viernes, 7 de julio de 2017

La marcha de Sherman y el país de las catalpas


Viajar estos días por el sur de los Apalaches es para un biólogo la mejor de las lecciones de historia natural. La mayoría de las plantas comienzan a florecer, el verde follaje de los renacidos caducifolios cubre de verde las faldas de las montañas y las riberas de los caudalosos tributarios del Mississipí, mientras que los campos de maíz y tabaco, las sedosas semillas del algodón y los melocotoneros en sazón tapizan las vegas en las que aquí y allá se levantan las viejas plantaciones a la sombra de gigantescas pacanas, tulíperos, magnolios y añosos encinos de Virginia que una vez vieron desfilar a las tropas de Sherman para romper las líneas de la Confederación.

La marcha de Sherman y la quema de Atlanta fueron objeto de una de las novelas más leídas en Estados Unidos, Gone with the wind, de Margaret Mitchell, que después se llevaría al cine en una de las películas más taquillera de todos los tiempos, Lo que el viento se llevó. La lectura de las memorias de Sherman (Memoirs of General W.T. Sherman, Appleton & Co., 1889) y de la espléndida novela La gran marcha, de E. L. Doctorow (Roca Editorial; 2005), me llevan hasta Savannah, una de las ciudades más hermosas, más tranquilas y de aire más europeo del sur de Estados Unidos.

Cuando redacto algunas notas para escribir este artículo, estoy cómodamente sentado en Forsyth Park a la espera de que abra sus puertas la casa donde se instaló Sherman, una mansión que Clint Eastwood utilizó en 1997 para el rodaje de su película más aburrida (para mí), Medianoche en el jardín del bien y del mal. Pero si de mitomanía cinematográfica se trata, apenas a una decena de metros de donde estoy los turistas, ajenos a una zarigüeya que merodea entre los setos, alborotan mientras hacen cola para fotografiarse sentados en el banco del parque en el que Forrest Gump, charlando con varios desconocidos, comparaba la vida con una caja de bombones.

Como quería hablarles de unos árboles, ya me he ido por las ramas. Siguiendo la ruta de Sherman camino de Richmond, pero desviándome por los tortuosos caminos del parque Nacional de las Great Smoky Mountains, me fascinó la maravillosa floración de las catalpas, esos árboles frondosos que dan una sombra generosa en las calles de todo el mundo. Hoy, ante la encantadora vista de un grupo de catalpas en plena floración, con sus enormes flores blancas desplegadas en un amplio y esbelto racimo piramidal, he aprendido que aquí, en el Sureste de Estados Unidos y no en Oriente, como yo creía, está la patria del urbanita Catalpa bignoniodes.

Catalpa speciosa
He aprendido también que el nombre científico del género Catalpa es en realidad una derivación de la palabra "kutuhlpa" (cabeza alada), que los indios creek daban al árbol probablemente en referencia a las semillas aladas que emergen de sus frutos, unas cápsulas colgantes como vainas largas, parecidas a las de las alubias a las que alude el nombre que le dan mis amigos mexicanos: “árbol de los frijoles”. Giovanni Antonio Scopoli, el botánico que describió el género latinizó el nombre creek cuando escribía su Introductio ad Historiam Naturalem de 1777. Bignonioides, el epíteto específico del árbol, es un homenaje a Pane Bignon, el erudito bibliotecario de Luis XV.

Norteamérica tiene dos especies nativas de kutuhlpa, C. bignonioides y C. speciosa. Aunque al primero de ellos le ha ido muy bien plantado por todo el mundo, cuando fue descubierto por los botánicos europeos crecía en una estrecha franja del sureste que transcurre, por Misisipí, Alabama y Georgia, y el segundo en una franja aún más estrecha cerca de la confluencia de los ríos Ohio y Misisipí, donde Harper Lee situó el escenario de Matar a un ruiseñor.

Las catalpas contienen un potente arsenal de sustancias venenosas, en su mayoría glucósidos iridioides, que son letales para casi todos los herbívoros; para casi todos porque, en un claro ejemplo de lo que no mata engorda, la oruga de una especie de esfíngido, la polilla Ceratomia catalpae, devora las hojas de catalpa como si tal cosa. Cuando la polilla ataca a fondo, sus orugas pueden llegar incluso a defoliar los árboles.

Catalpa bignonioides
Claro que las catalpas no se quedan quietas. Han desarrollado un interesante mecanismo de defensa que consiste en algo bastante elemental: buscar guardaespaldas. Además de poseer unos hermosos nectarios en el interior de sus flores que hacen las delicias de los insectos polinizadores, las hojas de las catalpas tienen nectarios extraflorales, unas glándulas que excretan néctar azucarado. El néctar atrae a las hormigas. Cuando las hojas sufren un ataque excesivo de orugas de la polilla, la producción de néctar aumenta drásticamente. Esto llama la atención de las hormigas que se dirigen en tromba hacia las hojas atacadas. Dada la inveterada costumbre de las hormigas de defender fieramente sus despensas, rápidamente se ponen manos a la obra para ahuyentar a las orugas.

Una guerra biológica; no es la guerra de Sherman, pero es otra guerra la que se libra al sur de los Apalaches cuando despunta el que será un largo y cálido verano por los campos de batalla de Sherman y las plácidas tierras de Atticus Finch. © Manuel Peinado Lorca, 2017. @mpeinadolorca.