lunes, 18 de agosto de 2025

DE LAS TRIPAS DE UNA CABRA A LA BOCA DE UN REY

Los bezoares, unos extraños bultos que se forman en el vientre de las cabras, fueron considerados una panacea y valían más que su peso en oro. Imagen de una pequeña piedra de bezoar custodiada en la botica del Hospital de Antezana de Alcalá de Henares.

Como vino a recordarnos el profesor Snape en el capítulo 8 de Harry Potter y la piedra filosofal, cuando aseguraba que un bezoar puede contrarrestar muchos venenos, el Renacimiento fue un tiempo de grandes descubrimientos, pero también de grandes tonterías. A veces bastaba con un cirujano con sentido común, un prisionero dispuesto y una cabra con mala digestión para separar la ciencia de la superstición. Los bezoares, unos extraños bultos que se forman en el vientre de las cabras, fueron considerados una panacea y valían más que su peso en oro.

Un bezoar es una acumulación que se forma en el estómago o en el intestino a partir de materiales no digeridos que se hacinan con el tiempo. Aunque hoy suene extraño, los bezoares de las cabras fueron objetos de superstición histórica a los que se adjudicaban propiedades médicas fantasiosas.

Piedras de bezoar expuestas en el Museo Alemán de la Farmacia. Castillo de Heidelberg. (Wikimedia Commons).

Un contraveneno universal y prodigioso

Una cabra se da un festín de plantas ricas en hebras fibrosas. Empapada en los jugos gástricos estomacales las hebras indigestas acumulan capas que crecen como una perla que se forma a partir de un grano de arena. Sin saberlo, la cabra está cultivando un objeto que vale tres veces su peso en oro, un objeto con el poder de fascinar a reyes y de amasar fortunas.

El bulto en el vientre de la cabra se llama bezoar. Lisos, brillantes y de color estiércol, los bezoares varían en tamaño, desde guijarros hasta huevos de ganso. En el siglo XVI, cuando la medicina todavía era una mezcla feliz de fe, alquimia y pura charlatanería, circulaba una idea bastante peculiar: un bezoar tenía el poder mágico de neutralizar cualquier veneno. Sí, cualquier veneno. Da igual que te hubieras bebido arsénico para desayunar o mercurio para cenar; bastaba con sujetar una de estas bolitas intestinales y, ¡voilà!, estabas a salvo.

Según la tradición, un poco de bezoar, raspado y disuelto en vino o agua, ahuyentaba la fiebre, la melancolía e incluso la peste y servían como amuletos contra cualquier veneno (de hecho, el nombre proviene del persa pādzahr, que significa literalmente "contraveneno"), lo que los convertía en un artículo imprescindible para alquimistas y nobles paranoicos.

La reputación del bezoar como panacea llegó a Europa gracias a los escritos de médicos árabes y persas medievales como Ibn Sina e Ibn al-Beithar (por cierto, de este último, experto en curar animales, procede el término culto “albéitar”, sinónimo de veterinario). En la Europa moderna temprana, esta reputación convirtió a los bezoares en uno de los productos más codiciados del mercado. Con frecuencia se valoraban varias veces por encima de su peso en oro.

A pesar de su origen intestinal, los bezoares se consideraban una gema preciosa, comparable a las esmeraldas o los rubíes. Los más grandes se guardaban en cajas y soportes ornamentados y hechos a medida: piezas de filigrana entrelazada en plata y oro. Los más pequeños solían recibir el tratamiento de una joya: engastados en broches de filigrana y colgados de collares. La propia reina Isabel llevaba un bezoar engastado en un anillo de plata.

Piedra y recipiente de bezoar, procedente de Goa, India, finales del siglo XVII y principios del XVIII (Wikimedia Commons).

Era sensato que las personas poderosas que vivían con el temor al envenenamiento tuvieran un remedio a mano. Pero la popularidad de las joyas de bezoar iba más allá de su uso como cura rápida. Se creía que las piedras podían ejercer su poder curativo en el cuerpo con solo estar cerca de ellos.

En tiempos de peste, los ricos se adornaban con joyas de bezoar para protegerse del contagio, de la misma manera que se cubrían con densas nubes de perfume de agua de rosas para protegerse de los miasmas que causaban enfermedades. Para quienes no podían permitirse el alto precio, se vendían en finas láminas o se alquilaban por días. Aquellos con la fortuna de permitirse armarios llenos de bezoares solían guardar uno de reserva para sus amigos.

Por supuesto, la demanda trajo consigo la pillería. Una proporción significativa de los bezoares en el mercado probablemente eran falsos, dado que con frecuencia solo se encontraban uno o dos por cada cien animales sacrificados. Así que nueve de cada diez bezoares en el mercado eran falsos. De hecho, la doctrina legal del “caveat emptor” («que el comprador tenga cuidado») se estableció a raíz de un caso judicial relacionado con un bezoar falsificado (esto es tan interesante que lo guardo para otro día).

El bezoar que no salvó a nadie

Por supuesto, hoy sabemos que un bezoar sirve más bien para adornar vitrinas de curiosidades médicas o, en el mejor de los casos, para impresionar a los invitados en cenas aburridas. Pero en la Francia del XVI, el siglo que acogió a Ambroise Paré, cirujano real y pionero en cuestionar tonterías médicas, aquello se tomaba muy en serio.

Un día, hacia 1567, a Paré le llevaron a un prisionero condenado a la horca. En un giro de guion que solo podía ocurrir en la Europa renacentista, el hombre suplicó:

—No me ejecutéis, dadme veneno y luego tratadme con un bezoar. Si sobrevivo, seré libre.

Paré, que combinaba la curiosidad científica con un sano escepticismo, pensó: “Bien, pues aquí tenemos un voluntario”.

El reo fue envenenado (las crónicas no se ponen de acuerdo si fue con arsénico o algún otro brebaje letal lo cual, por otra parte, no viene al caso), y acto seguido le colocaron el preciado bezoar. Imaginad el ambiente: nobles expectantes, médicos cruzados de brazos, Paré con gesto de “os lo dije”.

Ambroise Paré atendiendo a un enfermo. Pintura del siglo XIX de Jean-Baptiste Bertrand. (Wikimedia Commons).

Horas después, el resultado era inapelable: el prisionero palmó, tal como cabía esperar de alguien envenenado sin recibir a antídotos como dios manda. Paré, en lugar de fingir o inventar excusas, dejó para la posteridad una de las frases más sensatas de la historia médica: «El bezoar no tiene ningún poder contra el veneno. El pobre hombre hubiera estado mejor colgado». Y con eso, echó por tierra siglos de superstición.

Lo maravilloso de esta historia es que ilustra a la perfección cómo se hacía “ciencia” en aquella época: un toque de empirismo, un reo desesperado y una pizca de humor negro. Paré, con su actitud pragmática, inauguró lo que hoy llamaríamos ensayo clínico controlado de n=1 con desenlace fatal. Y aunque el paciente no salió ganando, la medicina sí lo hizo: un mito menos con el que cargar.

Hoy, los bezoares se estudian desde una perspectiva clínica, pero esta historia refleja cómo ciencia y mito han estado entrelazados durante siglos —y cómo el escepticismo bien fundamentado puede cambiar creencias profundamente arraigadas.

Hay casos modernos en hospitales, e incluso alguno en los que se usó Coca-Cola para disolver bezoares sin cirugía. Seguro que te interesa. Lo dejo para otro día.