domingo, 24 de julio de 2016

Los americanos dentro y los rusos fuera, señor Trump

Estados Unidos es un país de oportunidades en el que “cualquiera” puede llegar a ser presidente. Prueba de ello fueron Ronald Reagan o Warren Harding, y prueba de ello puede ser Donald Trump. Es cierto que no parece necesario ser una lumbrera para tomar posesión del mítico Despacho Oval, pero es cierto también que parece inimaginable que los estadounidenses sean capaces de aupar hasta su presidencia a un multimillonario cavernícola, con aspecto de casposo vendedor de crecepelo y de ideario reaccionario, beato, racista, machista, autoritario, creacionista, grosero, salvaje y siniestro.

La semana pasada, en Cleveland, Ohio, tuvo lugar la convención del Partido Republicano en la que se proclamó candidato a Donald Trump.  En Cleveland, Trump concedió una entrevista al New York Times, en la que afirmó que, si es elegido presidente, no se sentirá obligado a defender a los países de la OTAN en caso de ataque exterior, como prescribe el tratado de la organización. Desvincularse de esta obligación rompe con casi siete décadas de implicación de EEUU en la seguridad europea. Y rompe con el internacionalismo militar del Partido Republicano. Este es a fin de cuentas el partido de Eisenhower, Reagan y Bush padre, políticos que hicieron del vínculo transatlántico el centro de su política exterior.

Es evidente que Trump no tiene un conocimiento sofisticado de la política de seguridad estadounidense, así que sigue sus instintos y dice lo que piensa sin pensar lo que dice. Porque lo que significan esas declaraciones, es, en resumen, una sandez que pone de manifiesto que, una vez más, la ignorancia es atrevida. Trump ignora que de beneficiar a alguien, la OTAN beneficia sobre todo a la política de EEUU.

La OTAN fue concebida ex profeso como el brazo armado de la Guerra Fría, el enfrentamiento político, económico, social, militar e informativo deportivo iniciado al finalizar la Segunda Guerra Mundial, cuyo origen puede establecerse en 1947, durante las tensiones de la posguerra, y se prolongó hasta la disolución de la Unión Soviética en 1991. De manera que de lo que estamos hablando es de una lucha de bloques cuya estrategia militar estaba articulada en el Pacto de Varsovia para el bloque oriental-comunista liderado por la Unión Soviética, y por la OTAN para el bloque occidental-capitalista liderado por EEUU.

Para el bloque soviético, el enfrentamiento se presentaba como la lucha por un proyecto de sociedad socialista igualitaria contra la opresión del imperialismo capitalista. En contrapartida, para los alineados en la OTAN se trataba de una batalla por las libertades individuales y el gobierno democrático contra el totalitarismo soviético. Si tenemos en cuenta que el combate finalizó en 1991 por KO de uno de los contendientes, coincidirán conmigo en que el hecho de que el vencedor continúe sobre el ring geopolítico significa que sus objetivos iban más allá de la proclamada defensa del «mundo libre» contra una amenaza de la internacional comunista que hace veinticinco años desapareció cuando Gorbachov apagó la luz. Conviene, pues,  preguntarse cuáles son los verdaderos intereses que subyacen en los orígenes de la OTAN. Basta escarbar un poco para obtener la respuesta: tras el colapso de la Unión Soviética, la OTAN se transformó en una alianza global para reforzar las ambiciones imperiales de EEUU.

En 1945, George Orwell hizo la primera referencia al término Guerra Fría, aunque fue el columnista Walter Lippmann el que lo popularizó gracias a su libro Cold War, publicado en 1947. Fuera de la ficción, la Guerra Fría se inicia en el primer mandato de Harry S. Truman, un tendero fracasado cuya elección como vicepresidente por parte de Franklin Delano Roosevelt es uno de los contados errores políticos que cabe anotar al que fuera reelegido tres veces como presidente de EEUU. Aquel hombrecillo de Independence, Missouri (basta visitar su casa en aquella ciudad para calibrar al personaje), acuñó el sintagma «el modo de vida americano», que no era otra cosa que el capitalismo, por más que tanto Truman como su sucesor, Dwight D. Eisenhower, tratasen de enmascarar el término capitalismo con un barniz religioso dado que para ambos el enemigo era el «comunismo ateo».

Lord Hastings Imay
Pura retórica. Las cosas estaban muy claras. Cuando el 4 de abril de 1949, con Truman en la Presidencia, se firmó en Bruselas el acuerdo constitutivo de la OTAN, su primer secretario, lord Hastings Ismay, lo definió como un pacto para «tener a los americanos dentro, a los rusos fuera y a los alemanes debajo». Ismay acertó a medias, porque tener a los “alemanes debajo” se transformaría en pocos años en “tenerlos dentro”, habida cuenta de que EEUU no podía permitirse tenerlos fuera del «mercado libre».

Porque de eso se trataba en realidad, de mantener la supremacía comercial del «mercado libre», cuyo campeón indiscutible tras la II Guerra Mundial era EEUU. El fin de la Segunda Guerra Mundial había encontrado a los EEUU en una posición de privilegio espectacular. No en vano, los estadounidenses recuerdan la época inmediata de posguerra como una Edad de Oro de prosperidad para la clase media.

Para asegurar el funcionamiento de este sistema era necesario mantener un clima de estabilidad política internacional bajo la hegemonía norteamericana. Entre los muchos informes que circularon por Washington después de la II Guerra Mundial, el conocido como Telegrama Largo, escrito por el diplomático George Kennan, uno de los grandes ideólogos de la Guerra Fría, resulta esclarecedor: 

«... poseemos alrededor del 50% de la riqueza mundial pero sólo un 0,3% de su población [...] Con esta situación no podemos evitar ser objeto de envidias y resentimientos. La tarea realmente importante para el próximo período es elaborar un modelo de relaciones que nos permita mantener esta posición de desigualdad [...] Para conseguirlo tenemos que prescindir de todo tipo de sentimentalismos y utopías; nuestra atención tiene que concentrarse en nuestros intereses nacionales más inmediatos. Debemos dejar de hablar de objetivos vagos e irreales como los derechos humanos, el aumento de la calidad de vida, y la democratización. No está lejos el día en que tengamos que batimos por conceptos realmente importantes. Cuanto menos estemos atados por consignas idealistas, mejor» (1).

Terminado el mandato de Truman, su sucesor en la Presidencia, Eisenhower expuso su versión de la doctrina Kennan en su discurso de toma de posesión de 20 de enero de 1953:

«Pese a nuestra fuerza material, incluso nosotros necesitamos mercados en el resto del mundo para los excedentes de nuestras explotaciones agrícolas y de nuestras fábricas. Del mismo modo, necesitamos, para estas mismas explotaciones y fábricas, materias vitales y productos de tierras distantes». Para asegurarse todo esto se requiere, dijo, «la unidad de todos los pueblos libres» y «para producir esta unidad (…) el destino ha echado sobre nuestro país la responsabilidad del liderazgo del mundo libre». 

He ahí, manifestado con absoluta nitidez, el interés del capital norteamericano sobre el planeta entero, y el verdadero propósito de la «defensa  del mundo libre» con las armas de este país y de sus aliados.

Desde la época de Kennan, quienes han ocupado la Casa Blanca han tratado de conservar esa posición privilegiada y para ello llegaron a la conclusión de que la posesión y el despliegue del poder militar era la clave para preservar el estado hegemónico de EEUU. Y que esto no es cosa del pasado, lo demuestran otras citas más recientes. En un memorándum dirigido al presidente Johnson, su Secretario de Estado Robert McNamara sostenía que el liderazgo norteamericano 

«no podía ejercerse si a alguna nación poderosa y virulenta [sic] -sea Alemania, Japón, Rusia o China– se le permite que organice su parte del mundo de acuerdo con una filosofía contraria a la nuestra» (Gardner, 2008: 12-13)

Es decir, los intereses norteamericanos exigen no sólo el dominio del mundo, sino su total modelado a imagen y semejanza de su único dueño, con absoluta exclusión de cualquier otra “filosofía” contraria a la del imperio.

En 1992, con el cuerpo del Pacto de Varsovia todavía caliente, el Planning Guidance que, desde la Secretaría de Defensa marca las directrices que deben seguir las agencias gubernamentales relacionadas con temas militares y de defensa, decía

«Nuestro primer objetivo es prevenir la emergencia de un nuevo rival». Esto «exige que nos esforcemos en prevenir que ninguna potencia hostil domine una región cuyos recursos pudieran bastar (…) para engendrar un poder global (…)»


O sea que la seguridad de un mundo unipolar sólo puede garantizarse a condición de que se evite, por los medios que sean necesarios, el surgimiento de un nuevo foco de poder, de que se elimine a tiempo cualquier amenaza en este sentido. El 19 de octubre de 2001, en una alocución a un grupo de pilotos de bombarderos que participaron en la invasión de Irak, el Secretario de Defensa de Bush, Donald Rumsfeld, proclamó: 

«Tenemos dos opciones. O cambiamos la forma en que vivimos o cambiamos la forma en que viven los otros. Hemos escogido esta última opción y sois vosotros los que nos ayudareis a alcanzar este objetivo» (Davies, 2010: 54).

Dicho con brutal franqueza: el mundo debe adoptar, por la fuerza de las armas si fuese necesario, el modo de vida norteamericano. Y no hay otra alternativa. la OTAN es un instrumento más del poder político y militar derivado de la Segunda Guerra Mundial merced al cual EEUU prosigue la «tarea de asegurar el sistema de “libre empresa” bajo una hegemonía política y económica norteamericana, asegurada por la existencia de 865 bases militares distribuidas por todo el mundo, sin contar las que existen en zonas de guerra» (Fontana, 2011: 13).

Entérese de eso, señor Trump y no diga lo que piensa, piense lo que diga.