domingo, 28 de septiembre de 2025

DOS IMPOSTORES EN EL HIELO: LA FALSA CONQUISTA DEL POLO NORTE

 


En La batalla por el Polo Norte (Interfolio, 2009), se cuenta que en septiembre de 1909, cuando Nueva York latía al ritmo de los rascacielos y los periódicos competían a dentelladas por el titular más audaz, dos exploradores norteamericanos reivindicaron la misma hazaña: ser el primero en alcanzar el Polo Norte. Frederick Albert Cook, médico, aventurero y conferenciante nato, anunció que lo había logrado en abril de 1908. Robert Edwin Peary, ingeniero de la Marina, replicó que él había llegado un año después, en abril de 1909.

A simple vista era la típica carrera de héroes. En realidad, era una doble impostura. Más de un siglo después, con diarios de viaje analizados al milímetro y coordenadas sometidas a escrutinio científico, casi nadie duda de que ninguno de los dos puso un pie en el punto cero del planeta.

Lo fascinante es que, incluso sabiendo que mentían —o que se engañaban a sí mismos—, sus relatos conservan el imán de las grandes aventuras. Quizá porque condensan algo profundamente humano: la tentación de alterar la realidad para no perder la gloria.

Dos hombres de la expedición Cook extienden la bandera estadounidense en el supuesto Polo Norte. Foto: Biblioteca del Congreso.

La guerra de las portadas

En 1909 el Ártico era mucho más que un desierto helado: era el último trofeo de un mundo que ya había trazado las cumbres del Himalaya y la cartografía de África. La prensa olfateaba negocio. El New York Times se convirtió en el cuartel general de Peary; el Herald Tribune, en el de Cook. Cada diario defendía a su candidato con una ferocidad de guerra civil.

Los titulares parecían boletines de una contienda: «¡Cook conquista el Polo!», «¡Peary, verdadero descubridor!». Lo importante no era la precisión de las mediciones, sino la velocidad de la primicia. En una época sin verificación satelital ni GPS, las crónicas se basaban en cuadernos de viaje, fotografías borrosas y, sobre todo, en la palabra del explorador.

Cook jugó su baza primero. De regreso de Groenlandia, contó una historia redonda: había partido con dos cazadores inuits, había soportado tormentas y fracturas de hielo y, tras un viaje épico, había plantado su bandera en el Polo el 21 de abril de 1908. Pero las pruebas eran endebles. Las fotos eran escasas, las coordenadas imprecisas, y los supuestos documentos científicos quedaron guardados en un depósito de Annoatok, en la costa de Groenlandia. Cuando una comisión independiente quiso examinarlos, habían desaparecido.

Peary, que por entonces navegaba rumbo al sur con sus propios titulares bajo el brazo, olfateó la debilidad del rival. Con el prestigio de su rango naval y una maquinaria de propaganda más profesional, contraatacó. Afirmó haber llegado al Polo el 6 de abril de 1909, acompañado por su ayudante Matthew Henson y cuatro inuits. Sus mediciones, presentadas como impecables, resultaron con el tiempo tan inconsistentes como las de Cook. Pero la campaña mediática fue más eficaz: el Times lo coronó héroe nacional y Washington le ofreció honores y recepciones.

Robert Peary y sus hombres en el supuesto Polo Norte. Foto de National Geographic

La última oportunidad

Peary tenía entonces 53 años y seis intentos fallidos en su historial. Sabía que era ahora o nunca. Tal vez por eso, cuando creyó estar cerca del objetivo, tomó una decisión extraña: envió de regreso a casi todos los miembros de su equipo con formación suficiente para certificar las mediciones. Continuó el avance únicamente con Henson —a quien la sociedad racista de la época desestimaba por su color de piel— y con cuatro cazadores inuits analfabetos.

Era un movimiento calculado. Sin testigos cualificados, nadie podría cuestionar sus anotaciones. Más tarde, ante las comisiones de investigación, Peary siempre sostuvo que su palabra, la de un almirante, bastaba.

Cook, por su parte, representaba otro tipo de ambigüedad. Su biografía estaba llena de giros. Había acompañado a Peary en expediciones anteriores, había escalado el McKinley (hoy Denali) y acumulaba un currículo de aventuras que lo convertía en conferenciante de éxito. Es probable que creyera sinceramente haber llegado al Polo, o que, en medio de la monotonía blanca, perdiera la referencia real y confundiera su posición. También es posible que, como Peary, entendiera que la frontera entre la certeza y la épica podía difuminarse sin que el público lo notara.

De la gloria al descrédito

El enfrentamiento entre ambos fue tan violento como novelesco. Hubo insultos públicos, denuncias cruzadas y una guerra de comunicados que mantuvo al público en vilo durante meses. Pero la verdad, esa incómoda huésped, se fue deshaciendo como un témpano al sol.

Presionada por el New York Times, la prestigiosa National Geographic Society avaló a Peary, aunque con reservas que hoy resultan casi una confesión: las pruebas «no permiten dudar razonablemente». Con el tiempo, geógrafos y astrónomos revisaron los cálculos y hallaron inconsistencias flagrantes. La comunidad científica, más lenta que la prensa, acabó inclinándose hacia el veredicto final: ninguno de los dos había alcanzado el Polo Norte.

El desenlace personal de Cook añadió un matiz casi literario. En 1930 fue encarcelado por un fraude petrolero en Texas, lo que reforzó su imagen de impostor profesional. Murió en 1940, prácticamente olvidado. Peary falleció en 1920, antes de ver cómo la tecnología —aviones, dirigibles, geolocalización— desmentía sus cifras.

Amundsen junto a varios de sus perros durante su travesía a pie hacia el Polo Sur, que culminó en 1911. Foto: Cordon Press

El héroe que no lo supo

Mientras Cook y Peary luchaban por un título huero, un noruego preparaba en silencio una hazaña de verdad. Roald Amundsen, que en 1911 se convirtió en el primer hombre en alcanzar el Polo Sur, sobrevoló el Polo Norte en 1926 a bordo del dirigible Norge.

Sin proponérselo, Amundsen se convirtió en el único explorador de su tiempo que vio ambos extremos del planeta, y lo hizo sin guerras de portadas ni pruebas dudosas. Paradójicamente, fue el auténtico vencedor de una carrera a la que nunca se apuntó.

Entre la mentira y la épica

Cabe preguntarse qué eran exactamente Cook y Peary. ¿Unos falsarios sin más? ¿O hombres de una época que premiaba la audacia por encima de la exactitud? El cambio de perspectiva ayuda. A principios del siglo XX, la exploración era un espectáculo nacional. Se trataba de conquistar para la patria, para la ciencia… y para los patrocinadores.

En ese contexto, un fracaso documentado valía menos que una victoria envuelta en incertidumbre. Los héroes no se medían con sextantes, sino con titulares. Cook y Peary supieron leer el guion: mejor una verdad discutida que una derrota verificable.

El propio viaje de ambos, aun sin llegar al Polo, fue extraordinario. Sobrevivieron a temperaturas de 40 grados bajo cero, a grietas de hielo que se tragaban trineos, a la amenaza constante del escorbuto. Atravesaron un mundo que, para la mentalidad de su tiempo, equivalía a otro planeta. Su fraude fue, en cierto modo, una proeza: convirtieron el fracaso en mito y el mito en carrera nacional.

La supuesta conquista del Polo Norte en 1908-1909 fue, más que una historia de llegada, una lección sobre la fragilidad de la verdad cuando se enfrenta a la ambición. La realidad —dos hombres enfrentados al hielo, al tiempo y a su propia vanidad— resultó más interesante que la leyenda.

Hoy sabemos que el Polo Norte no fue cruzado hasta 1926, cuando Amundsen lo sobrevoló, y que el primer viaje confirmado por superficie lo logró el estadounidense Ralph Plaisted en 1968 en motonieve. Sin embargo, la fascinación persiste. Tal vez porque la aventura, incluso cuando se basa en una mentira, sigue hablando de nuestra necesidad de creer que hay horizontes capaces de justificar el riesgo, el sacrificio y, si es preciso, el engaño.

Cook y Peary buscaban el punto más inaccesible de la Tierra. Lo que encontraron, sin saberlo, fue un espejo. En él seguimos viéndonos: seres humanos dispuestos a desafiar lo imposible, aunque el precio sea confundir la gloria con el hielo de una verdad que nunca existió.