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sábado, 11 de octubre de 2025

ARCO, IDAHO: PEPINILLOS FRITOS Y ENERGÍA ATÓMICA

 


El camino hacia Arco comienza en una de las negruras más inesperadas de América: el Craters of the Moon National Monument, un mar de lava petrificada en mitad de Idaho. El nombre no exagera. Durante kilómetros, el paisaje parece arrancado de una película de ciencia ficción de los años cincuenta. No hay árboles, apenas hierba; solo colinas de roca negra, tubos de lava y conos volcánicos que parecen escombros del fin del mundo.

En ese escenario, cualquier cosa humana parece una broma. Uno conduce durante media hora sin ver otra alma, con la carretera recta como un hilo y el horizonte temblando bajo el calor. Cuando por fin aparece un cartel que dice Welcome to Arco, parece un espejismo o una metáfora: un pueblo en el fin del mundo que, además, fue el primero en iluminarsecon energía nuclear.

La ciudad que se iluminó con átomos

Arco, con apenas mil habitantes y una avenida principal que podría pasar por un decorado de Mad Max, tiene un mérito histórico que ningún otro pueblo puede reclamar: fue la primera ciudad del mundo alimentada con electricidad de origen nuclear.

Ocurrió en julio de 1955, cuando los ingenieros del Experimental Breeder Reactor No. 1 (EBR-I), un pequeño reactor experimental enclavado en pleno desierto, decidieron probar si su invento podía mover algo más que agujas de laboratorio. Encendieron los generadores y durante poco más de una hora Arco brilló con energía atómica. Fue un logro simbólico, pero bastó para que el pueblo quedara inscrito en la historia.

La gente siguió con sus rutinas —lavar el coche, preparar la cena— sin sospechar que estaban viviendo un momento histórico. El futuro había llegado a Idaho, aunque nadie se molestó en mirar al cielo para comprobarlo.

Atomic City: cuando el futuro se oxidó

Foto de Luis Monje
A unos kilómetros de Arco se levanta Atomic City, que suena a utopía retro pero es más bien una postal del pasado. En los cincuenta fue un hervidero de ingenieros y científicos que trabajaban para el Idaho National Laboratory, convencidos de que la energía nuclear haría innecesarios los enchufes y los matrimonios infelices.

Hoy quedan un puñado de casas, un bar abierto a ratos y un cartel oxidado que da la bienvenida a nadie. Pasear por sus calles es como recorrer el decorado abandonado de una película sobre el futuro que nunca fue. Si uno cierra los ojos, casi puede escuchar la banda sonora: un theremín melancólico y el zumbido de la radiación de fondo.

Restos de una casa en Atomic City

Entre esas ruinas destaca un objeto surrealista: la torre de un submarino nuclear. Es la vela del USS Hawkbill, conocida como “Devil Boat, traída hasta aquí como monumento. En el costado luce el número 666 en negro. No es una casualidad. Tiene una historia que escribiré en otro momento. Ver una pieza de submarino emergiendo del desierto de Idaho, rodeada de lava y matas resecas, es una experiencia que redefine la palabra “fuera de contexto”.

En las colinas que rodean Arco se repite otro misterio: docenas de números blancos pintados en la roca volcánica. Al principio pensé que eran marcas de sondeo o coordenadas secretas de la NASA. Pero no: cada número corresponde a una promoción de graduados del instituto local. Desde los años treinta, cada clase trepa hasta la montaña y deja su año grabado en la piedra.

El resultado es un mural improvisado de historia comunitaria: 1936, 1947, 1955… cada fecha una cápsula del tiempo, una firma adolescente convertida en jeroglífico. En ninguna otra parte del país se combina así la lava, la nostalgia y la pintura blanca. A cierta distancia, la colina parece el tablón de anuncios de un dios con mala caligrafía.

Pickle’s Place: pepinillos radiactivos (no literalmente)

Después de tanto desierto y tanta fisión, uno empieza a necesitar un consuelo más terrenal. En Arco, ese consuelo tiene nombre: Pickle’s Place, el restaurante más famoso del pueblo. Su fachada verde pepinillo brilla bajo el sol como una promesa de sodio. Dentro, el aire huele a aceite, café y resignación feliz. Las camareras llaman “hon” a todo el mundo y los clientes parecen conocerse desde la Guerra de Corea. Las paredes están cubiertas de fotografías enmarcadas: el día que Arco se iluminó con energía atómica, un desfile de tractores, el equipo de fútbol de 1964.

Barra del Pickle´s Place.

La especialidad, naturalmente, son los pepinillos fritos. Llegan crujientes, servidos con una salsa de color indecible entre el naranja y el coral, algo que en el menú se describe como Atomic Sauce. A pesar de su aspecto, están deliciosos. Mientras mastico, observo cómo el tráfico —dos camionetas y un ciclista— pasa frente a la ventana. En la televisión, un noticiario local repite titulares sobre ganado y tormentas. Es un momento perfecto, una mezcla de decadencia y serenidad que solo puede encontrarse en los márgenes del mapa.

Cuando uno sale de Pickle’s Place y dirige la vista hacia el oeste, ve otra vez las colinas negras del Craters of the Moon. Desde la distancia, el paisaje parece una herida antigua que no termina de cerrarse. Hace miles de años, la tierra aquí se partió en dos y vomitó lava durante siglos. Luego se enfrió, se solidificó y esperó pacientemente a que pasáramos nosotros con nuestras caravanas, nuestras torres de submarino y nuestros pepinillos fritos.

En ese contraste reside el encanto de Arco. Es un pueblo diminuto que, por accidente o destino, se asienta entre dos fuerzas: la más antigua, que es la geología, y la más moderna, que es la energía nuclear. Un recordatorio de que los humanos, por muy ingeniosos que seamos, seguimos viviendo sobre un planeta que lleva miles de millones de años haciendo cosas mucho más espectaculares.

Visitar Arco y Atomic City no estaba en mis planes. Fue un desvío, un capricho de carretera, el clásico “ya que estamos” que tantas veces acaba en descubrimiento. Y, sin embargo, resultó una de las paradas más memorables de mi viaje por Idaho.

Ruinas del bar de Atomic City

Aquí se cruzan varias historias: la del optimismo atómico de los años cincuenta, la del paisaje volcánico que parece Marte y la de una comunidad que pinta su nombre en la piedra y fríe pepinillos con orgullo. Arco no es un lugar turístico, ni pretende serlo. No hay tiendas de recuerdos ni autobuses de excursión. Es, simplemente, un rincón donde la historia y el desierto se dieron la mano por un instante.

Cuando el sol empieza a caer, regreso al coche. La carretera se tiñe de cobre y las colinas negras parecen absorber la luz. Detrás queda el Pickle’s Place, la torre del submarino y los números blancos en la roca. Pienso que hay pocos lugares en el mundo donde el pasado y el futuro se miren tan de cerca. Aquí, en mitad de Idaho, la humanidad aprendió a fabricar luz a partir del átomo, y luego siguió friendo pepinillos como si nada.

Me parece un equilibrio perfecto.