Un cráneo hallado en China reabre el debate sobre los denisovanos, los neandertales y las inesperadas mezclas que dieron forma a nuestra especie.
Durante mucho tiempo creímos que
la evolución humana era una especie de pasillo largo y mal iluminado: entrabas
siendo algo simiesco y salías convertido en Homo sapiens, con alguna
parada intermedia para estirar las piernas. En realidad, era más bien una
estación abarrotada en hora punta, llena de especies parecidas, cruces
inesperados y encuentros que hoy nos incomodan un poco. La llamada cara
del hombre dragón, reconstruida a partir del famoso cráneo de Harbin,
ha vuelto a recordarnos que nuestra historia no es limpia ni ordenada, sino una
trama compleja, compartida y, en muchos casos, sorprendentemente íntima.
Ese rostro ancho, con arcos
superciliares poderosos y un aire a la vez primitivo y cercano, se ha asociado
a una
especie propuesta en 2021: Homo longi. Pero más allá del nombre, lo
que ha reavivado el debate es la posibilidad de que este individuo represente,
en realidad, a los denisovanos,
una población humana misteriosa conocida hasta hace poco por fragmentos óseos
mínimos y un puñado de genes dispersos por el planeta.
El cráneo de Harbin
Los denisovanos deben su nombre a
la cueva de Denisova, en Siberia, donde en 2010 apareció un diminuto hueso de
dedo que no parecía gran cosa hasta que alguien decidió secuenciar su ADN. El
resultado fue desconcertante: no era neandertal, no era Homo sapiens y,
sin embargo, estaba claramente emparentado con ambos. Era, por decirlo
suavemente, un pariente al que nadie había invitado a la reunión familiar.
Desde entonces, los denisovanos se han convertido en una especie fantasma:
sabemos que existieron, que se extendieron por gran parte de Asia y que dejaron
descendencia, pero casi no sabemos cómo eran físicamente.
Ahí es donde entra la cara del
hombre dragón. Si ese cráneo robusto, hallado en el noreste de China y datado
en al menos 146 000 años, resulta ser denisovano, estaríamos ante el primer
rostro completo de esta población. Y eso cambiaría muchas cosas, empezando por
nuestra manera de imaginar a los antiguos humanos de Asia. Ya no serían solo
una nota a pie de página genética, sino personas con cara, mandíbula, cejas y,
probablemente, historias bastante complicadas.
Para entender por qué esto
importa, conviene aclarar quiénes eran sus parientes más famosos: los
neandertales. Los neandertales vivieron principalmente en Europa y el oeste de
Asia durante cientos de miles de años. Eran bajos, robustos, con un cuerpo diseñado
para el frío y un cerebro tan grande como el nuestro, o incluso ligeramente
mayor. Durante décadas se les retrató como brutos torpes, hasta que empezaron a
aparecer pruebas de enterramientos, herramientas sofisticadas, uso de pigmentos
y, en general, comportamientos que nos resultan incómodamente familiares.
Denisovanos y neandertales eran,
genéticamente, primos cercanos. De hecho, compartían un ancestro común más
reciente entre sí que con nosotros. Pero se diferenciaban en su distribución
geográfica y, probablemente, en su aspecto. Los neandertales eran una especie
occidental, adaptada a los climas fríos de Europa. Los denisovanos, en cambio,
ocuparon un territorio inmenso que iba desde Siberia hasta el sudeste asiático.
Esa amplitud sugiere una diversidad interna considerable, algo que encaja bien
con la idea de que el hombre dragón podría ser uno de ellos.
Y luego estamos nosotros, Homo
sapiens, que aparecimos en África y empezamos a expandirnos hace unos 60 000
años. Durante mucho tiempo nos contamos la historia como si hubiéramos
reemplazado limpiamente a todas las demás especies humanas, un poco como una
actualización de software. La genética se encargó de arruinar esa narrativa.
Hoy sabemos que, al salir de África, los sapiens se cruzaron con los
neandertales en Occidente y con los denisovanos en Oriente. No una vez, sino
varias.
El resultado es que casi todos
los humanos actuales de origen no africano llevan entre un 1% y un 2% de ADN
neandertal. En algunas poblaciones de Asia y Oceanía, especialmente entre los
habitantes de Melanesia y Papúa Nueva Guinea, aparece además hasta un 5% de ADN
denisovano. No son cifras anecdóticas. Esos genes influyen en nuestro sistema
inmunitario, en la adaptación a la altitud y en la respuesta frente a ciertos
patógenos. En el Tíbet, por ejemplo, una variante genética clave para vivir a
gran altura procede claramente de los denisovanos.
Es decir: no solo nos cruzamos
con ellos, sino que conservamos aquello que nos resultó útil. La evolución,
como suele ocurrir, fue práctica antes que elegante. Los encuentros entre sapiens
y otras especies de homínidos no fueron necesariamente románticos ni idílicos,
pero sí lo bastante frecuentes como para dejar huella. Y eso nos obliga a
abandonar la idea de especies humanas como compartimentos estancos. Eran
poblaciones distintas, sí, pero lo bastante compatibles como para tener
descendencia fértil.
En este contexto, la cara del
hombre dragón adquiere un significado especial. No es solo un fósil
espectacular para ilustrar libros de texto, sino una ventana a una humanidad
compartida. Nos recuerda que Asia no fue un escenario secundario, sino uno de los
grandes laboratorios de la evolución humana. Mientras en Europa los
neandertales se adaptaban al frío y en África los sapiens afinaban su
capacidad simbólica, en Asia ocurrían cosas igual de importantes, aunque
durante mucho tiempo no supiéramos verlas.
El debate científico sigue
abierto. Hay quien defiende que Homo longi merece ser considerado una especie
distinta, más cercana incluso a los sapiens que los propios
neandertales. Otros sostienen que ponerle un nombre nuevo es precipitado y que
lo más sensato es integrarlo en el grupo denisovano. No sería la primera vez
que la paleontología se deja llevar por el entusiasmo nominal. A veces, la
historia humana no necesita más nombres, sino mejores conexiones.
Lo que parece claro es que
nuestra genealogía se parece menos a un árbol y más a una red. Hubo
bifurcaciones, sí, pero también reencuentros. Hubo líneas que se extinguieron y
otras que sobrevivieron solo como fragmentos genéticos en cuerpos ajenos. Cuando
miramos la cara del hombre dragón, no estamos viendo a un extraño absoluto,
sino a alguien que, de una manera u otra, sigue viviendo en nosotros.
Tal vez eso sea lo más desconcertante de todo. Durante siglos hemos buscado un origen puro, una línea clara que nos separara del resto. La ciencia moderna, con su manía por los datos, nos ha contado una historia mucho menos reconfortante y mucho más interesante: somos el resultado de cruces, mezclas y préstamos evolutivos. Una especie híbrida, hecha de encuentros fortuitos y adaptaciones oportunistas.
La cara del hombre dragón no nos mira desde un pasado remoto y ajeno. Nos observa, más bien, como un pariente al que habíamos olvidado invitar, pero que siempre estuvo en la foto familiar. Y cuanto más aprendemos sobre denisovanos, neandertales y sapiens, más evidente resulta que la pregunta no es quiénes somos, sino cuántos fuimos para llegar hasta aquí.