viernes, 30 de agosto de 2019

La plaga que destruyó 4.000 millones de castaños americanos (2)


En el verano de 1904, Herman Merkel, responsable del arbolado del Zoológico de Nueva York (el actual Zoo del Bronx), estaba paseando por el parque cuando notó algo que le preocupó. Algunas hojas de uno de los castaños americanos del parque se habían marchitado. Inspeccionó el árbol y descubrió que las ramas infectadas mostraban un anillo de corteza seca y estaban salpicadas de pequeños puntos naranjas. Parecía un hongo, pero no había observado nada parecido antes. Continuó caminando por el parque y se dio cuenta de que otros castaños tenían los mismos síntomas. Decidió tratarlos con un fungicida esperando que el problema se zanjara. Pero en la primavera siguiente era evidente que el tratamiento no había dado resultado alguno: casi todos los castaños del parque estaban infectados.
Merkel estaba desesperado. El parque, inaugurado cinco años antes, atraía más de un millón de visitantes al año y los castaños eran parte fundamental de su paisaje. Si morían, sería una catástrofe. Decidió enviar urgentemente muestras de la corteza enferma al Servicio Federal de Agricultura (USDA) pidiendo ayuda. Su envío cayó en manos de Flora Patterson, una micóloga, que sugirió que era un hongo común, una especie del género Cytospora, y recomendó que se podaran a fondo las ramas infectadas y rociaran los árboles con "caldo bordelés", un cóctel químico desarrollado originalmente para combatir el mildiú de la uva que había asolado las viñas europeas a mediados del siglo XIX. 

Esta rama enferma de un castaño pertenece al mismo árbol cuya rama sana está fotografiada en el encabezamiento de este artículo. Foto.
Merkel siguió las instrucciones de Patterson, pero, dudando de sus conclusiones, contactó con William Alphonso Murrill, un micólogo recién llegado al cercano Jardín Botánico de Nueva York. Murrill fue al parque, echó un vistazo a los árboles y concluyó que Merkel había acertado al dudar de la conclusión del USDA. No era una Cytospora, aseguró, pero tampoco sabía lo que era. Tomó muestras y pasó gran parte del año siguiente cultivando los hongos y estudiando su comportamiento en condiciones de laboratorio.
En junio de 1906, publicó sus hallazgos en el Journal of the New York Botanical Garden. Fue el primer artículo en abordar el tema y resultó notablemente preciso en sus conclusiones. Murrill advirtió: «Este hongo puede incluirse entre los parásitos más destructivos». Una vez que infectaba un árbol, su micelio destruía la rama o el tronco del huésped mediante una especie de estrangulamiento alrededor del cámbium (tejido de crecimiento del tronco) e interrumpía el flujo de agua y nutrientes. Descubrió que los micelios inyectados directamente en árboles sanos causaban la muerte de ramas pequeñas en seis semanas, una velocidad increíble. Cuando el hongo mataba a su huésped, producía una gran cantidad de esporas. Murrill no estaba seguro de cómo las esporas alcanzaban otros castaños, pero especuló, correctamente, que era «probable que cayeran a través de la más mínima rotura de la corteza y germinaran». El artículo concluía que no se podía hacer nada para salvar los árboles infectados.
Pronto comenzaron a aparecer informes de la presencia del parásito fuera de Nueva York. El hongo se estaba extendiendo rápidamente a los condados circundantes en Connecticut, Nueva Jersey y Nueva York. El tema finalmente saltó a la prensa en el New York Times el 25 de mayo de 1908. «Los castaños se enfrentan a la destrucción», decía el titular: «Miles de árboles, valorados en millones de dólares, están muriendo víctimas del parásito vegetal más mortal conocido, el chancro de la castaña, para el que no se conoce remedio».
El alcance potencial de la amenaza volvió a poner al hongo en el punto de mira del USDA. Los científicos del departamento admitieron que su análisis inicial había resultado erróneo y destinaron recursos materiales y humanos para estudiarlos más a fondo. El organismo gubernamental llegó a conclusiones tan desalentadoras como las de Murrill, pero decidieron que la propagación de la enfermedad debía ser controlada a toda costa. 
Uno de los misterios científicos más acuciantes en aquellos momentos se refería al origen de la enfermedad. Algunos argumentaron que conocerlo ayudaría a los investigadores a diseñar estrategias para limitar su propagación o posiblemente para encontrar un enemigo natural para eliminarla por completo. La teoría principal entre los patólogos de la USDA postulaba que provenía de algún lugar del este de Asia, porque los castaños japoneses y chinos plantados en Estados Unidos tenían resistencia al chancro. 
En 1913, los investigadores de la USDA le pidieron asesoramiento al explorador botánico mas importante del país, David Fairchild. Rápidamente asignó la tarea a Frank Nicholaas Meijer, que ya estaba en una misión en China. Meijer no decepcionó. Apenas un mes después de recibir una muestra de corteza infectada, envió un telegrama anunciando que había descubierto un hongo idéntico (Cryphonectria parasitica) que crecía en los castaños chinos. Los científicos de la USDA analizaron una muestra de corteza que Meyer envió poco después y confirmaron lo que decía. Este descubrimiento permitió a los funcionarios del USDA rastrear la fuente probable de la enfermedad hasta un vivero asiático que había suministrado castaños chinos (Castanea mollissima) a un vivero de Nueva York en 1904.
Castaño chino afectado por el chancro y resistente, en la provincia de Zhili, China, 1913. Foto: F. Meijer, Archivos del Arnold Arboretum, Harvard.
Hoy sabemos que el hongo tiene un ciclo complejo. Las esporas tienen que penetrar por alguna herida de la corteza hasta el cámbium, allí germinan y el micelio empieza a extenderse entre las células vivas, produciendo compuestos tóxicos, como el ácido oxálico, que las matan. La infección del cámbium y del xilema (tejido de transporte) interrumpe la circulación de la savia. Al expandirse el micelio y rodear la rama o el tronco produce la necrosis parcial o de todo el árbol, por efecto del «estrangulamiento». Es «el asesino perfecto, como un tiburón» había comentado Murrill, admirado de la eficacia del patógeno [1].
Largos zarcillos de color amarillo anaranjado formados por las picnidiosporas de C. parasitica exudadas de picnidios en la corteza del castaño. Foto.
En primavera y otoño se producen las pústulas (picnidios) de color amarillo-anaranjado que liberan las esporas asexuales (conidios o picnidiosporas) englobadas en un material viscoso de color amarillo; estas esporas se dispersan a corta distancia, por la lluvia o adheridas a los animales. Al final del verano se producen millones de esporas sexuales (ascosporas), un polvo amarillo que es dispersado por el viento transmitiendo su carga letal.
Microfotografía del microscopio electrónico de barrido que muestra uno de los zarcillos exudados de  picnidiosporas de C. parasiticaFoto.
Conocido el patógeno, a algunos les pareció que los científicos y los agentes forestales podrían controlar la plaga. Pero la realidad fue muy distinta. El descubrimiento del origen de la plaga no ofreció nuevas soluciones. Las técnicas de control existentes continuaron fracasando frente a la imparable propagación de la enfermedad. 
Cultivo de picnidio mostrando la pared interna cubierta de células conidiógenas o picnidiósporas. Foto. 
Acostumbrados a convivir con las castañas, los estadounidenses tardaron en aceptar la idea de la derrota total. Simplemente parecía imposible que un árbol tan fundamental en la ecología y la cultura americana pudiera desaparecer. No había precedente de tal cosa. En 1920, Gifford Pinchot, una de las principales eminencias del país en asuntos forestales, dijo: «Lo que sucede como norma es lo que espero que suceda en el caso del castaño […] por sí sola la plaga se debilitará, disminuirá y desaparecerá» [2].
Peritecios con ascas inmersos en un estroma, con los cuellos y ostiolos en unas protuberancias papiladas del estroma. Foto.
En todo el sur, el gran almacén de castañas de la nación, los residentes esperaban que la predicción de Pinchot fuera correcta, y rezaban para que el hongo desapareciera antes de destruir su entorno natural. La primera señal de problemas para las castañas del sur había llegado en 1912, cuando la enfermedad cruzó el río Potomac, una barrera natural que la historiadora Susan Freinkel describió como «la línea botánica Maginot». Desde allí, el hongo se movió imparablemente hacia el sur, infiltrándose en los Apalaches a fines de la década de 1920 y cubriendo toda la región en apenas quince años. La visión de los castaños muertos que se extendían hasta el horizonte era aterradora. 
A mediados de siglo, el triunfo de la enfermedad se había completado y el alcance del daño era difícil de entender. El terrible hongo había atravesado unos 100 millones de hectáreas, eliminando prácticamente todos los ejemplares maduros en su espantoso recorrido. Los científicos estimaron que mató entre tres y cuatro mil millones de castaños americanos. Cuando los árboles maduros habían caído, todo lo que quedaba de ellos eran los persistentes brotes de tocón, que crecerían durante varios años hasta que, una vez maduros, la plaga volviera a golpearlos, un ciclo que continuaba hasta que la cepa acababa por agotarse. 
Los reyes que una vez dominaron los bosques orientales habían desaparecido, se habían ido de las montañas, de los bosques, de los parques y jardines, de la vida de todo el país. Estados Unidos se adaptó lentamente a esta nueva realidad. La industria, la construcción y la ebanistería recurrieron a nuevas especies de árboles. Los habitantes de los Apalaches, que habían dependido de sus gloriosos árboles para escapar a duras penas de la pobreza, cayeron en la miseria, y los vendedores de castañas que una vez vendieron las cosechas comercializaron a otras variedades, muchas importadas del extranjero, ninguna tan sabrosa. Los bosques orientales también se adaptaron a la pérdida. Gran parte del territorio del castaño pasó a ser dominado por robles y una mezcla de caducifolios que variaban según la región. Pero ninguno de estos árboles podría igualar el castaño para la producción de frutos o de madera. 
La capacidad de destruccción del chancro del castaño fue uno de los peores desastres ecológicos en la historia forestal del mundo. Pero en la conciencia popular, no era necesariamente la plaga de árboles más devastadora. Ese honor pertenecía a una enfermedad que apareció por primera vez en Estados Unidos en el apogeo de la enfermedad del castaño. Esta vez, la preocupación fue la erradicación de una especie apreciada no por su utilidad, sino por su belleza inigualable: el olmo americano. Pero esa es otra historia. © Manuel Peinado Lorca @mpeinadolorca.

Susan Freinkel (2007). American chestnut. The life, death, and rebirth of a perfect tree. University of California Press. [1] pág. 109.  [2], pág. 80.