martes, 14 de octubre de 2025

ONCE HOMBRES SOBRE UNA VIGA

 

En cualquier esquina de Manhattan, el aire todavía conserva ese olor metálico de los días en que Nueva York se construía a sí misma. Ahora todo parece sólido, pero basta con contemplar una vieja fotografía para recordar que alguna vez la ciudad fue un acto de fe sostenido por remaches y vértigo.

La imagen se llama Lunch atop a Skyscraper, aunque en español todos la conocemos como Almuerzo en lo alto de un rascacielos. A más de doscientos metros del suelo, once hombres sentados sobre una viga de acero comen, fuman y bromean como si el abismo bajo sus pies no existiera. Ninguno lleva arnés. Ninguno parece tener miedo. Detrás de ellos, la ciudad se disuelve en la neblina: el Hudson, Central Park, un océano de edificios que parecen juguetes.

La fotografía fue tomada el 20 de septiembre de 1932, durante la construcción del Rockefeller Center. Eran años de desesperanza. La Gran Depresión había dejado quince millones de desempleados y una nación entera buscando razones para creer en el futuro. En medio de ese panorama, aquellos once hombres colgando sobre Manhattan se convirtieron —sin saberlo— en el símbolo de un país que se negaba a rendirse.

Durante décadas, se creyó que la imagen pertenecía al Empire State. No era raro: la fotografía parecía encarnar el mito de la torre más alta del mundo, ese coloso que había desafiado la crisis económica. Pero no. Los obreros almorzaban en una viga del edificio RCA (hoy GE Building), parte del ambicioso complejo del Rockefeller Center. Lo que sostenía aquella viga era algo más que acero: era una declaración de optimismo.

El autor de la fotografía sigue envuelto en el misterio. Casi todos los indicios apuntan a Charles C. Ebbets, un fotógrafo de Florida que trabajaba para la empresa promotora del proyecto, aunque otros nombres —William Leftwich, Thomas Kelley— se cuelan en la historia como sombras borrosas. En aquellos tiempos, el crédito no importaba tanto: las fotos eran propiedad del periódico o del estudio, y el fotógrafo era apenas un oficio sin firma.

Más sorprendente aún es que no se trató de una sola foto. Aquella jornada en las alturas fue una sesión completa: hay imágenes de los obreros estirándose, fumando, incluso durmiendo sobre la viga. Una coreografía de valentía cotidiana, montada quizás con la intención publicitaria de mostrar al país que Nueva York seguía creciendo pese a todo.

Y, sin embargo, aunque la escena pudo haber sido en parte preparada, el peligro era real. Los hombres estaban realmente a más de 250 metros del suelo. Puede que hubiera algún andamio o una plataforma más abajo —nadie lo sabe—, pero bastaba un mal paso para convertir la fotografía en tragedia.


En 2012, un documental irlandés titulado Men at Lunch intentó poner nombre a los protagonistas. Tras años de investigación, solo dos fueron identificados con cierta certeza: Joseph Eckner y Joe Curtis. El resto siguen siendo fantasmas anónimos, rostros endurecidos por el viento, por el hambre, por la vida en tiempos difíciles.

Uno de ellos sostiene una botella de lo que parece wiski. Otro ofrece un cigarrillo. En el centro, un obrero sostiene un sándwich como quien sostiene una bandera. Ninguno mira hacia abajo. Ninguno parece pensar en la muerte. Hay en ellos una naturalidad casi poética, como si el miedo se hubiera quedado en la planta baja.

Cuando visito el Rockefeller Center y levanto la vista hacia las torres, intento imaginar aquel almuerzo suspendido en el aire. El ruido del tráfico sube como un eco lejano y me resulta difícil creer que alguien pudiera sentarse ahí arriba a comer un bocadillo. Pero algo de ese espíritu persiste en la ciudad: una mezcla de audacia y despreocupación que parece brotar del propio acero.

Nueva York se fundó sobre la promesa de lo imposible. En una ciudad que es un monumento al paisaje urbano, los edificios parecen montañas levantadas a fuerza de voluntad. En los años treinta, mientras el país se hundía en la crisis, esos obreros —muchos de ellos inmigrantes irlandeses, italianos o nativos americanos— trabajaban sin red, cobrando apenas unos dólares al día, convencidos de que aquel esfuerzo era, de algún modo, la salvación de todos.

El negativo original de la fotografía, dicen, se conserva en Iron Mountain, un búnker subterráneo cerca de Pittsburgh donde se guardan documentos históricos y obras de arte. Está deteriorado, amarillento, como si también él hubiera envejecido con el siglo.

Pero la imagen no envejece. Sigue viva en carteles, tazas, camisetas, murales; se repite hasta el cansancio, y aun así conserva su poder. Quizá porque nos recuerda algo esencial: que la vida siempre se sostiene sobre una viga invisible, y que cada día es una prueba de equilibrio.

A veces pienso que esos once hombres no están comiendo: están representando a toda una generación que decidió no mirar hacia abajo. Cada bocado suyo es una afirmación de esperanza.

Nueva York los devoró y los inmortalizó al mismo tiempo. No sabemos sus nombres, pero sí lo que simbolizan: el coraje anónimo, la dignidad del trabajo, la belleza del riesgo. Por eso, cuando miro esa foto, no veo obreros suspendidos en el vacío, sino el retrato de un país aprendiendo a sostenerse de nuevo.

Once hombres sobre una viga, y debajo de ellos, el mundo entero esperando que no se caigan.