Fue en el museo Thyssen de Madrid
donde me topé con George Catlin. No lo esperaba. Iba camino de otra sala,
probablemente buscando a Turner o a Hopper, cuando una pintura con dos figuras
diminutas me detuvo. Las cataratas de San Antonio, decía la cartela. Dos
indios, vestidos con minucioso detalle, regresaban de pescar y cazar bajo un
cielo que parecía respirarse. El paisaje se los tragaba casi por completo, como
si la naturaleza quisiera recordarnos quién mandaba allí. Me quedé largo rato
ante el cuadro, con esa mezcla de curiosidad y extrañeza que provocan las obras
que parecen fuera de lugar: un pedazo del Oeste americano colgado en pleno
Paseo del Prado.
La pintura era de George Catlin,
un nombre que apenas me sonaba. Indagué después y descubrí que el hombre había
sido abogado, pintor, explorador, empresario fracasado, aventurero y, en sus
ratos libres, un pionero del ecologismo. Todo eso en la primera mitad del siglo
XIX, cuando el planeta aún era inmenso y los trenes apenas habían empezado a
domesticarlo. Lo que Catlin se propuso parecía simple: pintar a los indios de
América antes de que desaparecieran. Lo que consiguió fue un testamento visual
de un mundo que los demás preferían no ver.
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| George Catlin. Las cataratas de San Antonio. 1871. Óleo sobre Cartón. 46 x 63,5 cm. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid. |
Años después, en el verano de 2013, me encontré otra vez con Catlin, esta vez en el Smithsonian de Washington D.C. Había ido a visitar el Museo de Arte Americano y allí estaba él, con su colección de retratos, escenas de caza, ritos y paisajes imposibles. Me hizo gracia comprobar que en las salas apenas había visitantes. En un país que ha convertido el Oeste en parque temático, el pintor que lo retrató con más fidelidad parecía condenado a una discreta esquina.
Catlin nació en 1796, en
Pensilvania, cuando Estados Unidos apenas contaba con veinte años de historia y
un optimismo desbordante. Estudió Derecho porque era lo que se esperaba de un
joven respetable, pero pronto cambió los códigos legales por los pinceles. No
era un genio técnico, pero tenía lo que pocos: una obsesión. En 1830 viajó por
primera vez al Oeste, acompañando a una expedición militar. Allí descubrió un
mundo que lo dejó fascinado: pueblos que vivían de la caza, sin propiedad
privada, sin prisas, sin relojes. En su mente, los indios representaban la
pureza original, la humanidad antes de la civilización.
Durante los años siguientes
recorrió el Misisipi, el Misuri y las Grandes Llanuras. Dibujó, anotó y pintó
todo lo que pudo. Retrató más de cincuenta tribus: sioux, mandan, blackfoot,
crow, cheyenne... En total, unas seiscientas obras y cientos de páginas de
observaciones etnográficas. Viajaba ligero: un caballo, un asistente, una
tienda y un maletín lleno de pinceles y papel. No lo movía el dinero ni la
gloria. Lo movía la sensación de urgencia. Sabía que aquel mundo estaba a punto
de desaparecer.
En una carta escribió: “El
Gobierno exterminará a estas gentes y sus costumbres. Mi deber es pintarlos,
para que quede testimonio de que existieron.” No exageraba. Mientras él
levantaba sus lienzos, el Congreso debatía cómo expulsar a las tribus de sus tierras.
Andrew Jackson firmaba la Ley de Traslado de los Indios y los colonos avanzaban
hacia el Oeste con la misma energía que las locomotoras.
Catlin quiso que su trabajo
sirviera de advertencia. En 1837 llevó su colección a Nueva York y luego a
Londres y París. La llamó “Indian Gallery” y la presentó como un homenaje a un
pueblo que moría. En Europa lo recibieron con una mezcla de admiración y
desconcierto. Los críticos elogiaron su empeño, pero el público prefería los
salones con odaliscas y ruinas clásicas. Catlin se arruinó tratando de mantener
su galería y acabó vendiéndola a un empresario que la perdió poco después en
una mala inversión.
Hay algo trágicamente
norteamericano en esa historia: el idealista que persigue un sueño hasta
arruinarse. Catlin pasó el resto de su vida intentando reconstruir su obra,
copiando sus propios cuadros y escribiendo libros para sobrevivir. Uno de
ellos, Letters and Notes on the Manners, Customs, and Condition of the North
American Indians, es una mezcla deliciosa de diario, ensayo y catálogo de museo
ambulante. Su estilo recuerda a los cronistas de viajes del siglo XIX: sobrio,
asombrado, un poco ingenuo y, a veces, involuntariamente divertido.
En sus notas cuenta que los
mandan se bañaban cada mañana en el río helado “para fortalecer el alma” y que
los pies negros creían que cada estrella era el espíritu de un guerrero muerto.
También describe los bailes de las praderas, las cacerías de bisontes y las
ceremonias del tabaco. Todo con un respeto que desconcertaba a sus
contemporáneos, acostumbrados a ver en los indios poco más que salvajes
pintorescos.
Mientras recorría las salas del
Smithsonian, me pregunté qué habría pensado Catlin al ver aquel resultado: sus
cuadros colgados en museos con aire acondicionado, protegidos por cristales
antirreflejo. Me lo imaginé paseando por allí, con su bigote victoriano y su
chaqueta de explorador y sonriendo ante el hecho de que, al final, su sueño
había sobrevivido, aunque fuera dentro de una vitrina.
Una de las pinturas que más me
impresionó fue un retrato de Sha-có-pay, jefe de los sioux, con la mirada fija
y una expresión que mezcla orgullo y tristeza. El catálogo señalaba que Catlin
lo pintó en 1832, durante una visita a Fort Union. En sus notas añadió que el
jefe se había negado a posar hasta que el pintor juró que su alma no quedaría
atrapada en el lienzo. Lo hizo, claro, y cumplió su promesa. En cierto modo,
cada cuadro de Catlin es un intento de devolver la dignidad a aquellos rostros
que el progreso prefería olvidar.
Lo curioso es que, en vida,
apenas le reconocieron ese mérito. Murió en 1872, pobre y casi olvidado, en
Jersey City. El Smithsonian compró su colección después de su muerte, cuando ya
nadie discutía su valor documental. Y, sin embargo, más allá de su importancia
etnográfica, lo que conmueve en Catlin es su humanidad. Era un hombre que creyó
en la posibilidad de mirar al otro sin desprecio, de entender una civilización
distinta sin querer borrarla.
En su tiempo, artistas como Carl
Wimar, Albert Bierstadt o Henry Lewis pintaban un Oeste heroico y deslumbrante:
cataratas majestuosas, montañas doradas, atardeceres de postal. Catlin, en
cambio, se fijaba en la gente. Su pintura era menos espectacular, más torpe
incluso, pero más sincera. Mientras los demás idealizaban la conquista, él
documentaba la pérdida.
Recuerdo que en el Thyssen,
frente a Las cataratas de San Antonio, lo que más me llamó la atención no fue
el paisaje sino el gesto de los dos indios. No parecían héroes ni víctimas:
solo dos personas cansadas que regresan a casa. En eso reside la grandeza de
Catlin. Fue el primero que pintó a los nativos no como personajes exóticos,
sino como seres humanos.
Cuando salí del Smithsonian
aquella tarde de 2013, el aire de Washington era espeso y caluroso. En la
calle, los turistas compraban camisetas de Superman y vasos con la cara de
Lincoln. Pensé que Catlin, con su fe en los ideales y su torpeza comercial, habría
sido incapaz de sobrevivir en esta época de selfies y marketing. Pero también
pensé que, de algún modo, su sueño seguía vivo.
Porque su obra —esos seiscientos cuadros pintados a caballo, bajo tormentas y mosquitos— fue un intento heroico de detener el tiempo. Catlin quiso salvar del olvido a los pueblos que su país estaba destruyendo. Y, aunque fracasó en vida, logró lo esencial: que hoy podamos mirarlos a los ojos.


