viernes, 13 de junio de 2014

El virus que surgió del frío

Este post procede de este otro.

Lápida en recuerdo de los niños muertos
por la epidemia de gripe de 1918
en Lebanon, Pennsilvania.
En 1950, un médico sueco de 25 años, Johan Hultin, cursaba el doctorado en la Universidad Estatal de Iowa cuando un profesor comentó que como la gripe de 1918 había llegado hasta el Ártico, la única forma de conocer al virus causante podría ser resucitarlo a partir de tejidos obtenidos de una víctima que hubiese quedado sepultada en permafrost, una capa permanentemente helada del subsuelo que, funcionando como un congelador natural, impide razonablemente bien la putrefacción de la materia orgánica enterrada. Para el resto de los alumnos la idea de reconstruir un virus desde el hielo pasó desapercibida, pero el imaginativo Hultin cazó al vuelo lo que podría ser un excelente tema para una tesis doctoral: encontraría el virus, lo recuperaría, y lo estudiaría con detalle para conocer su origen. Abrió un mapa, consultó la biblioteca, indagó aquí y allá, y recaló finalmente en un pueblecito costero de Alaska: Brevig Mission. Situado en la península de Seward, junto al Círculo Polar Ártico, Brevig es uno de los pueblos norteamericanos más cercanos a Rusia, honor que comparte con un minúsculo asentamiento, Wales, situado a menos de noventa kilómetros de la península siberiana de Kamtchatka. Si algo no escasea allí, donde el termómetro desciende todos los inviernos a -30º, es el permafrost.
Brevig Mission, Alaska en 2010

No es fácil llegar hasta Brevig Mission, un asentamiento con aire de provisionalidad en el que se alinean unas decenas de casas prefabricadas de madera gris habitadas por cincuenta familias esquimales de la etnia inupiat. Hay que volar hasta Nome, un pueblo cuyo pequeño aeródromo está conectado con el aeropuerto internacional de Fairbanks. Si se dan tres condiciones (tener prisa, andar sobrado de dinero y gozar de buen tiempo) alquile una avioneta que, en menos de una hora, aterrizará en una bacheada pista de aterrizaje construida junto a la playa pedregosa del mar de Bering. Si es verano, siga mi recomendación: alquile un vehículo y conduzca tranquilamente por los apenas doscientos kilómetros que le llevarán hasta Brevig después de casi cuatro horas de trayecto por una pista embarrada (está trazada sobre un permafrost rezumante) pero razonablemente bien conservada. Dos consejos: primero, si piensa detenerse en la hermosa e inabarcable tundra florecida atravesada por la pista, lleve un buen repelente antimosquitos y esté atento a los osos. Segundo, no intente reservar hotel: abrir un hotel en Brevig no le ha parecido a nadie un negocio razonable. A cambio, podrá pasar la noche de balde en los colchones de la escuela que el Bering Schoolar District tiene disponibles para los escasos visitantes. Antes de dormir, embadúrnese de repelente y cierre el saco todo lo que pueda.

Cuentan en Brevig que el virus de 1918 arribó en el trineo que, procedente de Nome, les traía el correo de cuando en cuando. Llegase como llegase, el bioterrorista más mortífero de la historia hizo allí un trabajo concienzudo. En el pequeño cementerio comunal, una cruz destaca sobre todas las demás; bajo ella, una lápida funeraria luce una borrosa inscripción: «Setenta y dos esquimales inupiat están enterrados en esta fosa común. Reza por ellos, honra y recuerda a estos aldeanos que perdieron la vida en la pandemia de gripe, durante el breve lapso de cinco días, del 15 al 20 de noviembre de 1918». Eran 80 vecinos y el virus mató a 72 en menos de una semana; algo digno de una novela de Stephen King.

El doctor Hultin ante la tumba donde
se encuentran los restos de los 72 muertos
por la gripe en Brevig Mission.
La leyenda de la cruz aparece en la siguiente foto.

Convertido en un explorador con fonendoscopio, Hultin visitó uno a uno los poblados de la península de Seward buscando cementerios con permafrost y escuchando viejas historias acerca de aquellas fiebres tan contagiosas como una maldición y tan rápidas que mataban a un hombre en apenas unas horas. Cuando vio aquella gran cruz en la loma de Brevig, creyó haber hallado al fin la guarida de su invisible presa y su pasaporte hacia el doctorado. En junio de 1951 Hultin excavó un par de metros en el permafrost del cementerio, exhumó cuatro cadáveres con signos evidentes de muerte por hemorragia pulmonar, tomó muestras, las selló en recipientes herméticos y regresó a Iowa. Una vez allí, usó extractos de las muestras para infectar animales de experimentación, intentando despertar al virus de su letargo de tres décadas, pero falló. Allí no quedaba ni un solo virus. El asesino había muerto. En realidad, con los medios y los conocimientos de la época era imposible que Hultin hubiera conseguido algo. Comprobó que los esfuerzos inútiles conducen a la melancolía: la creativa tesis se había esfumado.


Fuente
El 21 de marzo de 1997 la revista Science publicó un artículo que significó un enorme avance para descifrar los secretos del virus de la gripe de 1918. Para conseguirlo, un equipo de científicos militares dirigido por el doctor Jeffery K. Taubenberger había usado una técnica de biología molecular muy reciente, la PCR, aplicándola en muestras de tejido pulmonar de 120 soldados víctimas de aquella gripe. De todas ellas, sólo las procedentes de los soldados Roscoe Waughn y James Downs, ambos muertos el 26 de septiembre de 1918, guardaban trozos del virulento asesino. Pese a que sólo era una reconstrucción fragmentaria del genoma vírico, se trataba de un logro sin precedentes. Cuando publicó su artículo, Taubenberger tenía un gran problema: resucitar aquel fragmento del virus había significado agotar todo el material disponible. Si no encontraba más muestras que conservaran al patógeno vivo, la investigación había terminado. 

Dos días después, en San Francisco, un médico jubilado leía el último número de Science que acababa de dejarle el correo. Atónito, devoró el artículo de apenas cuatro páginas –Primera caracterización genética del virus de la gripe “española” de 1918- y retrocedió por el túnel del tiempo hasta los hielos perpetuos del mar de Bering y a la cruz de madera de aquel cementerio cercano al fin del mundo. Johan Hultin se dio cuenta de que los científicos militares habían encontrado el rastro del asesino que él, cuarenta y cinco años antes, había buscado desesperadamente.  Además, supo leer entre líneas lo que preocupaba a Taubenberger: tenía un rastro muy leve, una pequeña pista, muy valiosa, sí, pero insuficiente para encontrar la guarida del virus. ¡Pero él sabía dónde estaba escondido! 

Víctima de la gripe conservada
en el permafrost de Brevig Mission
(Fuente)
No lo dudó un instante. Aun sin conocerlo personalmente, telefoneó a Taubenberger, y poco después, a sus 73 años, estaba de nuevo rumbo a Brevig Mission. Algunos viejos esquimales se alegraron mucho de verlo tantos años después y le permitieron excavar de nuevo sin ningún problema. Encontró los restos congelados de una mujer obesa. Dedujo acertadamente que era muy posible que la grasa hubiera ayudado a proteger los restos del virus, así que tomó unas muestras de pulmón y, sin pasar por su casa, voló directamente a Washington y le entregó las muestras a Taubenberger. Siete años más tarde, Hultin estaba tranquilamente en su casa cuando sonó el teléfono: «-Johan, soy Jeffery. Lo tenemos. -¿Completo? –Sí, amigo, completo.» Taubenberger daba por finalizado el trabajo que había iniciado diez años antes, tras leer un artículo sobre los ojos de John Dalton. El 7 de octubre de 2005 Nature y Science publicaron dos de los hitos científicos de aquel año: la reconstrucción completa del virus de la gripe española había terminado. 

Casi 90 años después de que la peor pandemia de la historia hubiera matado a 50 millones de personas y desaparecido para siempre, el sueño de la razón había resucitado al monstruo. Por fin, con 80 años de edad, Johan Hultin dio por terminado su experimento.