Conduciendo por la interestatal
80 desde Salt Lake City hacia Kansas, el paisaje de Nebraska parece no tener
fin. Es un océano de hierba y cielo que ni siquiera el horizonte se atreve a
interrumpir. En un tramo particularmente recto —que en Nebraska significa casi
siempre—, una valla anuncia con entusiasmo: “Home of Arbor Day!” y señala hacia
Nebraska City. El eslogan no promete emoción, pero a esas alturas de la llanura
cualquier excusa para desviarse parece razonable.
Sigo las indicaciones hasta el
Arbor Lodge State Historical Park, un lugar de aspecto tan apacible que parece
diseñado para convencer a cualquiera de plantar un árbol por pura inercia
moral. Allí, entre praderas onduladas y un silencio casi vegetal, se levanta
una imponente mansión de estilo palladiano, de esas que podrían confundirse con
la Casa Blanca o Monticello. Fue el hogar de la familia Morton, y, más
concretamente, de Julius Sterling Morton, periodista, político, botánico diletante
y fundador del primer Día del Árbol.
En 1872, Morton propuso dedicar
una jornada nacional a plantar árboles, no por romanticismo sino por pura
necesidad: Nebraska se había quedado sin sombra, sin madera y sin lluvia. La
idea tuvo un éxito inmediato. Aquel primer Arbor Day se plantaron casi
un millón de árboles. Un millón. En un solo día. Me cuesta imaginar semejante
entusiasmo forestal en nuestros tiempos, cuando apenas conseguimos que alguien
riegue las macetas del portal.
Morton debió de sentirse un héroe
civil. Hoy, su mansión es un museo donde los guías repiten con orgullo que su
lema era “Other holidays repose upon the past; Arbor Day proposes for the
future”. Mientras escucho la frase, observo un roble centenario que
probablemente participó en la primera edición del festejo. Y pienso que Estados
Unidos es uno de los pocos países capaces de convertir la plantación de un
árbol en una epopeya patriótica.
Salgo del parque con la sensación
de haber visitado el origen vegetal del optimismo americano. Pero la carretera
—la I-29, en este tramo— me reserva una sorpresa unos kilómetros al sur, en
Atchison, Kansas, una de esas ciudades medianas con más placas conmemorativas
que habitantes. En la ladera de una colina, asomada al río Misuri, se encuentra
una casa gótica de madera con tejado puntiagudo y contraventanas azules. Fue el
hogar natal de Amelia Earhart, la mujer que quiso dar la vuelta al mundo y
acabó convirtiéndose en uno de los grandes misterios del siglo XX.
La suya es, literalmente, una
historia que no aterriza. El 2 de julio de 1937, en pleno vuelo sobre el
Pacífico, desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, se han organizado casi
veinte expediciones para encontrar los restos de su avión, y se prepara otra
para 2025. Pocas figuras han alimentado tanto la mezcla de mito y melancolía
americana: la aviadora intrépida, el océano infinito, el sueño roto a mitad del
cielo.
En el libro The Aviator and
the Showman, la directora de documentales Laurie Gwen Shapiro ofrece una
versión menos heroica de lo habitual. Sin negar su valor ni su magnetismo,
pinta a Earhart como una mujer ambiciosa pero limitada, impulsada por un marido
que veía en ella una marca comercial. Su esposo, George Putnam, era editor,
publicista y, según parece, un cazador de celebridades. Había hecho fortuna
publicando el libro de Charles Lindbergh, y cuando conoció a Amelia pensó que
había encontrado su versión femenina: Lady Lindy.
Earhart, nacida en 1897, tuvo una
infancia itinerante y un padre alcohólico con talento para arruinar empleos y
reputaciones. En contraste, ella cultivó desde niña una obstinada independencia
y una curiosidad insaciable. A los ocho años se subió a su primer tobogán
casero —una caja y una rampa improvisada— y se rompió la nariz. Más tarde diría
que aquella caída fue su primer vuelo.
El flechazo con la aviación llegó
en Los Ángeles, durante un festival aéreo al que su padre la llevó por
capricho. Bastó un vuelo de prueba para que decidiera que el cielo era su lugar
natural. Su madre, mujer práctica, le compró un biplano amarillo al que Amelia
bautizó The Canary. En 1922 ya batía su primer récord, alcanzando una
altura de 14 000 pies. No era la mejor piloto del país, pero sí la más
decidida, y eso en los Estados Unidos vale tanto como la destreza.
Putnam la conoció cinco años
después y la convenció de unirse a un vuelo trasatlántico promocionado por su
editorial. Ella no pilotó, pero eso no impidió que la prensa la proclamara
heroína nacional. «Solo fui un saco de patatas», declaró modestamente. A
nadie le importó. En el verano de 1928, el país necesitaba esperanza y glamur,
y Amelia ofrecía ambos.
Putnam y Earhart se casaron poco
después. Él se convirtió en su agente, editor y estratega mediático; ella, en
el rostro sonriente de la aviación femenina. Juntos entendieron que la fama
podía financiar la aventura, y la aventura, a su vez, renovar la fama. Durante
la Gran Depresión, esa ecuación fue su modo de vida.
En 1937, con cuarenta años y cinco récords mundiales, Amelia decidió embarcarse en la vuelta al mundo definitiva. Sería el vuelo más largo jamás intentado: 47 000 kilómetros a bordo de un Lockheed Electra 10E, una máquina elegante y nerviosa como un caballo de carreras. El plan era ambicioso, y el presupuesto, ajustado. Para financiarlo, hipotecaron una propiedad y recortaron gastos esenciales, incluida la radio de emergencia.
El primer intento, desde Hawái,
terminó en desastre. Durante el despegue, el Electra hizo un violento
trompo sobre la pista y acabó con el tren de aterrizaje partido.
Milagrosamente, no explotó. La humillación fue instantánea y pública. Pero
Amelia no era de las que se rendían. Dos meses más tarde, tras reparar el
avión, lo intentó de nuevo, esta vez en sentido inverso, desde Miami hacia el
este.
Durante semanas, el Electra
cruzó sin incidentes América del Sur, África y Asia. En Indonesia, Earhart cayó
enferma de disentería, pero siguió adelante. El navegante Fred Noonan, un tipo
curtido en la aviación naval, compartía la cabina y las escasas horas de sueño.
En Australia, un técnico le advirtió que su radiogoniómetro —el aparato que
debía guiarles en el Pacífico— no funcionaba. Amelia sonrió. Según Shapiro,
nunca había funcionado.
El 1 de julio de 1937 despegaron
de Lae, en Nueva Guinea, rumbo a la diminuta isla Howland, un punto casi
invisible en medio del océano. Llevaban veinte horas en el aire cuando las
comunicaciones se cortaron. «Estamos a mil pies... debemos estar
encima de ustedes... no podemos verlos», fue su último mensaje.
A partir de ahí, el océano los engulló.
Ni rastros de combustible ni restos del fuselaje. Solo hipótesis, fotos
granuladas, rumores de supervivencia, e incluso, según cierta teoría, cocoteros
movidos por el viento que alguien confundió con hélices. Amelia Earhart
desapareció y se convirtió en algo aún más duradero: un misterio rentable.
Frente a su casa natal en
Atchison hay una réplica del Electra en miniatura, suspendida sobre un
jardín lleno de flores. A pocos metros, un cartel recuerda que “la verdadera
aventura nunca termina”. Me quedo un rato contemplando la maqueta y pienso en
Julius Morton, el hombre de los árboles, y en Amelia, la mujer del aire. Uno
plantó raíces; la otra las cortó para volar.
Quizá ese sea el equilibrio secreto de América: un país que celebra el Arbor Day y al mismo tiempo construye aviones para escapar del planeta. Donde se planta un árbol el lunes y se despega hacia el Pacífico el martes. Donde, de algún modo, el ala y la rama son la misma cosa.