sábado, 6 de octubre de 2012

El Documento R y la inmovilidad del Movimiento


Se suprime la enseñanza de filologia catalana, la historia medieval de Cataluña, la historia moderna de Cataluña, la geografia de Cataluña, el derecho civil catalán, la historia de las ideas religiosas en Cataluña, la historia del arte medieval catalàn, la escultura gótica en Cataluña.... Orden del Ministerio de Educación Nacional, 28-01-1939.

A tenor de los ecos que nos llegan desde Cataluña, parece que los independentistas han decidido subirse en el embriagante carro de la melancolía. Esta crisis no la explica el carácter nacional, Felipe IV sembrando de sal los campos catalanes o la degradación hispana surgida del 98. Las soluciones políticas son más pragmáticas. Lyndon Johnson lo sabía bien. En su conocida novela El Documento R, cuenta Irving Wallace que uno de los primeros nombramientos del presidente Johnson tras jurar su cargo fue confirmar en su cargo al eterno director del FBI Edgar Hoover. Cuando un amigo le preguntó por qué lo ratificaba en el cargo sabiendo la catadura del sujeto, el presidente, viejo zorro de la política de su país, respondió lapidariamente: “Mira, prefiero tener a Hoover dentro de la tienda meando hacia afuera, que fuera de la tienda meando hacia adentro”.
Caminamos al revés. Negarse al cambio está en el ADN de algunos, aunque se esfuercen en disimularlo. No había hecho nada más que salir Artur Mas por las puertas de la Moncloa cuando Dolores de Cospedal sostuvo la inmutabilidad de la Constitución de la misma forma que Franco proclamaba la inmovilidad del Movimiento. Eso casa mal con el hecho de que el artículo 135 de la Constitución se cambiase en una tarde de verano de 2011 de un plumazo y por imperativo de Merkel. Pero además, no deja de ser sorprendente que los que ahora se aferran con más fuerza a la inmutabilidad constitucional sean los mismos (o sus herederos políticos o ideológicos) que la atacaron ferozmente durante el proceso de la Transición. ¿Acaso puede más la voluntad de la canciller Merkel, portavoz de un puñado de banqueros alemanes, que la de los catalanes? ¿Quizás la secretaria general del PP opina de Cataluña lo que opinaba el presidente Lyndon B. Johnson de Hoover? ¿Por qué defiende Aznar la Constitución como si le fuera la vida en ello cuando la calificó de “charlotada intolerable que ofende al buen sentido” en un memorable artículo (La Nueva Rioja, 30-05-1979). 
Tengo un defecto: las exaltaciones patrióticas me irritan. Por ejemplo, cada vez que oigo ¡¡¡ESPAÑA!!!, así con su buena Ñ, la vena hinchada y la banderita en la muñeca o en el arnés del perro, me entran automáticamente ganas de declararme esquimal o de emigrar a Madagascar. Todos los nacionalismos –vengan con chapela, barretina o sombrero cordobés- me provocarían la risa si no me produjesen un desasosiego mayor. Tanto el independentismo catalán como el españolismo irreductible son nacionalismos que invocan a la patria y que la venden, como decía Machado, que hablan mucho de España o de Cataluña, pero poco de los españoles y de los catalanes, de sus problemas, miserias y necesidades. Pero eso es lo que hay. Se usa la bandera como capote para torear los derrotes del morlaco de la crisis económica.
Históricamente la izquierda siempre ha condenado los nacionalismos por considerar que las naciones eran poseídas por los poderosos y no por los proletarios, quienes debían unirse en un internacionalismo activo. La situación cambió cuando el nacionalismo se volvió el antídoto contra el colonialismo imperialista. Desde entonces, el nacionalismo ha perdido consistencia  y fundamento, se ha convertido en tribalismo y muchas veces es una fragmentación de valores que no conducen a nada.
Aunque me parece que el nacionalismo independentista es una huida hacia adelante, comprendo que satisface cierto excitante idealismo inconformista juvenil cuya banda sonora es más el Blowin’ in the wind que El segadors. El independentismo “pone”, sobre todo a los jóvenes. Es una forma de erotismo que ha descrito magistralmente Manuel Vicent para recordarnos que, "pasada la tormenta romántica de la independencia", si esta se produce y Cataluña se consolida en Estado, "deberá tener un ejército, comprar bombas, misiles y aviones, y ya no habrá nacionalistas sino nacionales". En medio de la marejada, aparecen las inevitables paradojas: el 11 de septiembre, tras un largo, tórrido e incierto verano, a la misma hora que centenares de miles de catalanes se manifestaban por las calles de Barcelona reclamando del becerro de oro de la independencia una extraña salvación, la selección española de fútbol saltaba al campo con ocho jugadores de la cantera catalana, seis de ellos catalanes de pura cepa. 
Eufemismo del independentismo es la autodeterminación, un concepto surgido tras la Primera Guerra Mundial que consiste en la abolición de la creencia de que las poblaciones de países ocupados y colonizados se mantenían en una permanente minoría de edad, de forma que las naciones mayores debían tutelar sus actos y decidir sus destinos; la autodeterminación significaba que estos pueblos podían determinar sus propios objetivos en forma de Gobierno y decidir su estatus en el mundo. Suena bien, pero la realidad se impuso y no existe ni una sola nación “autodeterminada” que no se haya convertido en una pieza más del juego de las grandes las potencias. Quien de verdad piense que Cataluña es un territorio ocupado y sojuzgado, alucina.
Ni don Pelayo ni Wilfredo el Velloso. En una sociedad abierta se parte del supuesto de que el conocimiento humano es limitado y nuestras creaciones imperfectas, de modo que hay que aceptar con naturalidad que las instituciones y las leyes deben evolucionar para acomodarse a dinámica de las circunstancias y de los cambios sociales. Miremos alrededor: la primera de las constituciones modernas, la estadounidense, se aprobó en 17 de septiembre de 1787; no habían pasado ni dos años cuando se propusieron las diez primeras enmiendas, las primeras de la veintisiete realizadas desde entonces. Desde que Francia aprobó su primera Constitución el 3 de septiembre de 1791, se han sucedido quince textos constitucionales, lo que quiere decir que los franceses, sin dejar de tener presentes los ideales parlamentarios y democráticos, no tuvieron empacho alguno en cambiar drásticamente en sus primeros dos siglos de historia constitucional. La Constitución alemana de 1947 ha tenido 59 enmiendas.
Por eso, lo que toca ahora retomar el impulso reformista que ha inspirado estas tres últimas décadas y no atrincherarse en las esencias patrias que algunos están empeñados a poner de actualidad. No se puede obligar a nadie a permanecer donde no quiere estar. Necesitamos una reforma política, pero no tirar la casa por la ventana. Ahora, como hace treinta y cinco años, se necesita un debate sereno y unas negociaciones complejas que requerirán ajustes posteriores, pero que no deben ser ni dramáticas ni existenciales. Si algunos quieren optar por la independencia, es una opción legítima con la que, como demuestra Canadá, se puede convivir dentro de unas reglas del juego y ajustándose normas tan democráticas como esas mismas aspiraciones y no recurriendo a agravios históricos, al victimismo secular, a las esencias o a la identidad. Ahora bien, para hacer evolucionar a la Constitución, lo primero que hay que hacer es respetarla sin subterfugios ni victimismos interesados.
No somos diferentes del resto del mundo. España tiene solución si relativizamos las cuestiones por candentes que parezcan y hacemos que nuestro gran problema no sea el de la identidad, sino el que afecta a todos los demás países de nuestro entorno. Quienes ya han alcanzado la madurez podrán recordar las tensiones de un hecho que hoy parece trivial -la legalización del PCE el 9 de abril de 1977, el Sábado Santo Rojo- por cuyo motivo algunos pusieron el país al borde de la Guerra Civil. 
El proceso constituyente de la década de los 80, la ferocidad del terrorismo en aquel entonces y la situación socioeconómica, mucho peor que la de ahora, que culminó con los Pactos de La Moncloa, deben servirnos para tener razones para el optimismo, para recordarnos que los problemas que nos acosan hoy no son, objetivamente, más difíciles que aquellos que resolvimos entonces de forma satisfactoria. Si entonces se pudo evolucionar, ahora también se puede, aunque los de las "charlotadas intolerables" sigan escupiendo al firmamento y otros meando fuera del tiesto.