La floración del agave es un
acontecimiento de tal importancia que uno casi esperaría que lo retransmitieran
en directo: es el momento en que esta suculenta fanática del sol y el calor
genera los ingredientes que acabarán en pulque, tequila, mezcal y un puñado de
bebidas que pueden alegrarte una fiesta o reordenarte la memoria.
La primera
criatura líquida de esta saga fue el pulque: un caldo levemente fermentado
de savia o «aguamiel», tan suave que puedes beberlo sin acabar bailando en la
azotea (aunque nada lo prohíbe). El tequila y el mezcal, en cambio, juegan en
otra liga: alcoholes destilados de alta graduación capaces de poner a prueba tu
dicción y tus recuerdos de la noche anterior.
Antes de Cortés: hornos bajo
tierra y agaves tostados
Mucho antes de que los españoles
desembarcaran con sus armaduras, sus caballos y sus misioneros, los pueblos de
México ya tenían un truco culinario que hoy haría las delicias de cualquier
chef de vanguardia: tostar el corazón del agave. Bastaba con asarlo en hornos
subterráneos para que sus azúcares se caramelizaran, liberando un aroma dulce y
ahumado. Y aunque oficialmente solo lo hacían para comerlo, hay indicios
arqueológicos que sugieren que también sabían destilarlo. O, como mínimo,
sabían divertirse.
Cuando los españoles llegaron, se
toparon con campos de agave cuidados como si fueran bonsáis gigantes. Los
cultivadores esperaban el momento exacto en que la planta estaba a punto de
florecer —pero no del todo—, cortaban las hojas y dejaban al descubierto una
«piña» del tamaño de una calabaza mutante. Estas se tostaban durante días en
hornos de piedra enterrados.
Algunos arqueólogos defienden,
copa en mano, que ya existía un sistema de destilación autóctono; otros se
enzarzan en discusiones que podrían durar más que una fermentación lenta. Pero
lo que sí sabemos es que los españoles aportaron una tecnología clave: el
alambique.
Galeones, filipinos y la magia
del alambique
El mérito de la destilación no
fue solo hispano. Los galeones de Manila, que durante dos siglos navegaron
entre Filipinas y Acapulco cargados de especias, seda y plata, trajeron consigo
un invento humilde y brillante: el alambique filipino.
Imagina un tronco de árbol
ahuecado —a menudo de guanacaste, un árbol de nombre tan rotundo que podría ser
un personaje de telenovela— colocado sobre un horno subterráneo. Se llenaba de
mosto de agave, se calentaba, y un cuenco de cobre recogía el vapor que goteaba
lentamente a través de un tubo de bambú o de una hoja enrollada de agave. Nada
de acero inoxidable ni válvulas de precisión: pura ingeniería tropical.
Los alambiques de cobre españoles
—los «árabes»— llegaron poco después, y para 1621 la cosa ya era oficial: un
sacerdote de Jalisco, Domingo Lázaro de Arregui, documentó que del corazón
tostado del agave salía «un vino por destilación más claro que el agua y más
fuerte que el alcohol de caña». Ahí es nada.
De “gasolina y electricidad” a
delicatessen de barista
Durante siglos, los destilados de
agave cargaron con mala fama. En 1897, Scientific American los describía como
«una mezcla de gasolina, ginebra y electricidad». Uno casi se pregunta si el
periodista no estaba describiendo una tormenta eléctrica.
Hoy, sin embargo, un buen mezcal
es una joya artesanal. En Oaxaca y Guerrero, las «piñas» siguen cociéndose bajo
tierra entre maderas de roble o mezquite, y se trituran en una tahona —una
enorme rueda de piedra que antaño movía un burro y que ahora gira con motores
discretamente modernos—. Luego viene la fermentación, con levaduras silvestres
si se busca suavidad, o con toda la pulpa si se quiere un mezcal ahumado que
haría llorar de emoción a un escocés amante del güisqui de turba.
Los destiladores más puristas
llegan a prohibir que alguien perfumado se acerque al alambique, temerosos de
que una molécula de jazmín arruine su creación. Y con razón: los mejores
mezcales se etiquetan como un buen borgoña, por especie de agave y pueblo de
origen.
Algunos, como el mítico mezcal de
pechuga, incluyen un toque de fruta silvestre y, atención, una pechuga de pollo
cruda suspendida en el alambique. No es un sacrificio ritual, sino un modo
(sorprendentemente eficaz) de equilibrar sabores. Si te suena excéntrico,
pruébalo antes de opinar.
Tequila: de apellido local a
estrella global
El tequila nació como un simple
apellido del mezcal. En el siglo XIX, designaba el destilado producido en torno
a la ciudad de Tequila, Jalisco. Lo que lo separa hoy de su primo oaxaqueño es
el método: se usa exclusivamente Agave tequilana «Weber azul», cultivado en
campos ordenados como un tablero de ajedrez, y se cuece al vapor en hornos de
mampostería, no en hoyos de tierra.
El siglo XX lo convirtió en
símbolo nacional y en ingrediente de incontables margaritas. Lástima que gran
parte de lo que se bebe fuera de México sean «mixtos»: tequilas que mezclan
hasta un 49% de azúcares ajenos al agave. Si quieres probar un tequila de
verdad, busca el que diga 100% agave. Encontrarás sorpresas: algunos recuerdan
al ron añejo, otros al güisqui, otros a un licor floral francés. Todos ellos
piden a gritos ser bebidos solos, sin sal ni lima.
Y la mescalina, ¿qué pinta
aquí?
Por si quedaba alguna confusión:
el mezcal nada tiene que ver con la mescalina, el componente psicoactivo del
cactus peyote. El lío viene de que en el siglo XIX el peyote se vendía como
«botones de mezcal». Una simple coincidencia de nombre que aún hoy confunde a
turistas optimistas.
En resumen: el agave, esa planta paciente que florece una vez en la vida, ha dado a la humanidad algo mejor que sombra en el desierto. Ha dado pretextos para celebraciones, discusiones académicas, innovaciones técnicas y, de paso, tragos capaces de rivalizar con el mejor güisqui escocés. La próxima vez que te sirvas un buen mezcal o un tequila auténtico, piensa en todo ese viaje de siglos y en los hornos de piedra prehispánicos. Y brinda, claro: la ciencia —y la ironía— lo aprueban.