Nadie
sabe en qué día nació Jesús. Nadie lo supo nunca. Y, sin embargo, casi todo el
mundo está convencido de que fue un 25 de diciembre. No porque lo digan los
evangelios —que guardan un silencio absoluto sobre la fecha—, sino porque el
calendario, ese artefacto político disfrazado de neutralidad, decidió que así
fuera. La Navidad no cayó del cielo: se colocó cuidadosamente en el punto
exacto donde la luz empieza a volver.
El
25 de diciembre no aparece en ningún texto bíblico. No hay pastores tocando siringas, ni censos con fecha y hora, ni estrellas con cola. Durante los
primeros siglos del cristianismo, de hecho, nadie parecía muy interesado en
celebrar el nacimiento de Cristo. Lo importante era la muerte y, sobre todo, la
resurrección. Celebrar cumpleaños se consideraba una costumbre pagana, incluso
sospechosa. Orígenes de Alejandría escribió que solo los pecadores festejaban
su natalicio. Así que durante bastante tiempo la Navidad, sencillamente, no
existió.
La
pregunta empezó a imponerse cuando el cristianismo dejó de ser una religión
clandestina y se convirtió en algo más serio, más organizado, más influyente, más preocupado por los bienes terrenales que por los espirituales.
Si Jesús era Dios, si era el centro del mensaje, resultaba extraño no
conmemorar su llegada al mundo. El problema era evidente: ¿cuándo había nacido?
Las respuestas variaban según la comunidad. Marzo, abril, mayo, el 6 de enero.
Cada fecha venía acompañada de razonamientos simbólicos, cálculos teológicos y
una buena dosis de imaginación. Nada concluyente.
Pero
la cuestión no era solo religiosa. Era cultural, y sobre todo imperial. El
cristianismo crecía dentro del Imperio romano, que ya tenía un calendario
perfectamente engrasado, lleno de fiestas, rituales y celebraciones que
marcaban el ritmo del año. Y en ese calendario había una fecha decisiva: el
solsticio de invierno. El día más corto. La noche más larga. A partir de ahí,
la luz regresaba. Para una sociedad agrícola, aquello no era poesía: era
supervivencia.
Roma
había convertido ese fenómeno natural en una celebración religiosa de primer
orden. El Sol no era solo un astro, sino una divinidad protectora del imperio.
En el siglo III, el emperador Aureliano elevó el culto al Sol Invictus a
religión oficial y fijó su gran fiesta el 25 de diciembre: el Dies Natalis
Solis Invicti, el nacimiento del Sol invencible. Se celebraba con juegos,
banquetes, regalos. El Sol volvía a ganar. Roma respiraba tranquila.
Cuando
el cristianismo empezó a ocupar espacio en ese mismo mundo, la Iglesia tuvo que
decidir qué hacer con todo aquello. Podía combatir las fiestas paganas o podía
convivir con ellas. Eligió lo segundo, que suele ser más eficaz. No se trató de
borrar el calendario romano, sino de infiltrarse, de superponer un nuevo significado. Si el 25
de diciembre celebraba el nacimiento del Sol, también podía celebrar el
nacimiento de Cristo. Bastaba con ajustar el relato. Cristo pasó a ser la
verdadera luz del mundo. El Sol de justicia. El lenguaje encajaba demasiado
bien como para ignorarlo.
En ese contexto, el 25 de diciembre era una fecha perfecta. Ya estaba ahí. Ya se celebraba. Ya tenía significado. No exigía destruir nada, solo reinterpretarlo. A finales del siglo IV, la Iglesia de Roma celebraba oficialmente ese día el nacimiento de Cristo, y la costumbre se fue extendiendo por Occidente.
En
cambio, en el cristianismo de Oriente el 6 de enero fue durante siglos la gran
fiesta de Cristo porque se entendía como la Epifanía, es decir, su
manifestación al mundo. No se celebraba solo el nacimiento, sino también la
adoración de los magos y, sobre todo, el bautismo en el Jordán, considerado el
momento en que Jesús se revela públicamente como Hijo de Dios. Para la teología
oriental primitiva, esta revelación era más importante que la fecha del
nacimiento.
Así las cosas, en Oriente, el 6 de enero siguió teniendo peso durante siglos, pero acabó conviviendo con la Navidad romana: el 25 de diciembre se impuso con un énfasis distinto: la encarnación y el nacimiento. No hubo una orden tajante ni una ruptura violenta. Fue una transición lenta, casi elegante. No fue una maniobra burda ni especialmente cínica. Fue una adaptación inteligente.
Las religiones no se construyen desde cero: se apoyan en lo que ya existe. El
cristianismo no inventó el simbolismo de la luz que vence a la oscuridad. Lo
heredó y lo reinterpretó. En lugar de un astro invencible, colocó en el centro
de la escena a un niño nacido en un establo. El mensaje, en el fondo, era el
mismo: después de la noche, algo vuelve a empezar.
A
menudo se menciona el Concilio de Nicea como el momento en que se fijó
oficialmente la Navidad el 25 de diciembre. No es del todo cierto. Nicea se
ocupó de asuntos bastante más urgentes: definir la naturaleza de Cristo, cerrar
disputas doctrinales que amenazaban con romper la Iglesia, establecer una
ortodoxia común. Pero sí marcó un punto de inflexión decisivo. A partir de
entonces, el cristianismo empezó a pensarse en clave imperial. Y una religión
imperial necesita un calendario común, reconocible, compartido.
Visto desde hoy, puede parecer una jugada estratégica, una forma de apropiarse de una fiesta popular. Desde la mentalidad de la Antigüedad, era algo mucho más natural. El mundo no se dividía en compartimentos estancos. El Sol, la fe, el poder y el calendario formaban parte del mismo sistema simbólico. El cristianismo no ocupó un hueco vacío: reorganizó el sentido de lo que ya existía.
La
paradoja es evidente. Una religión que acabaría siendo ferozmente crítica con
el paganismo nació, en parte, abrazando uno de sus símbolos más poderosos. El
25 de diciembre no es la fecha histórica del nacimiento de Jesús, pero sí es la
fecha en la que el cristianismo decidió hablar el lenguaje del mundo real, con
sus ritmos, sus miedos y sus esperanzas. En el momento más oscuro del año,
cuando el Sol parece vencido, alguien nace. Y con él, la promesa —antigua,
persistente, obstinada— de que la luz siempre regresa.