Las abejas no escriben tratados
de matemáticas ni publican en revistas científicas, pero hace miles de años
resolvieron uno de los problemas más elegantes de la geometría. Sin pizarras,
sin compases, sin calculadoras, sin teoremas y sin IA. Sus colmenas son
auténticas catedrales de eficiencia: millones de celdas hexagonales, perfectas
y repetidas, construidas con la exactitud de una ingeniera y la gracia de una
artista.
El misterio no pasó desapercibido. Ya los griegos se preguntaban por qué estos insectos, de cerebro minúsculo, habían dado con un patrón que cualquier albañil envidiaría. El desafío matemático es sencillo de formular: ¿qué figura regular permite recubrir una superficie sin dejar huecos? Las candidatas son tres: el triángulo equilátero, el cuadrado y el hexágono.
Los triángulos son eficientes, sí, pero
resultan demasiado puntiagudos para una abeja cargada de néctar. Los cuadrados
llenan el espacio, pero desperdician perímetro. El hexágono, en cambio, es el
campeón indiscutible: encierra la mayor área posible con el menor gasto de
borde. Dicho de otro modo: más miel, menos cera. Y dado que la cera es cara de
producir —cada gramo exige que las abejas consuman más de ocho gramos de miel—,
la naturaleza no podía permitirse derroches.
Ahora bien, no basta con la
teoría: hay que poner ladrillos. O mejor dicho, cera. Las abejas cuentan con
glándulas en su abdomen que segregan minúsculas escamas de cera, tan delicadas
que parecen caspa brillante. Con las mandíbulas las recogen, las amasan y las
mezclan con saliva y propóleos. Los propóleos son unas sustancias resinosas que
las abejas recogen de las yemas y cortezas de los árboles para construir y
proteger la colmena, sellando grietas y desinfectando el interior. Las abejas
lo mezclan con sus propias secreciones, cera y polen, creando un material rico
en flavonoides, aceites esenciales y minerales que se usa tradicionalmente en
la medicina natural para aliviar resfriados, calmar la tos, tratar heridas y
estimular el sistema inmunológico.
En la colmena, a unos acogedores
35 °C, una temperatura que las obreras se encargan de mantener, la cera se
vuelve tan maleable como arcilla tibia. Al principio, las obreras no hacen
hexágonos: forman celdas circulares. Pero cuando muchas de esas circunferencias
blandas se aprietan unas contra otras, y el calor de los cuerpos de los laboriosos
insectos las reblandece, ocurre la magia física: las celdas se deforman y se
convierten en hexágonos perfectos. El panal es, en cierto modo, una escultura
colectiva moldeada por biología, física y geometría trabajando en equipo.
Es difícil no sentir un
escalofrío de admiración. Nosotros necesitamos ecuaciones, ordenadores y
demostraciones formales para justificar el hexágono. Ellas lo hacen con
instinto, paciencia y zumbidos. Y lo más curioso: lo hacen porque no tienen
otra opción. La evolución, ese ingeniero ciego, las fue puliendo hasta que solo
sobrevivieron las arquitectas más eficientes.
Podría pensarse que las abejas
saben geometría. En realidad, no la saben: son la geometría. Sus panales son
como una tesis doctoral escrita con alas y aguijones. Y nos ofrecen, de paso,
una lección incómoda: la naturaleza a menudo resuelve con elegancia lo que a
nosotros nos lleva siglos de debates, pizarras y ordenadores.
Quizás por eso las abejas
despiertan tanta fascinación. Son diminutas, pero sus obras tienen escala
cósmica. Donde nosotros erigimos pirámides y catedrales, ellas construyen
panales. Y a diferencia de los arquitectos humanos, que suelen arruinarse o
morir antes de ver terminadas sus obras, las abejas nunca se equivocan: cada
hexágono encaja, cada celda funciona, cada colmena prospera.
Al final, el secreto geométrico de las abejas no es un secreto en absoluto. Es la evidencia de que la biología, la física de los materiales y la matemática de la optimización pueden convivir en perfecta armonía dentro de un insecto de apenas un gramo. Y, para nuestra humillación, sin pizarras, sin ecuaciones y sin demostraciones como la que publicó Thomas Callister Hales en Annals of Mathematics.