En La
batalla por el Polo Norte (Interfolio, 2009), se cuenta que en
septiembre de 1909, cuando Nueva York latía al ritmo de los rascacielos y los
periódicos competían a dentelladas por el titular más audaz, dos exploradores
norteamericanos reivindicaron la misma hazaña: ser el primero en alcanzar el
Polo Norte. Frederick Albert Cook, médico, aventurero y conferenciante nato,
anunció que lo había logrado en abril de 1908. Robert Edwin Peary, ingeniero de
la Marina, replicó que él había llegado un año después, en abril de 1909.
A simple vista era la típica
carrera de héroes. En realidad, era una doble impostura. Más de un siglo
después, con diarios de viaje analizados al milímetro y coordenadas sometidas a
escrutinio científico, casi nadie duda de que ninguno de los dos puso un pie en
el punto cero del planeta.
Lo fascinante es que, incluso
sabiendo que mentían —o que se engañaban a sí mismos—, sus relatos conservan el
imán de las grandes aventuras. Quizá porque condensan algo profundamente
humano: la tentación de alterar la realidad para no perder la gloria.
La guerra de las portadas
En 1909 el Ártico era mucho más
que un desierto helado: era el último trofeo de un mundo que ya había trazado
las cumbres del Himalaya y la cartografía de África. La prensa olfateaba
negocio. El New York Times se convirtió en el cuartel general de Peary;
el Herald Tribune, en el de Cook. Cada diario defendía a su candidato
con una ferocidad de guerra civil.
Los titulares parecían boletines
de una contienda: «¡Cook conquista el Polo!», «¡Peary, verdadero descubridor!».
Lo importante no era la precisión de las mediciones, sino la velocidad de la
primicia. En una época sin verificación satelital ni GPS, las crónicas se
basaban en cuadernos de viaje, fotografías borrosas y, sobre todo, en la
palabra del explorador.
Cook jugó su baza primero. De
regreso de Groenlandia, contó una historia redonda: había partido con dos
cazadores inuits, había soportado tormentas y fracturas de hielo y, tras un
viaje épico, había plantado su bandera en el Polo el 21 de abril de 1908. Pero
las pruebas eran endebles. Las fotos eran escasas, las coordenadas imprecisas,
y los supuestos documentos científicos quedaron guardados en un depósito de
Annoatok, en la costa de Groenlandia. Cuando una comisión independiente quiso
examinarlos, habían desaparecido.
Peary, que por entonces navegaba
rumbo al sur con sus propios titulares bajo el brazo, olfateó la debilidad del
rival. Con el prestigio de su rango naval y una maquinaria de propaganda más
profesional, contraatacó. Afirmó haber llegado al Polo el 6 de abril de 1909,
acompañado por su ayudante Matthew Henson y cuatro inuits. Sus mediciones,
presentadas como impecables, resultaron con el tiempo tan inconsistentes como
las de Cook. Pero la campaña mediática fue más eficaz: el Times lo
coronó héroe nacional y Washington le ofreció honores y recepciones.
La última oportunidad
Peary tenía entonces 53 años y
seis intentos fallidos en su historial. Sabía que era ahora o nunca. Tal vez
por eso, cuando creyó estar cerca del objetivo, tomó una decisión extraña:
envió de regreso a casi todos los miembros de su equipo con formación suficiente
para certificar las mediciones. Continuó el avance únicamente con Henson —a
quien la sociedad racista de la época desestimaba por su color de piel— y con
cuatro cazadores inuits analfabetos.
Era un movimiento calculado. Sin
testigos cualificados, nadie podría cuestionar sus anotaciones. Más tarde, ante
las comisiones de investigación, Peary siempre sostuvo que su palabra, la de un
almirante, bastaba.
Cook, por su parte, representaba
otro tipo de ambigüedad. Su biografía estaba llena de giros. Había acompañado a
Peary en expediciones anteriores, había escalado el McKinley (hoy Denali) y
acumulaba un currículo de aventuras que lo convertía en conferenciante de
éxito. Es probable que creyera sinceramente haber llegado al Polo, o que, en
medio de la monotonía blanca, perdiera la referencia real y confundiera su
posición. También es posible que, como Peary, entendiera que la frontera entre
la certeza y la épica podía difuminarse sin que el público lo notara.
De la gloria al descrédito
El enfrentamiento entre ambos fue
tan violento como novelesco. Hubo insultos públicos, denuncias cruzadas y una
guerra de comunicados que mantuvo al público en vilo durante meses. Pero la
verdad, esa incómoda huésped, se fue deshaciendo como un témpano al sol.
Presionada por el New York
Times, la prestigiosa National Geographic Society avaló a Peary,
aunque con reservas que hoy resultan casi una confesión: las pruebas «no
permiten dudar razonablemente». Con el tiempo, geógrafos y astrónomos revisaron
los cálculos y hallaron inconsistencias flagrantes. La comunidad científica,
más lenta que la prensa, acabó inclinándose hacia el veredicto final: ninguno
de los dos había alcanzado el Polo Norte.
El desenlace personal de Cook
añadió un matiz casi literario. En 1930 fue encarcelado por un fraude petrolero
en Texas, lo que reforzó su imagen de impostor profesional. Murió en 1940,
prácticamente olvidado. Peary falleció en 1920, antes de ver cómo la tecnología
—aviones, dirigibles, geolocalización— desmentía sus cifras.
Amundsen junto a varios de sus perros durante su travesía a pie hacia el Polo Sur, que culminó en 1911. Foto: Cordon Press
El héroe que no lo supo
Mientras Cook y Peary luchaban
por un título huero, un noruego preparaba en silencio una hazaña de verdad.
Roald Amundsen, que en 1911 se convirtió en el primer hombre en alcanzar el
Polo Sur, sobrevoló el Polo Norte en 1926 a bordo del dirigible Norge.
Sin proponérselo, Amundsen se convirtió en el único
explorador de su tiempo que vio ambos extremos del planeta, y lo hizo sin
guerras de portadas ni pruebas dudosas. Paradójicamente, fue el auténtico
vencedor de una carrera a la que nunca se apuntó.
Entre la mentira y la épica
Cabe preguntarse qué eran
exactamente Cook y Peary. ¿Unos falsarios sin más? ¿O hombres de una época que
premiaba la audacia por encima de la exactitud? El cambio de perspectiva ayuda.
A principios del siglo XX, la exploración era un espectáculo nacional. Se
trataba de conquistar para la patria, para la ciencia… y para los
patrocinadores.
En ese contexto, un fracaso
documentado valía menos que una victoria envuelta en incertidumbre. Los héroes
no se medían con sextantes, sino con titulares. Cook y Peary supieron leer el
guion: mejor una verdad discutida que una derrota verificable.
El propio viaje de ambos, aun sin
llegar al Polo, fue extraordinario. Sobrevivieron a temperaturas de 40 grados
bajo cero, a grietas de hielo que se tragaban trineos, a la amenaza constante
del escorbuto. Atravesaron un mundo que, para la mentalidad de su tiempo,
equivalía a otro planeta. Su fraude fue, en cierto modo, una proeza:
convirtieron el fracaso en mito y el mito en carrera nacional.
La supuesta conquista del Polo
Norte en 1908-1909 fue, más que una historia de llegada, una lección sobre la
fragilidad de la verdad cuando se enfrenta a la ambición. La realidad —dos
hombres enfrentados al hielo, al tiempo y a su propia vanidad— resultó más
interesante que la leyenda.
Hoy sabemos que el Polo Norte no
fue cruzado hasta 1926, cuando Amundsen lo sobrevoló, y que el primer viaje
confirmado por superficie lo logró el estadounidense Ralph Plaisted en 1968 en
motonieve. Sin embargo, la fascinación persiste. Tal vez porque la aventura,
incluso cuando se basa en una mentira, sigue hablando de nuestra necesidad de
creer que hay horizontes capaces de justificar el riesgo, el sacrificio y, si
es preciso, el engaño.
Cook y Peary buscaban el punto más inaccesible de la Tierra. Lo que encontraron, sin saberlo, fue un espejo. En él seguimos viéndonos: seres humanos dispuestos a desafiar lo imposible, aunque el precio sea confundir la gloria con el hielo de una verdad que nunca existió.