En cualquier esquina de
Manhattan, el aire todavía conserva ese olor metálico de los días en que Nueva
York se construía a sí misma. Ahora todo parece sólido, pero basta con contemplar
una vieja fotografía para recordar que alguna vez la ciudad fue un acto de fe
sostenido por remaches y vértigo.
La imagen se llama Lunch atop
a Skyscraper, aunque en español todos la conocemos como Almuerzo en lo
alto de un rascacielos. A más de doscientos metros del suelo, once hombres
sentados sobre una viga de acero comen, fuman y bromean como si el abismo bajo
sus pies no existiera. Ninguno lleva arnés. Ninguno parece tener miedo. Detrás
de ellos, la ciudad se disuelve en la neblina: el Hudson, Central Park, un
océano de edificios que parecen juguetes.
La fotografía fue tomada el 20 de
septiembre de 1932, durante la construcción del Rockefeller Center. Eran años
de desesperanza. La Gran Depresión había dejado quince millones de desempleados
y una nación entera buscando razones para creer en el futuro. En medio de ese
panorama, aquellos once hombres colgando sobre Manhattan se convirtieron —sin
saberlo— en el símbolo de un país que se negaba a rendirse.
Durante décadas, se creyó que la
imagen pertenecía al Empire State. No era raro: la fotografía parecía encarnar
el mito de la torre más alta del mundo, ese coloso que había desafiado la
crisis económica. Pero no. Los obreros almorzaban en una viga del edificio RCA
(hoy GE Building), parte del ambicioso complejo del Rockefeller Center. Lo que
sostenía aquella viga era algo más que acero: era una declaración de optimismo.
El autor de la fotografía sigue
envuelto en el misterio. Casi todos los indicios apuntan a Charles C. Ebbets,
un fotógrafo de Florida que trabajaba para la empresa promotora del proyecto,
aunque otros nombres —William Leftwich, Thomas Kelley— se cuelan en la historia
como sombras borrosas. En aquellos tiempos, el crédito no importaba tanto: las
fotos eran propiedad del periódico o del estudio, y el fotógrafo era apenas un
oficio sin firma.
Más sorprendente aún es que no se
trató de una sola foto. Aquella jornada en las alturas fue una sesión completa:
hay imágenes de los obreros estirándose, fumando, incluso durmiendo sobre la
viga. Una coreografía de valentía cotidiana, montada quizás con la intención
publicitaria de mostrar al país que Nueva York seguía creciendo pese a todo.
Y, sin embargo, aunque la escena
pudo haber sido en parte preparada, el peligro era real. Los hombres estaban
realmente a más de 250 metros del suelo. Puede que hubiera algún andamio o una
plataforma más abajo —nadie lo sabe—, pero bastaba un mal paso para convertir
la fotografía en tragedia.
En 2012, un documental irlandés
titulado Men at Lunch intentó poner nombre a los protagonistas. Tras
años de investigación, solo dos fueron identificados con cierta certeza: Joseph
Eckner y Joe Curtis. El resto siguen siendo fantasmas anónimos, rostros
endurecidos por el viento, por el hambre, por la vida en tiempos difíciles.
Uno de ellos sostiene una botella
de lo que parece wiski. Otro ofrece un cigarrillo. En el centro, un obrero
sostiene un sándwich como quien sostiene una bandera. Ninguno mira hacia abajo.
Ninguno parece pensar en la muerte. Hay en ellos una naturalidad casi poética,
como si el miedo se hubiera quedado en la planta baja.
Cuando visito el Rockefeller
Center y levanto la vista hacia las torres, intento imaginar aquel almuerzo
suspendido en el aire. El ruido del tráfico sube como un eco lejano y me
resulta difícil creer que alguien pudiera sentarse ahí arriba a comer un
bocadillo. Pero algo de ese espíritu persiste en la ciudad: una mezcla de
audacia y despreocupación que parece brotar del propio acero.
Nueva York se fundó sobre la
promesa de lo imposible. En una ciudad que es un monumento al paisaje urbano,
los edificios parecen montañas levantadas a fuerza de voluntad. En los años
treinta, mientras el país se hundía en la crisis, esos obreros —muchos de ellos
inmigrantes irlandeses, italianos o nativos americanos— trabajaban sin red,
cobrando apenas unos dólares al día, convencidos de que aquel esfuerzo era, de
algún modo, la salvación de todos.
El negativo original de la
fotografía, dicen, se conserva en Iron Mountain, un búnker subterráneo cerca de
Pittsburgh donde se guardan documentos históricos y obras de arte. Está
deteriorado, amarillento, como si también él hubiera envejecido con el siglo.
Pero la imagen no envejece. Sigue
viva en carteles, tazas, camisetas, murales; se repite hasta el cansancio, y
aun así conserva su poder. Quizá porque nos recuerda algo esencial: que la vida
siempre se sostiene sobre una viga invisible, y que cada día es una prueba de
equilibrio.
A veces pienso que esos once
hombres no están comiendo: están representando a toda una generación que
decidió no mirar hacia abajo. Cada bocado suyo es una afirmación de esperanza.
Nueva York los devoró y los
inmortalizó al mismo tiempo. No sabemos sus nombres, pero sí lo que simbolizan:
el coraje anónimo, la dignidad del trabajo, la belleza del riesgo. Por eso,
cuando miro esa foto, no veo obreros suspendidos en el vacío, sino el retrato
de un país aprendiendo a sostenerse de nuevo.
Once hombres sobre una viga, y debajo de ellos, el mundo entero esperando que no se caigan.