domingo, 21 de septiembre de 2025

NAPOLEÓN EN LOS INVÁLIDOS

 

En París, pocas cúpulas brillan tanto como la de los Inválidos. Su dorado es visible desde la Torre Eiffel, desde el Sena, desde casi cualquier punto despejado de la ciudad. Bajo esa cúpula barroca, levantada en el siglo XVII por Jules Hardouin-Mansart, el arquitecto que ha pasado a la historia por su invención de las mansardas que hoy culminan los teatrales edificios parisinos, como iglesia para los veteranos de guerra de Luis XIV, descansa uno de los muertos más famosos de la historia: Napoleón Bonaparte.

La tumba de Napoleón no es solo un lugar de reposo; es un escenario, una pieza teatral de piedra y mármol pensada para impresionar al visitante. La grandeza no está en la serenidad del mausoleo, sino en el exceso: un sarcófago desproporcionado, rodeado de esculturas alegóricas, situado de tal manera que obliga al espectador a inclinarse para mirarlo desde arriba. Incluso muerto, Napoleón consigue que quienes lo visitan bajen la cabeza ante él.


De Santa Elena a París

Napoleón murió el 5 de mayo de 1821 en Santa Elena, la isla remota en medio del Atlántico donde los británicos lo habían confinado tras Waterloo. Su entierro fue sencillo: un féretro, unos pocos sauces, una lápida sin nombre. Así lo había dispuesto el gobernador Hudson Lowe, que temía que la tumba pudiera convertirse en lugar de peregrinación.

Durante casi veinte años, el cadáver del emperador descansó en aquel rincón aislado. Pero en 1840, el rey Luis Felipe I decidió traerlo de vuelta a Francia. No era un gesto inocente: la monarquía de Julio necesitaba legitimidad, y apropiarse de la memoria napoleónica era una forma de reconciliar a los franceses con su reinado. El traslado recibió el nombre solemne de retour des cendres (el regreso de las cenizas), aunque no había cenizas, sino un cuerpo sorprendentemente bien conservado.

El 15 de diciembre de 1840, París fue escenario de un espectáculo sin precedentes. El féretro de Napoleón llegó por el Sena, escoltado por miles de soldados. La multitud se agolpaba en las calles; Victor Hugo, entonces joven poeta, describió la procesión como un acto casi religioso. La ciudad entera parecía rendirse a un hombre que había sido derrotado en vida pero que regresaba triunfante en la muerte.

No bastaba con enterrarlo en cualquier sitio. Había que darle un mausoleo a la altura del mito. Se eligió el Dôme des Invalides, la iglesia real de los veteranos, con su cúpula deslumbrante. Bajo esa cúpula se excavó una cripta circular.

El sarcófago que hoy vemos no se terminó hasta 1861, bajo el Segundo Imperio de Napoleón III, sobrino del emperador. Está hecho de cuarcita roja de los Urales, apoyado sobre un basamento de granito verde de los Vosgos. El conjunto es monumental: mide más de cuatro metros de largo y pesa decenas de toneladas.

Alrededor del sarcófago, doce estatuas de mármol blanco representan victorias militares, como si fueran guardianes del emperador. En el suelo, incrustado en mosaico, un sol recuerda el emblema personal de Napoleón, evocando al mismo tiempo al rey Sol, Luis XIV. La iconografía es clara: grandeza, gloria, inmortalidad.

El detalle más teatral está en la disposición arquitectónica. La tumba está en un nivel inferior, de modo que los visitantes deben inclinarse sobre la balaustrada para verla. Napoleón obliga a todos a agachar la cabeza ante él, incluso en su descanso eterno. Es un triunfo póstumo de la escenografía sobre la historia.

El mausoleo de los Inválidos no es solo un monumento funerario, es también una declaración política. Luis Felipe I quiso reconciliar a Francia con su pasado imperial; Napoleón III lo utilizó como ancla simbólica de su propio régimen. A lo largo del siglo XIX, el lugar se convirtió en santuario del patriotismo francés.

El culto a Napoleón dividió a la sociedad: para unos era un héroe nacional, un genio militar, un César moderno; para otros, un tirano que había llevado a Francia a guerras interminables y a la derrota final. La tumba monumental reforzó la primera visión: la del emperador como figura semidivina, más allá de sus fracasos humanos.

Incluso hoy, los visitantes sienten esa ambivalencia. Algunos se maravillan ante la majestuosidad del monumento; otros lo ven como ejemplo de megalomanía. Pero nadie queda indiferente.

La ironía es evidente. El hombre que murió derrotado, aislado y vigilado, descansa ahora en el corazón de París, en un mausoleo grandilocuente. El exiliado de Santa Elena se transformó en un mito nacional, casi en santo laico.

El contraste entre la tumba original —una lápida modesta sin nombre— y la actual es brutal. El primer entierro reflejaba el ocaso de un hombre que había perdido todo; el segundo, la exaltación de un héroe que Francia decidió reinventar. En ese tránsito está la clave de la memoria napoleónica: más que un recuerdo fiel, una construcción política y estética.

Hoy, el complejo de los Inválidos es un museo militar. Allí reposan también otros mariscales y figuras de la historia francesa, pero ninguno con el boato de Napoleón. Su tumba domina el espacio, atrayendo a turistas de todo el mundo.

El lugar funciona como santuario laico, mezcla de historia, arte y propaganda. La grandeza de la arquitectura y la solemnidad del espacio transmiten la idea de que Napoleón no fue un hombre cualquiera, sino una fuerza histórica. El mausoleo convierte a un personaje ambiguo en una estatua moral: alguien al que mirar hacia abajo, literalmente, pero con respeto.

La tumba de Napoleón en los Inválidos es uno de esos lugares donde la historia y el teatro se confunden. El visitante no contempla solo un sepulcro, sino una representación cuidadosamente construida de lo que Francia quiso recordar.

Algunos dirán que el emperador duerme allí su último sueño. Otros que sigue vigilando, desde su sarcófago desproporcionado, a las generaciones que se inclinan para verlo. En cualquier caso, el mensaje es claro: la gloria puede ser efímera, pero la memoria, con ayuda de arquitectos, reyes y políticos, puede hacerse de piedra.

Napoleón perdió batallas, perdió un imperio y perdió su libertad. Pero en su tumba monumental ganó la inmortalidad.