sábado, 18 de octubre de 2025

EL LUMINOSO DÍA DEL ÁRBOL Y LA OSCURA NOCHE DEL OCÉANO

 

Amelia Earhart con su avión en 1932. Fotografía coloreada. Fuente.

Conduciendo por la interestatal 80 desde Salt Lake City hacia Kansas, el paisaje de Nebraska parece no tener fin. Es un océano de hierba y cielo que ni siquiera el horizonte se atreve a interrumpir. En un tramo particularmente recto —que en Nebraska significa casi siempre—, una valla anuncia con entusiasmo: “Home of Arbor Day!” y señala hacia Nebraska City. El eslogan no promete emoción, pero a esas alturas de la llanura cualquier excusa para desviarse parece razonable.

Sigo las indicaciones hasta el Arbor Lodge State Historical Park, un lugar de aspecto tan apacible que parece diseñado para convencer a cualquiera de plantar un árbol por pura inercia moral. Allí, entre praderas onduladas y un silencio casi vegetal, se levanta una imponente mansión de estilo palladiano, de esas que podrían confundirse con la Casa Blanca o Monticello. Fue el hogar de la familia Morton, y, más concretamente, de Julius Sterling Morton, periodista, político, botánico diletante y fundador del primer Día del Árbol.

En 1872, Morton propuso dedicar una jornada nacional a plantar árboles, no por romanticismo sino por pura necesidad: Nebraska se había quedado sin sombra, sin madera y sin lluvia. La idea tuvo un éxito inmediato. Aquel primer Arbor Day se plantaron casi un millón de árboles. Un millón. En un solo día. Me cuesta imaginar semejante entusiasmo forestal en nuestros tiempos, cuando apenas conseguimos que alguien riegue las macetas del portal.

Morton debió de sentirse un héroe civil. Hoy, su mansión es un museo donde los guías repiten con orgullo que su lema era “Other holidays repose upon the past; Arbor Day proposes for the future”. Mientras escucho la frase, observo un roble centenario que probablemente participó en la primera edición del festejo. Y pienso que Estados Unidos es uno de los pocos países capaces de convertir la plantación de un árbol en una epopeya patriótica.

Salgo del parque con la sensación de haber visitado el origen vegetal del optimismo americano. Pero la carretera —la I-29, en este tramo— me reserva una sorpresa unos kilómetros al sur, en Atchison, Kansas, una de esas ciudades medianas con más placas conmemorativas que habitantes. En la ladera de una colina, asomada al río Misuri, se encuentra una casa gótica de madera con tejado puntiagudo y contraventanas azules. Fue el hogar natal de Amelia Earhart, la mujer que quiso dar la vuelta al mundo y acabó convirtiéndose en uno de los grandes misterios del siglo XX.

La suya es, literalmente, una historia que no aterriza. El 2 de julio de 1937, en pleno vuelo sobre el Pacífico, desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, se han organizado casi veinte expediciones para encontrar los restos de su avión, y se prepara otra para 2025. Pocas figuras han alimentado tanto la mezcla de mito y melancolía americana: la aviadora intrépida, el océano infinito, el sueño roto a mitad del cielo.

En el libro The Aviator and the Showman, la directora de documentales Laurie Gwen Shapiro ofrece una versión menos heroica de lo habitual. Sin negar su valor ni su magnetismo, pinta a Earhart como una mujer ambiciosa pero limitada, impulsada por un marido que veía en ella una marca comercial. Su esposo, George Putnam, era editor, publicista y, según parece, un cazador de celebridades. Había hecho fortuna publicando el libro de Charles Lindbergh, y cuando conoció a Amelia pensó que había encontrado su versión femenina: Lady Lindy.

Earhart, nacida en 1897, tuvo una infancia itinerante y un padre alcohólico con talento para arruinar empleos y reputaciones. En contraste, ella cultivó desde niña una obstinada independencia y una curiosidad insaciable. A los ocho años se subió a su primer tobogán casero —una caja y una rampa improvisada— y se rompió la nariz. Más tarde diría que aquella caída fue su primer vuelo.

El flechazo con la aviación llegó en Los Ángeles, durante un festival aéreo al que su padre la llevó por capricho. Bastó un vuelo de prueba para que decidiera que el cielo era su lugar natural. Su madre, mujer práctica, le compró un biplano amarillo al que Amelia bautizó The Canary. En 1922 ya batía su primer récord, alcanzando una altura de 14 000 pies. No era la mejor piloto del país, pero sí la más decidida, y eso en los Estados Unidos vale tanto como la destreza.

Putnam la conoció cinco años después y la convenció de unirse a un vuelo trasatlántico promocionado por su editorial. Ella no pilotó, pero eso no impidió que la prensa la proclamara heroína nacional. «Solo fui un saco de patatas», declaró modestamente. A nadie le importó. En el verano de 1928, el país necesitaba esperanza y glamur, y Amelia ofrecía ambos.

Putnam y Earhart se casaron poco después. Él se convirtió en su agente, editor y estratega mediático; ella, en el rostro sonriente de la aviación femenina. Juntos entendieron que la fama podía financiar la aventura, y la aventura, a su vez, renovar la fama. Durante la Gran Depresión, esa ecuación fue su modo de vida.

En 1937, con cuarenta años y cinco récords mundiales, Amelia decidió embarcarse en la vuelta al mundo definitiva. Sería el vuelo más largo jamás intentado: 47 000 kilómetros a bordo de un Lockheed Electra 10E, una máquina elegante y nerviosa como un caballo de carreras. El plan era ambicioso, y el presupuesto, ajustado. Para financiarlo, hipotecaron una propiedad y recortaron gastos esenciales, incluida la radio de emergencia.

El primer intento, desde Hawái, terminó en desastre. Durante el despegue, el Electra hizo un violento trompo sobre la pista y acabó con el tren de aterrizaje partido. Milagrosamente, no explotó. La humillación fue instantánea y pública. Pero Amelia no era de las que se rendían. Dos meses más tarde, tras reparar el avión, lo intentó de nuevo, esta vez en sentido inverso, desde Miami hacia el este.

Durante semanas, el Electra cruzó sin incidentes América del Sur, África y Asia. En Indonesia, Earhart cayó enferma de disentería, pero siguió adelante. El navegante Fred Noonan, un tipo curtido en la aviación naval, compartía la cabina y las escasas horas de sueño. En Australia, un técnico le advirtió que su radiogoniómetro —el aparato que debía guiarles en el Pacífico— no funcionaba. Amelia sonrió. Según Shapiro, nunca había funcionado.


Earhart con el equipo inicial de su intento de vuelta al mundo en 1937, delante del avión Electra. Tras sufrir un accidente en Honolulu que retrasó la misión, solo el navegante Fred Noonan (a la derecha) —alcohólico reconocido— aceptó acompañarla. El 2 de julio de 1937, ambos desaparecieron en el Pacífico. Foto.

El 1 de julio de 1937 despegaron de Lae, en Nueva Guinea, rumbo a la diminuta isla Howland, un punto casi invisible en medio del océano. Llevaban veinte horas en el aire cuando las comunicaciones se cortaron. «Estamos a mil pies... debemos estar encima de ustedes... no podemos verlos», fue su último mensaje.

A partir de ahí, el océano los engulló. Ni rastros de combustible ni restos del fuselaje. Solo hipótesis, fotos granuladas, rumores de supervivencia, e incluso, según cierta teoría, cocoteros movidos por el viento que alguien confundió con hélices. Amelia Earhart desapareció y se convirtió en algo aún más duradero: un misterio rentable.

Frente a su casa natal en Atchison hay una réplica del Electra en miniatura, suspendida sobre un jardín lleno de flores. A pocos metros, un cartel recuerda que “la verdadera aventura nunca termina”. Me quedo un rato contemplando la maqueta y pienso en Julius Morton, el hombre de los árboles, y en Amelia, la mujer del aire. Uno plantó raíces; la otra las cortó para volar.

Quizá ese sea el equilibrio secreto de América: un país que celebra el Arbor Day y al mismo tiempo construye aviones para escapar del planeta. Donde se planta un árbol el lunes y se despega hacia el Pacífico el martes. Donde, de algún modo, el ala y la rama son la misma cosa.