sábado, 22 de octubre de 2011

La crisis del caballo de hierro

Para llegar hasta aquí hay que atravesar los territorios más solitarios, despoblados, inhóspitos y salvajes de todos los Estados Unidos. Hasta donde alcanza la vista, el terreno es llano y blanco. Como lomos de cocodrilo, enormes costras salinas se endurecen sobre un fango negruzco que se convierte en un intransitable lodazal después de cada uno de los raros aguaceros que caen en este remoto y frío desierto del Estado de los mormones. 

El paisaje parece lunar. En medio del páramo salobre, los escasos viajeros que se aventuran se dan de bruces con las modernas instalaciones de la Thiokol Corporation, una empresa que fabrica vehículos espaciales, que realiza sus pruebas aquí, en estas desoladas planicies. Ningún otro lugar se me antoja más adecuado. 

En medio de la desolación, aquí, lejos de todas partes, en el noroeste de Utah, donde estuvo Promontory, un pueblo barrido por el tiempo, se encontraron dos locomotoras, la Júpiter, insignia del Central Pacific Railroad, y la UP 119, su rival de la compañía Union Pacific Railroad, las dos primeras en llegar hasta este remoto lugar cuando las vías de ferrocarril de ambas compañías, la Júpiter siguiendo el balasto tendido desde levante, la segunda desde poniente, conectaron un país que se estaba expandiendo desde el Atlántico al Pacífico. Aquel fue un acontecimiento que suscitó tanta expectación como la llegada del hombre a la Luna un siglo después. Un clavo de oro, el Golden Spike, fue el remache final de una aventura prodigiosa y la muerte definitiva de la romántica época de las diligencias y de la épica del fugaz Pony Express.

La fantástica epopeya del ferrocarril transcontinental conmovió a un país recién salido de la Guerra de Secesión y necesitado de coser las cicatrices dejadas por las batallas entre hermanos. Autorizado por la Ley del Ferrocarril del Pacífico de 1862 y apoyado con fuerza por el gobierno federal, el ferrocarril transcontinental fue uno de los mayores logros de la presidencia de Abraham Lincoln. El 8 de enero de 1863 dos compañías rivales se lanzaron a una empresa descomunal: tender una vía de tren de 3.000 kilómetros que atravesaría el continente de costa a costa. 

Ocultas tras el horizonte hasta alcanzado el último kilómetro, las líneas avanzaban la una hacia la otra. Les enfrentaba una rivalidad implacable  porque el desafío era importante y la recompensa más todavía. Se trataba de asegurar el control y los beneficios de la mayor porción posible de la línea, porque cada compañía era libre de llevar su vía adelante hasta encontrarse con la competencia y se había acordado que explotaría para su propio provecho toda la longitud de línea construida hasta el momento del encuentro.

Por cada milla de raíles colocados, cada unapercibía una subvención federal que oscilaba entre 16.000 y 48.000 dólares según la dificultad del trabajo; una fortuna, pero dinero al fin y al cabo. Lo mejor era lo que deparaba el futuro: la compañía se convertiría en la propietaria de todas las tierras que bordeaban la vía y a las que el ferrocarril otorgaba un valor extraordinario. 

Por delante de cada traviesa avanzaba todo un mundo de pioneros: indios renegados que servían de exploradores, cazadores de búfalos que diezmaron las millonarias manadas de pastaban en las inmensas llanuras desde Kansas a Montana, mineros desengañados convertidos en dinamiteros que hacían temblar las montañas para abrir lóbregos túneles, barreneros chinos que abrían desfiladeros a base de nitroglicerina perdiendo la vida en el intento, peones que a fuerza de brazo, pala, pico y mazo hacían progresar el ferrocarril a razón de una milla diaria. 

Tras ellos, un pueblo de lona y madera se desplazaba a saltos por praderas, montañas y desiertos, un pueblo donde abundaban garitos, hoteles mugrientos y prostíbulos que atraían como moscas a ladrones, asesinos y tahúres profesionales ávidos de despojar de su dinero a los obreros de la vía por todos los medios posibles. Promontory, desmantelado después de terminada la obra, fue uno de esos pueblos.

En una tierra sin ley, los sabotajes se sucedían en vanguardia y retaguardia. En Union Pacific, la película dirigida por Cecil B. de Mille (1939), se narran las artimañas urdidas por el inversor de la Central Pacific, Asa Barrows, para sabotear el avance de su rival, incluyendo provocar estampidas de las manadas de búfalos sobre los campamentos obreros recreadas en una de las secuencias más famosas del western por John Ford y Henry Hathaway en La conquista del Oeste (1962), una película en la que Ford volvía sobre sus orígenes: en la película muda Caballo de Hierro (1924) había mostrado el nacionalismo ferviente que movió el apoyo público al proyecto.

Seis años después del comienzo de las obras, el 10 de mayo de 1869, los trabajadores se encontraron en Promontory. No estaban solos. Nubes de empresarios, políticos y periodistas asistieron a la ceremonia en la que el magnate Leland Stanford colocó el remache de oro. En el primer acontecimiento mediático en directo del mundo, los martillos y el clavo fueron unidos por un cable a la línea de telégrafo de modo que cada golpe de martillo fuera escuchado como un chasquido en las estaciones de telégrafo de todo el país. En las grandes ciudades, desde San Francisco a Nueva York, los altavoces recién inventados por el cuáquero Gray amplificaban el sonido para la asombrada multitud. Tan pronto como el clavo ceremonial fue remachado, un mensaje se transmitió de costa a costa: "Hecho". El país estalló en celebraciones. Los viajes desde Nueva York a San Francisco se redujeron de dos meses a sólo una semana.



Todo parecía ir sobre ruedas. Cuatro años después estalló la burbuja. La gran aventura del ferrocarril transcontinental y la de decenas de compañías menores que habían tendido 250.000 kilómetros de vías con una inversión astronómica de 9.000 millones de dólares, se había financiado a base de créditos extranjeros sostenidos por la plata americana. 

La depreciación internacional de la plata tras la Guerra Franco-Prusiana y el pánico financiero desatado en septiembre de 1873 con la caída de uno de los mayores bancos estadounidenses, Jay Cooke, movió las traviesas que sustentaban la aventura del caballo de hierro al tiempo que dio comienzo a la llamada “Depresión Larga”, cuyos efectos de recesión durarían hasta 1890. De las más de trescientas compañías ferroviarias que operaban en el país, casi cien  fueron a la bancarrota y con ellas miles de empleados al paro.

Veinte años después, Henry Ford hizo con los trenes lo que estos habían hecho medio siglo antes con las diligencias Concorde y los carromatos Conestoga: el automóvil les dio la puntilla.