Supongo
que conocen una de esas pequeñas maravillas de Roma, la llamada perspectiva de
Borromini, en el palacio Spada. No les desvelo nada, pues hay que verla o no te
lo crees, si les digo que es una galería de arcos que parece muy larga y que
mide 35 metros, cuando en realidad no llega a los nueve. Es un trampantojo, una
ilusión, cuyo mensaje es que no todo es lo que parece, que la vida es un juego,
la realidad es un engaño, los bienes materiales no son tan grandes y cosas así.
Bueno, pues apliquen esto a la doble perspectiva que, como escritora, guardó
Louise May Alcott.
La
casa de los Alcott en Concord es uno de esos lugares donde los escolares hacen
cola para fotografiarse sonriendo, como si en el porche pudiera oírse todavía
el eco de las risas de Meg, Jo, Beth y Amy. El guía turístico, que lo ha
contado mil veces, explica que Mujercitas fue escrita en ese cuarto de
arriba, en un escritorio diminuto, durante un verano caluroso y con más prisas
que inspiración.
Los
visitantes asienten, compran un imán de nevera, hojean una edición con
ilustraciones victorianas y se van convencidos de que Louisa May Alcott fue una
escritora amable, hogareña, casi maternal. Ninguna de esas cosas es del todo
cierta. La Alcott fue muchas cosas, pero sobre todo fue alguien que tuvo que
pelearse con su época para que la dejaran ser escritora. Y cuando por fin la
dejaron, hizo algo todavía más impropio: escribió lo que le dio la gana,
incluso lo que nadie debía escribir.
Nació
en 1832, hija de un filósofo trascendentalista que fracasó en casi todo excepto
en producir frases altisonantes. Bronson Alcott era vegano, pacifista,
visionario educativo, utopista profesional… y tan poco práctico que la familia
vivió la mayor parte del tiempo en la precariedad más absoluta. La madre,
Abigail, era el verdadero sostén de la casa: una mujer inteligente y combativa,
activista abolicionista, que sacó adelante a cuatro hijas mientras su marido
perseguía perfecciones abstractas.
Louisa
tuvo que enfrentarse a una vida nómada (se mudaron treinta veces en treinta
años) y, desde muy pequeña, tuvo que trabajar para poder mantener a su familia,
quienes acababan en bancarrota tras cada idea revolucionaria del padre (como la
Temple School o Fruitlands, una comunidad utópica). La muchacha creció entre
charlas sobre moral universal y facturas sin pagar, un entorno ideal para
aprender dos lecciones: que la bondad no alimenta a nadie y que escribir podía
ser, con suerte, un trabajo.
Concord
era por entonces un pequeño hervidero intelectual: Thoreau, Emerson, Hawthorne…
un vecindario de celebridades literarias. La pequeña Louisa los observaba con
mezcla de curiosidad y fastidio, consciente de que los grandes hombres hablaban
mucho, pero solían dejar las tareas urgentes a las mujeres. Ella prefería salir
a correr, trepar por los árboles, inventar historias de aventuras y hacer lo
que más tarde definiría como “trabajos de chico”, una expresión que usaba sin
ironía, como quien constata que la diversión siempre parece estar al otro lado
de la frontera social.
La
vida no fue amable con los Alcott y Louisa empezó temprano a ganarse el pan.
Hizo de institutriz, costurera, criada, maestra… cualquier oficio que
permitiera llevar algo de dinero a casa. En los ratos libres escribía cuentos,
poemas, piezas teatrales, relatos sensacionalistas para revistas baratas.
Firmaba lo que podía vender y escondía lo que sabía que no gustaba. A los
treinta años tenía ya una doble vida literaria perfectamente establecida.
Bajo
su nombre real escribía obras respetables y relatos morales. Bajo el seudónimo
de A. M. Barnard, en cambio, se permitía una libertad casi escandalosa:
pasiones ilícitas, venganzas femeninas, violencia doméstica, adulterios,
incestos insinuados, heroínas manipuladoras y una visión del matrimonio como
tranvía averiado que uno toma por necesidad, no por romanticismo. Para la
época, aquello era dinamita. El hecho de que hoy casi nadie lo recuerde dice
mucho de cómo se construyen las reputaciones literarias: a base de seleccionar
la parte de una vida que encaja con la postal.
Durante
la Guerra de Secesión, Louisa se ofreció como enfermera voluntaria en un
hospital de Washington. En sus memorias de guerra —que pocos leen— describe
jornadas agotadoras, infecciones, amputaciones y una epidemia de tifus que
estuvo a punto de matarla. No murió, pero quedó con secuelas crónicas y con la
convicción de que el heroísmo es un concepto sobrevalorado. A su regreso
publicó Escenas de hospital, un libro breve y seco, sin
sentimentalismos, que tuvo una recepción discreta. Nadie imaginaba que la misma
mujer que describía con naturalidad la muerte y la miseria acabaría escribiendo
una novela que sería lectura obligatoria en colegios, clubs de lectura y
sociedades literarias de señoras.
El
encargo llegó casi por accidente. Su editor, convencido de que lo que vendía
eran libros “para chicas”, le pidió algo así como una historia edificante para
señoritas. Alcott puso mala cara; prefería escribir aventuras, sátiras, incluso
melodramas sangrientos. Pero necesitaba dinero —su familia siempre necesitaba
dinero— y aceptó. En unas semanas redactó Mujercitas. Lo hizo con prisa,
sin esperar demasiado, modelando a las cuatro hermanas March a partir de ella
misma y de sus tres hermanas. El libro fue un éxito inmediato. Las ventas se
multiplicaron, las niñas americanas copiaban las frases de Jo, y Louisa se
encontró atrapada en una ironía peligrosa: lo que había escrito por obligación
se convirtió en su obra definitiva, mientras lo que escribía por placer quedaba
relegado a cajones.
El
éxito tuvo consecuencias. Llegaron las traducciones, las secuelas, las visitas
de admiradoras, las opiniones morales sobre si Amy debía casarse con Laurie o
no, las interpretaciones alegóricas, las versiones ilustradas. La Alcott
sobrevivió como pudo. Daba entrevistas, posaba para fotógrafos, sonreía ante
las cartas de niñas que la llamaban “tía Louisa”, mientras en privado seguía
cultivando su vena más sombría. Tras la máscara o A Long Fatal Love
Chase (Una larga y fatal persecución amorosa; no ha sido traducida
oficialmente al español. Esa ausencia resulta llamativa, porque esta obra es
considerada por muchos estudiosos una de las obras más atrevidas y subversivas
de Alcott/Barnard, por lo que su invisibilidad en el mercado hispanohablante
dice mucho sobre la historia de lo que se traduce y lo que no de las mujeres
escritoras del siglo XIX) son hoy obras recuperadas y estudiadas, pero durante
décadas flotaron en una especie de limbo editorial, como si la sociedad
necesitara mantener a la autora dentro de un molde que ella nunca aceptó del
todo.
Su
compromiso político era otro aspecto que el canon prefería pasar por alto.
Louisa se declaró abiertamente abolicionista, colaboró con círculos
sufragistas, dio discursos sobre igualdad de derechos y fue la primera mujer
que se registró para votar en Concord, en las elecciones escolares de 1880.
Sabía que era un acto simbólico, casi un gesto, pero lo hizo con la misma
determinación que ponía en sus historias de mujeres que toman decisiones
audaces. Dejó constancia escrita de algo que todavía hoy suena moderno: que la
independencia económica era el primer paso para cualquier libertad femenina.
La
salud no la acompañó. Arrastró durante décadas los efectos del tifus contraído
en la guerra —aunque algunos médicos modernos sospechan que pudo padecer
intoxicación por mercurio, usado entonces en los tratamientos— y pasó sus
últimos años cuidando de sus padres, escribiendo cuando podía y rechazando
propuestas de matrimonio con una constancia que habría escandalizado a las damas
más tradicionales. Murió en 1888, a los 55 años, dos días después de la muerte
de su padre. La cronología parece escrita con una ironía trágica: Bronson se
dedicó toda la vida a educar de forma ejemplar a sus hijas, pero fue Louisa
quien sostuvo a la familia con su trabajo, su ingenio y sus libros.
Hoy,
cuando se habla de ella, Mujercitas sigue ocupándolo todo, como un globo
aerostático demasiado grande. Las versiones cinematográficas se suceden, cada
década con su propia lectura moral; las jóvenes actrices declaran que Jo March
cambió su vida; y miles de lectoras siguen encontrando en los afectos
familiares un refugio atemporal. Pero basta rascar un poco para descubrir a
otra Alcott: la que escribía bajo seudónimo historias feroces, la que aborrecía
la domesticación literaria, la que no veía contradicción entre la ternura y la
rabia.
En
Concord, en esa casa convertida hoy en museo, la habitación donde escribió Mujercitas
tiene un aire recogido, casi devoto. Pero si uno se fija bien, el pequeño
escritorio inclinado parece más bien una mesa de campaña: una trinchera donde
una mujer inteligente, impaciente y mal pagada tecleó lo que necesitaba para
sobrevivir.
Y
en las estanterías, entre ediciones florales del libro, a veces se cuela un
volumen oscuro firmado por A. M. Barnard, como un guiño involuntario de quien
nunca quiso ser solo la tía amable de la literatura juvenil. Louisa May Alcott
fue muchas cosas, pero sobre todo fue una narradora que entendió antes que
nadie algo esencial: que las mujeres también tenían derecho a contar sus
secretos, por íntimos que fueran.