lunes, 8 de septiembre de 2025

EL SECRETO GEOMÉTRICO DE LAS ABEJAS

 

Las abejas no escriben tratados de matemáticas ni publican en revistas científicas, pero hace miles de años resolvieron uno de los problemas más elegantes de la geometría. Sin pizarras, sin compases, sin calculadoras, sin teoremas y sin IA. Sus colmenas son auténticas catedrales de eficiencia: millones de celdas hexagonales, perfectas y repetidas, construidas con la exactitud de una ingeniera y la gracia de una artista.

El misterio no pasó desapercibido. Ya los griegos se preguntaban por qué estos insectos, de cerebro minúsculo, habían dado con un patrón que cualquier albañil envidiaría. El desafío matemático es sencillo de formular: ¿qué figura regular permite recubrir una superficie sin dejar huecos? Las candidatas son tres: el triángulo equilátero, el cuadrado y el hexágono. 

Los triángulos son eficientes, sí, pero resultan demasiado puntiagudos para una abeja cargada de néctar. Los cuadrados llenan el espacio, pero desperdician perímetro. El hexágono, en cambio, es el campeón indiscutible: encierra la mayor área posible con el menor gasto de borde. Dicho de otro modo: más miel, menos cera. Y dado que la cera es cara de producir —cada gramo exige que las abejas consuman más de ocho gramos de miel—, la naturaleza no podía permitirse derroches.

Aristóteles ya intuyó que allí había algo importante. Johannes Kepler, en el siglo XVII, escribió un tratado celebrando lo que llamó el mirabilis fabrica apium, la “admirable obra de las abejas”. El problema matemático, rebautizado siglos después como la Conjetura del Panal, atribuida a Pappus de Alejandría, no se demostró formalmente en teorema matemático hasta 2 300 años después cuando el matemático Thomas Callister Hales cerró el asunto en 1999 demostró que un teselado hexagonal (retícula en forma de panal de abeja) es la mejor manera de dividir una superficie en regiones de igual área y con el mínimo perímetro total. A los humanos nos costó dos milenios de elucubración; a las abejas, les bastó con evolucionar.

Ahora bien, no basta con la teoría: hay que poner ladrillos. O mejor dicho, cera. Las abejas cuentan con glándulas en su abdomen que segregan minúsculas escamas de cera, tan delicadas que parecen caspa brillante. Con las mandíbulas las recogen, las amasan y las mezclan con saliva y propóleos. Los propóleos son unas sustancias resinosas que las abejas recogen de las yemas y cortezas de los árboles para construir y proteger la colmena, sellando grietas y desinfectando el interior. Las abejas lo mezclan con sus propias secreciones, cera y polen, creando un material rico en flavonoides, aceites esenciales y minerales que se usa tradicionalmente en la medicina natural para aliviar resfriados, calmar la tos, tratar heridas y estimular el sistema inmunológico.

En la colmena, a unos acogedores 35 °C, una temperatura que las obreras se encargan de mantener, la cera se vuelve tan maleable como arcilla tibia. Al principio, las obreras no hacen hexágonos: forman celdas circulares. Pero cuando muchas de esas circunferencias blandas se aprietan unas contra otras, y el calor de los cuerpos de los laboriosos insectos las reblandece, ocurre la magia física: las celdas se deforman y se convierten en hexágonos perfectos. El panal es, en cierto modo, una escultura colectiva moldeada por biología, física y geometría trabajando en equipo.

Es difícil no sentir un escalofrío de admiración. Nosotros necesitamos ecuaciones, ordenadores y demostraciones formales para justificar el hexágono. Ellas lo hacen con instinto, paciencia y zumbidos. Y lo más curioso: lo hacen porque no tienen otra opción. La evolución, ese ingeniero ciego, las fue puliendo hasta que solo sobrevivieron las arquitectas más eficientes.

Podría pensarse que las abejas saben geometría. En realidad, no la saben: son la geometría. Sus panales son como una tesis doctoral escrita con alas y aguijones. Y nos ofrecen, de paso, una lección incómoda: la naturaleza a menudo resuelve con elegancia lo que a nosotros nos lleva siglos de debates, pizarras y ordenadores.

Quizás por eso las abejas despiertan tanta fascinación. Son diminutas, pero sus obras tienen escala cósmica. Donde nosotros erigimos pirámides y catedrales, ellas construyen panales. Y a diferencia de los arquitectos humanos, que suelen arruinarse o morir antes de ver terminadas sus obras, las abejas nunca se equivocan: cada hexágono encaja, cada celda funciona, cada colmena prospera.

Al final, el secreto geométrico de las abejas no es un secreto en absoluto. Es la evidencia de que la biología, la física de los materiales y la matemática de la optimización pueden convivir en perfecta armonía dentro de un insecto de apenas un gramo. Y, para nuestra humillación, sin pizarras, sin ecuaciones y sin demostraciones como la que publicó Thomas Callister Hales en Annals of Mathematics.