de que sus planos y su prototipo se habían perdido. 

Dos años después, cuando se presentó con gran éxito una demostración en la Exposición del Centenario de Filadelfia, el italiano se enteró de la "invención" del teléfono por el investigador Alexander Graham Bell, patrocinado por la Western Union. El prototipo de Bell consistía en una bobina, un brazo magnético y una membrana tensada. Al llegar un sonido a la membrana se producía una vibración, transmitida al brazo magnético. Con ello, el movimiento del imán inducía en la bobina una corriente eléctrica variable que pasaba a un circuito. Mediante un aparato similar situado en el otro extremo del circuito la señal eléctrica se podía convertir de nuevo en sonido. Se trataba, algo mejorado, del mismo prototipo que el incauto Meucci había depositado en las instalaciones de la Western Union. 

Mientras Bell se paseaba por el mundo haciendo demostraciones de su invento y llenando sus bolsillos con la Bell Company, que no daba abasto para atender a las demandas exponenciales de nuevas instalaciones telefónicas, Meucci inició una larga batalla legal contra la poderosa compañía, Aunque en 1887 un tribunal de Nueva York le dio la razón, no pudo reclamar parte de los beneficios económicos del invento ya que su demanda de patente había caducado muchos años antes. En 1889 el Tribunal Supremo accedió a los recursos de Meucci e inició un procedimiento por fraude contra Bell. Meucci falleció ese mismo año. Su muerte enterró el procedimiento legal contra Bell. 

Pero la comunidad italiana de Nueva York no estaba dispuesta a rendirse. Tercamente, mantuvieron vivas las reclamaciones acerca de la paternidad del invento. El 16 junio de 2012, cuando el azar me llevó hasta la casita de Staten Island, se cumplían exactamente diez años desde que el Congreso de los Estados Unidos emitiese una resolución en la que se reconocía lo que habían afirmado durante más de un siglo los libros de texto en Italia, que el teléfono fue concebido por un desconocido inmigrante italiano llamado Antonio Meucci. La resolución del Congreso reconocía que, que, de haber contado con aquellos diez dólares, "Bell no hubiera podido patentar el invento del teléfono como suyo". 

Como un quimérico montón de espejos rotos que repiten mil veces el mismo rostro, la National Portrait Gallery de Londres es un hermoso y vano intento de recrear el paso del tiempo a través de los retratos de los grandes personajes que protagonizaron la historia británica. De existir, la Gran Pinacoteca del mundo debiera guardar sus mejores salas a quienes fueron grandes a pesar, y sobre todo, de que su grandeza no les fuera reconocida en vida. En la inexistente galería de los injustamente olvidados el retrato de Antonio Meucci, con Nueva York al fondo, debería ocupar un lugar de honor.

lunes, 8 de octubre de 2012

Rajoy: un Registrador sin registrar




Don Mariano Rajoy en estado puro. Cohibas a 15 euros la pieza.

Como puse de manifiesto primero en esta entrada y más tarde en esta otra, distintas informaciones siguen vinculando a Mariano Rajoy con la titularidad del Registro de la Propiedad de Santa Pola. El presidente debería explicar cuál es la situación en que se encuentra la titularidad del Registro de esa localidad alicantina. De ser cierta tal titularidad, Rajoy debe aclarar cuáles han sido los motivos por los que no ha solicitado la excedencia pese a no ejercer como tal en los últimos 20 años.

El diputado Cayo Lara (IU) ha presentado en el Congreso una pregunta en este sentido. Lara ha señalado que, según la legislación aplicable, entre la opción de solicitar la excedencia de su Registro, de forma que la plaza saliera a concurso y fuera cubierta por otro registrador, y la de mantenerse como titular del Registro, optó por la segunda: no pedir la excedencia, manteniéndose siempre como registrador titular de Santa Pola, y cediendo su plaza a un registrador vicario que le abona un canon en concepto de este alquiler “suis generis”. 

En nombre de la transparencia en la actuación de los cargos públicos, es perfectamente exigible a Rajoy esta aclaración.

sábado, 6 de octubre de 2012

Insolvencias interesadas de Mitt Romney




En el debate entre candidatos presidenciales estadounidenses celebrado la semana pasada, el candidato republicano Mitt Romney citó a España como el ejemplo de un fracaso del Estado que hay que evitar, habida cuenta el “desorbitado” gasto en lo público que, según el millonario Romney, distingue a nuestro país: “España gasta el 42% de sus impuestos en el gobierno. Nosotros, también”, dijo tan pancho.Como era de esperar, en España los correligionarios ideológicos de Romney, cómodamente instalados en Génova y La Moncloa, convenientemente armados de motosierras mutiladoras del Estado de Bienestar, se han apresurado a aplaudir la intervención tomando el rábano por las hojas para justificar el necesario adelgazamiento de nuestro “descomunal” gasto público. Como siempre, nadie se ha molestado en comprobar el dato esgrimido que, comparativamente, no se sostiene como argumento. Si España está inmersa en una enorme crisis económica no lo está por la cantidad de dinero del PIB que el Estado emplea en sí mismo. En algunas entradas anteriores de este blog (como ésta) he insistido en que el gran problema de la deuda española surge del sector privado y no del público. Si España tuviera un desusado gasto público, explíquenos, señor Romney, cómo Dinamarca, Alemania, Francia, Austria, Reino Unido y muchos otros países de la UE emplean mucho más porcentaje de su PIB en gasto público, lo que también se refleja en la media de la UE-27, de la UE-17, de la UE-16 y de la Eurozona, que son superiores al gasto público español, que usted considera la causa de todos los males. La siguiente tabla, resumida directamente de los datos de Eurostat, es la prueba oficial de lo que acabo de escribir. Las cifras son porcentajes sobre el PIB en los cuatro últimos ejercicios cerrados.

2008 
2009 
2010 
2011 
UE (27 países)
47.1 
51.1 
50.6 
49.1 
Eurozona (17 países)
47.1 
51.2 
51.0 
49.4 
Bélgica
49.8 
53.7 
52.8 
53.4 
Bulgaria
38.3 
40.7 
37.4 
35.2 
Chekia
41.1 
44.9 
44.1 
43.4 
dinamarca
51.5 
58.0 
57.8 
57.9 
Alemania
44.0 
48.1 
47.9 
45.6 
Estonia
39.5 
45.2 
40.6 
38.2 
Irlanda
42.8 
48.6 
66.2 
48.1 
Grecia
50.6 
53.8 
50.2 
50.1 
España
41.5 
46.3 
45.6 
43.6 
Francia
53.3 
56.8 
56.6 
55.9 
Italia
48.6 
51.9 
50.5 
49.9 
Chipre
42.1 
46.2 
46.4 
47.5 
Letonia
39.1 
44.4 
43.9 
39.1 
Lituania
37.2 
43.8 
40.9 
37.5 
Luxemburgo
37.1 
43.0 
42.4 
42.0 
Hungría
49.2 
51.4 
49.5 
48.7 
Malta
44.1 
43.5 
43.3 
43.0 
Holanda
46.2 
51.5 
51.2 
50.1 
Austria
49.3 
52.9 
52.6 
50.5 
Polonia
43.2 
44.5 
45.4 
43.6 
Portugal
44.8 
49.8 
51.3 
48.9 
Rumanía
39.3 
41.1 
40.2 
37.7 
Eslovenia
44.2 
49.3 
50.3 
50.9 
Eslovakia
34.9 
41.5 
40.0 
38.2 
Finlandia
49.2 
56.1 
55.5 
54.2 
Suecia
51.7 
54.9 
52.5 
51.3 
Reino Unido
47.9 
51.5 
50.4 
49.0 
Islandia
57.6 
51.0 
51.6 
46.1 
Noruega
39.8 
46.7 
45.5 
44.6 

Bien mirado, el candidato republicano, un mormón confeso que se cree cosas tales como que Dios vive en el planeta Kolob, es una víctima más de la intoxicación con la que se está bombardeando a la opinión pública desde los foros neoliberales, cuya incansable letanía es repetir que el mayor problema de la economía española es el endeudamiento del Estado. Nuestro Gobierno, que actúa como la voz de su amo alemán, considera tal endeudamiento como la causa de que el país esté en recesión. De ahí su constante referencia a que “España no puede gastarse más de lo que tiene”, frase que, más o menos modificada, repite con la cansina constancia del Hare Krishna.
Los datos, sin embargo, son tozudos y no avalan tal supuesto. Vayamos a ellos. Pongámonos en 2007, el año en el que comenzó a desencadenarse la crisis gracias, entre otras cosas, a los turbios manejos financieros de Lehman Brothers, uno de cuyos principales europeos era Luis de Guindos, la zorra que hoy cuida el gallinero de nuestra economía. Si el déficit y la deuda pública hubieran sido la causa de la crisis que padecemos, ese año España habría presentado un enorme déficit público y una elevada deuda pública. No era así: durante el período 2000-2007 la deuda pública española evolucionó a la baja, dede el 59,3% del PIB al 36,2%, descenso que se debió al elevado crecimiento económico durante aquel período. Cuando comenzó la crisis, España tenía superávit porque ingresaba un 2,23% del PIB más de lo que gastaba y la deuda pública era equivalente a un 36,2% del PIB, una de las más bajas de la UE-15 y muy por debajo de lo establecido por el Tratado de Maastricht (60% del PIB). En realidad, la deuda pública neta (es decir, la que excluye la deuda propiedad del Estado) era sólo un 26,7% del PIB.
A mediados de 2011, cuando Rodríguez Zapatero sucumbió a las presiones de la troika (Comisión Europea, FMI y Banco Central Europeo) que hoy nos gobierna de facto y entregó su cabeza (y la del PSOE) en forma de una vergonzosa reforma constitucional, la "desmesurada" e "inquietante" deuda pública española equivalía al 63% del PIB, porcentaje bastante inferior al alemán (83%), al francés (82%), al italiano (104%) o al griego (143%), y a la media de la deuda europea. El porcentaje de nuestra deuda con respecto al PIB no era ninguna circunstancia excepcional porque tanto con los gobiernos de Aznar como con los de González hubo momentos en los que nuestro endeudamiento fue aún mayor.
De ahí que el argumento utilizado por los economistas neoliberales, entre cuyos talibanes se cuentan quienes al alimón rigen hoy nuestra economía, de que la crisis fue motivada por el derrochador gasto público, no se sostenga, lo cual, lamentablemente, no es obstáculo para que los medios afines al Gobierno, que son una abrumadora mayoría, comulguen interesadamente con ruedas de molino y continúen promoviendo esta explicación mendaz de la crisis.
Repitan conmigo: no es cierto que la crisis se deba a que el Estado se gastaba más de lo que tenía. El gasto público no era el problema porque ni el déficit ni la deuda pública se alejaban de lo normal en los países de nuestro entorno. De ahí que las políticas de recortes de gasto público (incluyendo el gasto público social) no pueden justificarse bajo el argumento de que nos gastábamos más de lo que teníamos. El tan cacareado crecimiento del déficit no se debió al aumento del gasto público, sino a la bajada de los ingresos al Estado resultado de la recesión y del incremento del desempleo, a cuya evolución negativa contribuyeron los recortes del gasto público. Fue el elevado crecimiento de desempleo y el consecuente descenso del nivel de ocupación y de la masa salarial lo que disparó el déficit público del Estado, que alcanzó en 2009, dos años después del inicio de la crisis, el 11,2% del PIB, y ello como consecuencia de que los ingresos al Estado, incluyendo el IRPF, proceden en su gran mayoría de las rentas del trabajo y no de las de capital.
Antes de seguir apretando el cuello de los que menos tienen, el Gobierno debería corregir las reducciones de impuestos de los últimos quince años y, muy en especial, de las rentas de capital y en las rentas superiores, reducciones que, como ha señalado el FMI han sido responsables de más de la mitad del déficit estructural existente en España. El Estado podría hacer obtenido 2.100 millones de euros (ME) manteniendo el impuesto sobre el patrimonio, 2.552 ME anulando la bajada del impuesto de sucesiones, 2.500 ME revirtiendo la bajada de impuesto que se aprobó para las personas que ingresan más de 150.000 euros al año y 5.300 ME eliminando la reducción de los impuestos de las empresas que facturan más de 150 ME al año (que representan sólo el 0,12% del tejido empresarial español), 44.000 ME anulando el fraude fiscal de las grandes fortunas y de las grandes empresas, 3.000 ME gravando los beneficios bancarios (como ha aconsejado el FMI), y así un largo etcétera. Con estos fondos podría haberse dinamizado la economía con inversiones públicas productivas y con ello estimular el crecimiento del empleo, disminuyendo así el déficit.
Los manifestantes que salen estos días a las calles españolas tienen razón. Imponer más austeridad no va a servir de nada; aquí, quienes están actuando de forma verdaderamente irracional son los políticos españoles y europeos y los funcionarios supuestamente serios del FMI y del BCE que exigen todavía más sufrimiento. El que estas medidas no sean las que se adopten y en su lugar se impongan los recortes a destajo se debe al diagnóstico erróneo de que el gasto público causa la enfermedad, y así nos va: camino de la UVI del rescate.