Los bezoares, unos extraños
bultos que se forman en el vientre de las cabras, fueron considerados una
panacea y valían más que su peso en oro. Imagen de una pequeña piedra de
bezoar custodiada en la botica del Hospital de Antezana de Alcalá de Henares.
Como vino a recordarnos el profesor
Snape en el capítulo 8 de Harry Potter y la piedra filosofal, cuando
aseguraba que un bezoar puede contrarrestar muchos venenos, el Renacimiento
fue un tiempo de grandes descubrimientos, pero también de grandes tonterías. A
veces bastaba con un cirujano con sentido común, un prisionero dispuesto y una
cabra con mala digestión para separar la ciencia de la superstición. Los
bezoares, unos extraños bultos que se forman en el vientre de las cabras, fueron
considerados una panacea y valían más que su peso en oro.
Un bezoar es una acumulación que se forma en el estómago o en el intestino a partir de materiales no digeridos que se hacinan con el tiempo. Aunque hoy suene extraño, los bezoares de las cabras fueron objetos de superstición histórica a los que se adjudicaban propiedades médicas fantasiosas.
Un contraveneno universal y prodigioso
Una cabra se da un festín de plantas ricas en hebras fibrosas. Empapada en los jugos gástricos estomacales las hebras indigestas acumulan capas que crecen como una perla que se forma a partir de un grano de arena. Sin saberlo, la cabra está cultivando un objeto que vale tres veces su peso en oro, un objeto con el poder de fascinar a reyes y de amasar fortunas.
El bulto en el vientre de la
cabra se llama bezoar. Lisos, brillantes y de color estiércol, los bezoares
varían en tamaño, desde guijarros hasta huevos de ganso. En el siglo XVI,
cuando la medicina todavía era una mezcla feliz de fe, alquimia y pura
charlatanería, circulaba una idea bastante peculiar: un bezoar tenía el
poder mágico de neutralizar cualquier veneno. Sí, cualquier veneno. Da igual
que te hubieras bebido arsénico para desayunar o mercurio para cenar; bastaba
con sujetar una de estas bolitas intestinales y, ¡voilà!, estabas a salvo.
Según la tradición, un poco de
bezoar, raspado y disuelto en vino o agua, ahuyentaba la fiebre, la melancolía
e incluso la peste y servían como amuletos contra cualquier veneno (de hecho, el
nombre proviene del persa pādzahr, que significa literalmente "contraveneno"),
lo que los convertía en un artículo imprescindible para alquimistas y nobles paranoicos.
La reputación del bezoar como
panacea llegó a Europa gracias a los escritos de médicos árabes y persas
medievales como Ibn Sina e Ibn al-Beithar (por cierto, de este último, experto
en curar animales, procede el término culto “albéitar”, sinónimo de
veterinario). En la Europa moderna temprana, esta reputación convirtió a los
bezoares en uno de los productos más codiciados del mercado. Con frecuencia se
valoraban varias veces por encima de su peso en oro.
A pesar de su origen intestinal,
los bezoares se consideraban una gema preciosa, comparable a las esmeraldas o
los rubíes. Los más grandes se guardaban en cajas y soportes ornamentados y
hechos a medida: piezas de filigrana entrelazada en plata y oro. Los
más pequeños solían recibir el tratamiento de una joya: engastados en broches
de filigrana y colgados de collares. La propia reina Isabel llevaba un bezoar
engastado en un anillo de plata.
Era sensato que las personas
poderosas que vivían con el temor al envenenamiento tuvieran un remedio a
mano. Pero la popularidad de las joyas de bezoar iba más allá de su uso como
cura rápida. Se creía que las piedras podían ejercer su poder curativo en el
cuerpo con solo estar cerca de ellos.
En tiempos de peste, los ricos se
adornaban con joyas de bezoar para protegerse del contagio, de la misma manera
que se cubrían con densas nubes de perfume de agua de rosas para protegerse de
los miasmas que causaban enfermedades. Para quienes no podían permitirse el
alto precio, se vendían en finas láminas o se alquilaban por días. Aquellos con
la fortuna de permitirse armarios llenos de bezoares solían guardar uno de
reserva para sus amigos.
Por supuesto, la demanda trajo
consigo la pillería. Una proporción significativa de los bezoares en el mercado
probablemente eran falsos, dado que con frecuencia solo se encontraban uno o
dos por cada cien animales sacrificados. Así que nueve de cada diez bezoares en
el mercado eran falsos. De hecho, la doctrina legal del “caveat emptor”
(«que el comprador tenga cuidado») se estableció a raíz de un caso judicial
relacionado con un bezoar falsificado (esto es tan interesante que lo guardo
para otro día).
El bezoar que no salvó a nadie
Por supuesto, hoy sabemos que un
bezoar sirve más bien para adornar vitrinas de curiosidades médicas o, en el
mejor de los casos, para impresionar a los invitados en cenas aburridas. Pero
en la Francia del XVI, el siglo que acogió a Ambroise Paré, cirujano real y
pionero en cuestionar tonterías médicas, aquello se tomaba muy en serio.
Un día, hacia 1567, a Paré le llevaron a un prisionero
condenado a la horca. En un giro de guion que solo podía ocurrir en la Europa
renacentista, el hombre suplicó:
—No me ejecutéis, dadme veneno y luego tratadme con un
bezoar. Si sobrevivo, seré libre.
Paré, que combinaba la curiosidad científica con un sano
escepticismo, pensó: “Bien, pues aquí tenemos un voluntario”.
El reo fue envenenado (las
crónicas no se ponen de acuerdo si fue con arsénico o algún otro brebaje letal
lo cual, por otra parte, no viene al caso), y acto seguido le colocaron el
preciado bezoar. Imaginad el ambiente: nobles expectantes, médicos cruzados de
brazos, Paré con gesto de “os lo dije”.
Horas después, el resultado era
inapelable: el prisionero palmó, tal como cabía esperar de alguien envenenado
sin recibir a antídotos como dios manda. Paré, en lugar de fingir o inventar
excusas, dejó para la posteridad una de las frases más sensatas de la historia
médica: «El
bezoar no tiene ningún poder contra el veneno. El pobre hombre hubiera estado
mejor colgado». Y con eso, echó por tierra siglos de superstición.
Lo maravilloso de esta historia
es que ilustra a la perfección cómo se hacía “ciencia” en aquella época: un
toque de empirismo, un reo desesperado y una pizca de humor negro. Paré, con su
actitud pragmática, inauguró lo que hoy llamaríamos ensayo clínico controlado
de n=1 con desenlace fatal. Y aunque el paciente no salió ganando, la medicina
sí lo hizo: un mito menos con el que cargar.
Hoy, los bezoares se estudian
desde una perspectiva clínica, pero esta historia refleja cómo ciencia y mito
han estado entrelazados durante siglos —y cómo el escepticismo bien
fundamentado puede cambiar creencias profundamente arraigadas.
Hay casos modernos en hospitales, e incluso alguno en los que se usó Coca-Cola para disolver bezoares sin cirugía. Seguro que te interesa. Lo dejo para otro día.