El Museo Pasteur de París no está
entre las visitas imprescindibles que recomiendan las guías y sin embargo es
uno de esos lugares donde uno entra por curiosidad y sale con una sonrisa y una
lección de historia. Se encuentra en una calle tranquila del distrito XV y su
mayor tesoro —además de una buena colección de matraces y frascos que parecen
decorados de Frankenstein— es la cripta donde reposan Louis Pasteur y su esposa
Marie.
La cripta, para empezar, es de un
barroquismo que espantaría al mismísimo Santo Sudario. Inspiración bizantina,
dicen las guías. En realidad, con ese mármol rosado y ese aire solemne, parece
una copia descarada del sepulcro de Napoleón Bonaparte en Los Inválidos, aunque
en versión reducida. No me habría sorprendido encontrar una minúscula águila
imperial en una esquina.
Los mosaicos que la decoran
representan las grandes hazañas del químico: ovejas pastando, alusión a sus
experimentos con el carbunco; un perro, recuerdo de la vacuna contra la rabia;
gusanos de seda y moreras, por sus investigaciones sobre una plaga que arruinaba
la industria textil; y vides, homenaje a su salvación del vino francés. Pero lo
que yo buscaba era una vaca. Dediqué un buen rato a examinar paredes, techos y
rincones, convencido de que en algún mosaico debía aparecer una vaca solemne,
símbolo de su supuesta invención de la pasteurización láctea. No encontré ni
rastro.
Salí del museo perplejo. ¿Cómo
era posible que el hombre que había dado nombre al proceso que evita que medio
mundo enferme por beber leche cruda no tuviera su vaca conmemorativa? Pues
bien, la razón es simple: Louis Pasteur no tuvo absolutamente nada que ver con
la pasteurización de la leche.
La confusión es comprensible. A
fin de cuentas, su apellido está incrustado en cada cartón de leche del
planeta. Pero lo suyo no fue la leche, sino el vino y la cerveza. Pasteur, que
no era médico ni biólogo sino químico, había descubierto que los alimentos se
estropean por culpa de microorganismos invisibles y que calentarlos
moderadamente impide su proliferación.
Su intuición venía de lejos. A
los veinticinco años, Pasteur hizo un descubrimiento que todavía hoy fascina a
los químicos: la disimetría molecular. Mientras observaba con una lupa unos
cristales de sales de ácido tartárico —un subproducto de la fermentación del
vino—, advirtió que existían dos tipos de cristales que eran imágenes
especulares uno del otro. Con una paciencia que admiraría al santo Job, los
separó con unas pinzas y comprobó que, al disolverlos en agua y exponerlos a la
luz polarizada, hacían girar el haz en direcciones opuestas.
La estructura de las moléculas
era entonces un misterio, de modo que Pasteur no pudo ir mucho más allá. Pero
medio siglo después, un joven holandés llamado Jacobus van’t Hoff propuso que
el carbono tiene cuatro enlaces orientados hacia los vértices de un tetraedro y
que, en el caso de que esos vértices están ocupados por átomos distintos, se
obtienen dos versiones de la molécula: idénticas, salvo porque son imágenes
especulares no superponibles, como nuestras manos. Van’t Hoff ganó el primer
Nobel de Química en 1901 y confirmó la genial intuición del francés.
Otro mosaico de la cripta
representa a un ave, en recuerdo de su triunfo contra el cólera aviar. Y es que
el siglo XIX fue una época de guerras, revoluciones y bacterias, que Pasteur combatió
con la misma energía. Su obsesión era demostrar que la vida no surge
espontáneamente del polvo o la podredumbre, como aún creían muchos. Con sus
célebres matraces de cuello de cisne demostró que, si el aire se filtraba, el
caldo hervido permanecía estéril; pero si entraban partículas del exterior,
aparecía vida microscópica. Con ese experimento desmontó una creencia milenaria
y puso la primera piedra de la teoría microbiana de la enfermedad.
Y aquí entra en escena el
verdadero héroe de la leche: Franz von Soxhlet, un químico agrícola alemán que
en 1886 propuso aplicar el método de Pasteur a la leche destinada al consumo
público. Fue él quien acuñó el término pasteurización en homenaje al francés,
aunque el interesado jamás se dedicó a eso. Pasteur había demostrado el
principio, pero Soxhlet lo aplicó a la leche.
Por entonces, beber leche cruda
era casi un deporte de riesgo. La fiebre tifoidea, la escarlatina, la difteria,
la tuberculosis y todo tipo de infecciones intestinales podían transmitirse por
ese líquido de tan inocente apariencia. En 1891, uno de cada cuatro bebés en la
ciudad de Nueva York moría, muchos por leche contaminada. Cuando se empezó a
calentarla a unos 70 grados durante unos segundos, la mortalidad infantil se
desplomó.
Aun así, no faltaron detractores.
Algunos afirmaban que el proceso arruinaba el sabor o destruía nutrientes
esenciales. Los argumentos eran tan persistentes como débiles. Siglo y medio
después, el debate sigue vivo: en los rincones más oscuros de Internet, algunos
iluminados juran que la leche cruda “mejora la salud humana” y que la malvada
FDA reprime su venta para proteger los intereses de la industria farmacéutica.
Entre ellos figura, por ejemplo, Robert F. Kennedy Jr., que en 2024 proclamó en
Twitter (X, para los modernos) las supuestas virtudes milagrosas del producto.
La evidencia, sin embargo, no
deja lugar a dudas. La leche contiene miles de compuestos y es cierto que
algunos se alteran con el calor, pero ninguno de esos cambios tiene
consecuencias para la salud. Lo que sí tiene consecuencias, y muy graves, es
beber leche contaminada con Listeria, Salmonella, Campylobacter o E.
coli. En pocas palabras: la pasteurización salva vidas.
Y, sin embargo, el mito persiste.
Quizá porque el propio nombre del proceso evoca una confianza casi paternal,
una suerte de sello científico de pureza francesa. Pero el mérito de Pasteur no
está en la leche, sino en algo más grande: en haber demostrado que la vida y la
enfermedad están regidas por las mismas leyes químicas que el resto del mundo
natural.
Volví a meditar sobre eso
mientras abandonaba el museo. El guía me había mirado con cierta
condescendencia cuando le pregunté por las vacas. En su lugar, me indicó un
mosaico con un racimo de uvas y otro con un perro heroico. Nada de vacas. Salí
a la calle con la sensación de que el pobre Franz von Soxhlet merecería, al
menos, una plaquita conmemorativa o una leche escolar a su nombre. Pero la
historia no siempre reparte la fama con justicia.
Al fin y al cabo, la leche “pasteurizada” no es obra de Pasteur, pero sí el fruto indirecto de su manera de mirar el mundo: con un microscopio en una mano y una duda razonable en la otra. Y eso, pensándolo bien, es mucho más importante que cualquier mosaico vacuno.

