El camino hacia Arco comienza en una
de las negruras más inesperadas de América: el Craters of the Moon National
Monument, un mar de lava petrificada en mitad de Idaho. El nombre no
exagera. Durante kilómetros, el paisaje parece arrancado de una película de
ciencia ficción de los años cincuenta. No hay árboles, apenas hierba; solo
colinas de roca negra, tubos de lava y conos volcánicos que parecen escombros
del fin del mundo.
En ese escenario, cualquier cosa
humana parece una broma. Uno conduce durante media hora sin ver otra alma, con
la carretera recta como un hilo y el horizonte temblando bajo el calor. Cuando
por fin aparece un cartel que dice Welcome to Arco, parece un espejismo
o una metáfora: un pueblo en el fin del mundo que, además, fue el primero en iluminarsecon energía nuclear.
La ciudad que se iluminó con átomos
Arco, con apenas mil habitantes y
una avenida principal que podría pasar por un decorado de Mad Max, tiene
un mérito histórico que ningún otro pueblo puede reclamar: fue la primera
ciudad del mundo alimentada con electricidad de origen nuclear.
Ocurrió en julio de 1955, cuando
los ingenieros del Experimental Breeder Reactor No. 1 (EBR-I), un
pequeño reactor experimental enclavado en pleno desierto, decidieron probar si
su invento podía mover algo más que agujas de laboratorio. Encendieron los
generadores y durante poco más de una hora Arco brilló con energía atómica. Fue
un logro simbólico, pero bastó para que el pueblo quedara inscrito en la
historia.
La gente siguió con sus rutinas —lavar el coche, preparar la
cena— sin sospechar que estaban viviendo un momento histórico. El futuro había
llegado a Idaho, aunque nadie se molestó en mirar al cielo para comprobarlo.
Atomic City: cuando el futuro se oxidó
Hoy quedan un puñado de casas, un
bar abierto a ratos y un cartel oxidado que da la bienvenida a nadie. Pasear
por sus calles es como recorrer el decorado abandonado de una película sobre el
futuro que nunca fue. Si uno cierra los ojos, casi puede escuchar la banda
sonora: un theremín
melancólico y el zumbido de la radiación de fondo.
Entre esas ruinas destaca un
objeto surrealista: la torre de un submarino nuclear. Es la vela del USS
Hawkbill, conocida como “Devil Boat”, traída hasta aquí como
monumento. En el costado luce el número 666 en negro. No es una casualidad.
Tiene una historia que escribiré en otro momento. Ver una pieza de submarino
emergiendo del desierto de Idaho, rodeada de lava y matas resecas, es una
experiencia que redefine la palabra “fuera de contexto”.
En las colinas que rodean Arco se
repite otro misterio: docenas de números blancos pintados en la roca volcánica.
Al principio pensé que eran marcas de sondeo o coordenadas secretas de la NASA.
Pero no: cada número corresponde a una promoción de graduados del instituto
local. Desde los años treinta, cada clase trepa hasta la montaña y deja su año
grabado en la piedra.
El resultado es un mural
improvisado de historia comunitaria: 1936, 1947, 1955… cada fecha una cápsula
del tiempo, una firma adolescente convertida en jeroglífico. En ninguna otra
parte del país se combina así la lava, la nostalgia y la pintura blanca. A
cierta distancia, la colina parece el tablón de anuncios de un dios con mala
caligrafía.
Pickle’s Place: pepinillos radiactivos (no literalmente)
Después de tanto desierto y tanta
fisión, uno empieza a necesitar un consuelo más terrenal. En Arco, ese consuelo
tiene nombre: Pickle’s Place, el restaurante más famoso del pueblo. Su
fachada verde pepinillo brilla bajo el sol como una promesa de sodio. Dentro,
el aire huele a aceite, café y resignación feliz. Las camareras llaman “hon”
a todo el mundo y los clientes parecen conocerse desde la Guerra de Corea. Las
paredes están cubiertas de fotografías enmarcadas: el día que Arco se iluminó
con energía atómica, un desfile de tractores, el equipo de fútbol de 1964.
La especialidad, naturalmente, son los pepinillos fritos. Llegan crujientes, servidos con una salsa de color indecible entre el naranja y el coral, algo que en el menú se describe como Atomic Sauce. A pesar de su aspecto, están deliciosos. Mientras mastico, observo cómo el tráfico —dos camionetas y un ciclista— pasa frente a la ventana. En la televisión, un noticiario local repite titulares sobre ganado y tormentas. Es un momento perfecto, una mezcla de decadencia y serenidad que solo puede encontrarse en los márgenes del mapa.
Cuando uno sale de Pickle’s
Place y dirige la vista hacia el oeste, ve otra vez las colinas negras del Craters
of the Moon. Desde la distancia, el paisaje parece una herida antigua que
no termina de cerrarse. Hace miles de años, la tierra aquí se partió en dos y
vomitó lava durante siglos. Luego se enfrió, se solidificó y esperó
pacientemente a que pasáramos nosotros con nuestras caravanas, nuestras torres
de submarino y nuestros pepinillos fritos.
En ese contraste reside el
encanto de Arco. Es un pueblo diminuto que, por accidente o destino, se asienta
entre dos fuerzas: la más antigua, que es la geología, y la más moderna, que es
la energía nuclear. Un recordatorio de que los humanos, por muy ingeniosos que
seamos, seguimos viviendo sobre un planeta que lleva miles de millones de años
haciendo cosas mucho más espectaculares.
Visitar Arco y Atomic City no estaba en mis planes. Fue un
desvío, un capricho de carretera, el clásico “ya que estamos” que tantas veces
acaba en descubrimiento. Y, sin embargo, resultó una de las paradas más
memorables de mi viaje por Idaho.
Aquí se cruzan varias historias:
la del optimismo atómico de los años cincuenta, la del paisaje volcánico que
parece Marte y la de una comunidad que pinta su nombre en la piedra y fríe
pepinillos con orgullo. Arco no es un lugar turístico, ni pretende serlo. No
hay tiendas de recuerdos ni autobuses de excursión. Es, simplemente, un rincón
donde la historia y el desierto se dieron la mano por un instante.
Cuando el sol empieza a caer,
regreso al coche. La carretera se tiñe de cobre y las colinas negras parecen
absorber la luz. Detrás queda el Pickle’s Place, la torre del submarino
y los números blancos en la roca. Pienso que hay pocos lugares en el mundo
donde el pasado y el futuro se miren tan de cerca. Aquí, en mitad de Idaho, la
humanidad aprendió a fabricar luz a partir del átomo, y luego siguió friendo
pepinillos como si nada.
Me parece un equilibrio perfecto.