domingo, 21 de septiembre de 2025

EL EXTRAÑO PERIPLO DEL PENE DE NAPOLEÓN

 

De todos los trofeos históricos que uno podría coleccionar —una bandera de batalla, una carta manuscrita, un sable usado en Austerlitz— pocos habrían imaginado que entre ellos destacaría un pene reseco del siglo XIX. Y, sin embargo, ese es el caso de Napoleón Bonaparte.

Cuando en 1821 el emperador murió en Santa Elena, su cuerpo fue sometido a una autopsia por el doctor Francesco Antommarchi. Los asistentes se llevaron reliquias como mechones de pelo o trozos de costilla, porque la necrofilia patriótica tenía buena prensa en la época. Entre esas supuestas reliquias se encontraba, según la leyenda, el pene imperial, que terminó en manos del capellán corso Paul Anges Vignali.

El cura que se llevó un emperador en pedacitos

Paul Anges Vignali no estaba destinado a pasar a la posteridad. Era un sacerdote corso, discreto, piadoso, con una carrera eclesiástica sin mayores sobresaltos. Pero en 1819, por caprichos de la geografía y de la familia Bonaparte, le tocó un destino singular: fue enviado a Santa Elena para ocuparse de los sacramentos del prisionero más famoso del planeta, Napoleón Bonaparte.

Para Napoleón, aquel curita joven era un recordatorio constante de su isla natal, un pedacito de Córcega en medio del Atlántico. Vignali celebraba misa en Longwood, rezaba con él y le servía de capellán privado. Cuando el emperador agonizaba en mayo de 1821, fue Vignali quien le administró los últimos sacramentos y, al morir, ofició el funeral. Hasta aquí, nada extraño: un sacerdote cumpliendo con su deber.

Lo insólito vino después. Durante la autopsia dirigida por el doctor Antommarchi, se repartieron recuerdos y reliquias del cadáver. Algunos se llevaron mechones de pelo, otros trozos de tela ensangrentada. A Vignali, según la leyenda, le tocó el premio gordo: el pene de Napoleón. O, al menos, algo que más tarde se vendería como tal. El sacerdote guardó la supuesta reliquia junto a otros objetos personales —un libro de oraciones, utensilios de misa, prendas del emperador— y, de vuelta a Córcega, los legó a su familia.

El resto es historia rocambolesca: los descendientes vendieron el lote un siglo después, y entre cartas y reliquias apareció ese “objeto” que acabaría pasando por subastas, colecciones privadas y titulares sensacionalistas. Así, el nombre de Paul Anges Vignali quedó para siempre atado al episodio más grotesco de la memoria napoleónica.

De modo que, si repasamos la biografía: sacerdote correcto, buen confesor, último acompañante espiritual del emperador… y custodio involuntario de la reliquia más discutida de la historia. Nadie recuerda sus sermones, sus parroquias o sus actos de piedad; pero todos saben que, gracias a él, el pene de Napoleón tuvo más vida después de muerto que en todo su Imperio.

El librero que compró un pene

El objeto, sea lo que fuese, permaneció discretamente en la familia Vignali durante un siglo, hasta que en 1924 un librero estadounidense llamado A.S.W. Rosenbach lo compró. Era famoso por adquirir rarezas bibliográficas, pero en este caso pareció dejarse llevar por otro tipo de rarezas.

Además de ser un judío de libro, Abraham Simon Wolf Rosenbach fue el librero más influyente de su tiempo. Nacido en Filadelfia en 1876, era un comerciante con una nariz infalible para detectar qué libro raro o qué manuscrito excitaría la codicia de millonarios aburridos. Se convirtió en el marchante favorito de los magnates del acero, el petróleo y el ferrocarril, hombres que querían exhibir primeras ediciones de Shakespeare, Dickens o Poe como otros exhibían yates o caballos de carreras.

Hasta aquí, todo muy distinguido. Pero Rosenbach tenía también un punto de travieso y de morboso. Su olfato no se limitaba a la literatura: le gustaban las rarezas que provocaban un “oh” entre sus clientes. Y en 1924 encontró una joya inesperada en Córcega: la familia de Paul Anges Vignali, el sacerdote que había acompañado a Napoleón en Santa Elena, vendía un lote de reliquias. Entre libros de oraciones y objetos piadosos había una pieza insólita: un pene reseco que, según decían, pertenecía al mismísimo emperador.

Rosenbach lo compró sin dudar, quizá con la misma seriedad con que habría adquirido una primera edición de Hamlet. El objeto se convirtió en parte de su arsenal de rarezas, y con ello cambió de categoría: pasó de reliquia dudosa a pieza de coleccionismo internacional. A partir de entonces, el supuesto miembro viril de Napoleón circuló en catálogos, subastas y exposiciones, alimentando titulares y risas nerviosas.

Así, Rosenbach, el librero que introdujo a Estados Unidos en el gran juego del coleccionismo bibliográfico, fue también el hombre que dio carta de naturaleza al objeto más extravagante de la posvida napoleónica. Su legado incluye bibliotecas fabulosas, ediciones únicas… y el hecho de haber convertido un trozo de tejido marchito en la reliquia histórica más comentada de todos los tiempos.

En resumen: Rosenbach fue el librero que podía venderte la primera edición de A Christmas Carol o el pene de Napoleón, con idéntica sonrisa profesional. Y siempre encontraba a alguien dispuesto a pagar. Gracias a él, en los años setenta, el supuesto pene fue exhibido en Nueva York, donde los críticos lo describieron con la frialdad científica que da la decepción: “parece un cordón reseco de cuero”. Pese a tan poco glamuroso aspecto, la pieza se revalorizó gracias a la fascinación popular por lo escabroso. En 1999 fue subastada y comprada por John Lattimer.

El urólogo que coleccionaba cadáveres ajenos o de cómo la ironía se escribió sola.

John Kingsley Lattimer fue, en la vida civil, un urólogo eminente de la Universidad de Columbia. Publicó cientos de artículos, operó a miles de pacientes, extirpó próstatas por millares, y dejó un legado médico intachable. Pero su verdadera fama no vino de los quirófanos, sino de lo que hacía en casa: coleccionar reliquias históricas de dudoso gusto.

Lattimer tenía una obsesión peculiar: reunir objetos relacionados con la muerte de grandes personajes. En su colección privada convivían trozos de vendajes ensangrentados de Lincoln, pertenencias de Kennedy, recuerdos de Hitler… y, por supuesto, el presunto pene de Napoleón.

Lo compró en 1999 en Christie’s, como quien adquiere un Stradivarius o un cuadro de Renoir. Para Lattimer no era un chiste, sino una pieza científica más, un vestigio anatómico digno de figurar junto a sus reliquias médicas. Para el resto del mundo, en cambio, fue el colmo del morbo: el miembro imperial acababa bajo custodia de un especialista en órganos masculinos. La ironía se escribió sola.

En resumen, Lattimer fue el último guardián conocido del falo napoleónico, un médico que supo equilibrar la seriedad de la ciencia con el humor involuntario de la historia. Y que, sin proponérselo, añadió un pie de página surrealista a la biografía de un emperador que ya tenía bastantes.

Cuando Lattimer murió en 2007, su hijo heredó la colección. Y allí se desvaneció la pista: algunos creen que se vendió discretamente junto a otros objetos, otros que el heredero decidió conservarlo en un cajón, como quien guarda un viejo pisapapeles que no conviene mostrar a las visitas. En torno a la identidad del comprador hay toda clase de teorías, pero ninguna está demostrada, así que alguien debe tener el pene de Napoleón en su casa, pero no sabemos quién.

¿Era realmente el pene de Napoleón? Esa es la gran incógnita. Los testimonios originales, como las memorias del ayuda de cámara Louis-Étienne Saint-Denis, no hablan de ningún miembro viril cercenado, sino de un simple tendón. Y quienes han visto la reliquia en persona dudan mucho de que haya tenido alguna vez función carnal. Lo más probable es que toda la historia sea una suma de malentendidos, rumores y el irresistible impulso humano de rodear de morbo a los grandes personajes.

Lo cierto es que, si Napoleón hubiese podido preverlo, tal vez habría dicho que prefería ser recordado por su Código Civil, por sus victorias militares o, como mínimo, por su característico sombrero. Pero la posteridad tiene un sentido del humor peculiar. Y así, entre Waterloo y la isla de Elba, entre la gloria y la derrota, la biografía del hombre más temido de Europa terminó adornada por el insólito destino de un pedazo de piel reseca que quizá nunca le perteneció.