domingo, 26 de junio de 2022

No, la Tierra no dejará de girar



Escribo este artículo mientras a mi alrededor, en la ciudad en la que vivo, el asfalto arde bajo unas temperaturas inusitadas en la primera quincena de junio. Este tórrido verano anticipado no es anecdótico: es una consecuencia más del cambio climático que será peor, mucho peor, de lo que imaginamos.

Salvo en la última extinción masiva causada por el impacto de un asteroide que acabó con los dinosaurios, en las cinco extinciones anteriores intervino el cambio climático producido por la excesiva acumulación de gases de efecto invernadero. La más acusada, la del Pérmico-Triásico, tuvo lugar hace 250 millones de años y comenzó cuando el dióxido de carbono (CO2) aumentó la temperatura del planeta cinco grados centígrados, se aceleró cuando ese calentamiento desencadenó la emisión de metano, otro gas de efecto invernadero, y acabó con el 96% de las especies.

Actualmente, estamos emitiendo CO2 a la atmósfera a una velocidad al menos diez veces más rápida que entonces. Ese ritmo es cien veces superior al de cualquier otro momento de la historia humana previo al comienzo de la Revolución industrial, y en la atmósfera ya hay un tercio más de CO2 que en cualquier otro momento del último millón de años, cuando el nivel del mar era más de treinta metros más alto. De hecho, más de la mitad del CO2 expulsado a la atmósfera debido a la quema de combustibles fósiles se ha emitido en los últimos treinta años, lo que significa que alrededor del 85% por ciento del daño que hemos producido por esa quema se ha producido desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

En 1997, cuando se firmó el emblemático Protocolo de Kioto, dos grados centígrados de calentamiento global se consideraban el umbral para la catástrofe: ciudades inundadas, devastadoras sequías y olas de calor, un planeta sacudido a diario por lo que antes llamábamos «desastres naturales», pero que ahora estamos incorporando al lenguaje de lo habitual tan solo como «mal tiempo».

En 2016, semanas después de la firma agónica del Acuerdo de París, superamos el umbral de concentración de 400 partes por millón de CO2 en la atmósfera terrestre que había sido durante años la línea roja que los climatólogos habían trazado como el escenario más aterrador. Por supuesto, no hicimos ni caso: apenas cinco años después alcanzamos un promedio de 417, y continuamos lanzados por una senda que nos lleva hacia los más de cuatro grados centígrados de calentamiento para el año 2100, lo que significa que, si el planeta se llevó al borde de la catástrofe climática en el transcurso de una sola generación, la responsabilidad de evitarla recae también sobre una única generación: la nuestra.

Concentración de dióxido carbono de este mes de junio registrada en el observatorio de referencia Mauna Loa de Hawái
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La senda hacia la catástrofe ambiental parece por el momento casi inevitable. En la práctica, el Protocolo de Kioto no logró nada: a pesar de todo el activismo y la legislación en torno al clima y de los avances en energías verdes, en los veinte años transcurridos desde su aprobación hemos generado más emisiones que en los veinte años anteriores. En 2016, los acuerdos de París establecieron dos grados como objetivo global; apenas unos años después, abandonada toda esperanza que los países industrializados estén en vías de cumplir con los compromisos de París, un aumento de dos grados parece más bien la mejor situación posible.

El informe más reciente del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de Naciones Unidas (IPCC, por sus siglas en inglés) afirma que si actuamos sobre las emisiones pronto, poniendo en práctica de inmediato todos los compromisos que se asumieron en París, pero que aún están muy lejos de haberse implementado en ningún país, lo más probable es que alcancemos en torno a los 3,2 grados de calentamiento, unas tres veces más que todo el que ha experimentado el planeta desde los inicios de la industrialización.

Aunque lográsemos evitar que el planeta alcanzase los dos grados de calentamiento en 2100, tendríamos una atmósfera que contiene 500 partes por millón de CO2, o quizá más. La última vez que se dio esta circunstancia, hace 16 millones de años, la temperatura del planeta no era tan solo dos grados más elevada, sino entre cinco y ocho grados, lo que hacía que el nivel del mar fuese 40 metros más alto.

Los efectos del cambio climático no son cosa del futuro sino del presente. Algunos de los procesos catastróficos que provocará son irreversibles y por tanto permanentes. La única actitud razonable consiste en asumir para el futuro inmediato la creciente frecuencia y el agravamiento de episodios como los que ha vivido España estos días, con una población desbordada ante temperaturas diurnas y nocturnas que la han debilitado.

Cabría confiar en revertir el cambio climático, pero es imposible. Nos llevará a todos por delante. Las peores consecuencias de los dramas ecológicos que estamos desatando por el uso que hemos hecho de la tierra y por la quema de combustibles fósiles —lentamente durante un siglo más o menos, y muy rápidamente durante unas décadas— se desarrollarán a lo largo de milenios, aunque en un ejercicio de autoengaño hayamos elegido pensar en el cambio climático solo bajo la forma que adoptará a lo largo de este siglo.

Las montañas de Los Ángeles arden durante el gigantesco incendio Bobcat de septiembre de 2020.  

Según Naciones Unidas, de acuerdo con el ritmo que llevamos actualmente en 2100 alcanzaremos los 4,5 grados de calentamiento; superando en más del doble el catastrófico umbral de los 2 grados, fijado en París. Si no hacemos nada con las emisiones de CO2, si los próximos treinta años de actividad industrial prolongan la misma tendencia creciente de los treinta años anteriores, a finales de este siglo regiones enteras pasarán a ser inhabitables según todos los criterios que manejamos en la actualidad.

El sistema climático que dio origen a nuestra especie y a nuestra civilización es tan frágil que a lo largo de una sola generación la actividad humana lo ha llevado al límite de la inestabilidad total. Pero esta inestabilidad es también una medida del poder humano que la produjo y que ahora debe detener el daño en el mismo escaso tiempo. Si nuestra especie es la responsable del problema, debemos ser capaces de revertirlo.

Pero, al menos de momento, la mayoría de nosotros parecemos más inclinados a rehuir esta responsabilidad que a afrontarla, o a admitir siquiera que la vemos, aunque está frente a nosotros, tan evidente como el elefante de la habitación. En lugar de afrontar el problema, encomendamos la tarea a las generaciones futuras, a sueños de tecnologías mágicas, a políticos remotos que mantienen una especie de batalla y consiguen retrasos pírricos.

No es así. El hecho de que el cambio climático sea universal significa que nos afecta a todos, y que todos debemos compartir la responsabilidad para evitar compartir el sufrimiento, al menos para que no todos lo compartamos en una medida tan agobiante. No sabemos la forma precisa que tendrá este sufrimiento, no podemos predecir con certeza cuántas hectáreas de bosque arderán cada año lanzando a la atmósfera siglos de carbono almacenado; o cuántos huracanes nos asolarán; dónde es probable que haya megasequías que producirán hambrunas masivas y guerras por el agua; o cuál va a ser la próxima gran pandemia producida por el calentamiento global.

Pero sabemos lo suficiente para ver, incluso ahora, que el nuevo mundo en el que nos adentramos será tan ajeno al nuestro que bien podría tratarse de otro planeta completamente distinto. Como escribió Haroun Tazieff en un precioso librito publicado en 1989 la Tierra no dejará de girar por más que las consecuencias de nuestros actos serán interpretadas por criaturas que ni siquiera podemos imaginar y que irrumpirán en el escenario mundial impulsados por el calentamiento. ©Manuel Peinado Lorca. @mpeinadolorca