El belén parece una escena inmutable, pero en realidad es un espejo: refleja, siglo tras siglo, la forma en que el cristianismo se ha entendido a sí mismo.
Cada diciembre, cuando el
calendario se queda sin hojas y el frío obliga a mirar hacia dentro, reaparece
el belén. Surge en una esquina de la iglesia, en el aparador de una tienda y,
sostenido por una tabla y dos caballetes, en el mueble más inestable del salón
familiar. Un niño desnudo sobre paja limpia, una madre con gesto de aceptación
infinita, un padre que parece no acabar de entender qué hace allí, un buey
pensativo y un burro con cara de haberlo visto todo. Luego llegan los pastores,
siempre apresurados, y más tarde —cuando ya se han servido los dulces— aparecen
los Reyes Magos, cargados de regalos y de exotismo.
Se
suele decir (erróneamente) que el belén nació en 1223, cuando San Francisco
de Asís decidió representar el nacimiento de Jesús en una cueva de Greccio con
un pesebre, un buey y un burro. La escena, según sus biógrafos, buscaba
conmover más que explicar: tocar el corazón antes que ilustrar la doctrina.
Aquel gesto franciscano —pobre, directo, casi ingenuo— marcó profundamente el
imaginario cristiano. Pero no fue el principio. Fue, más bien, una inflexión.
Mucho antes de Francisco, cuando
el cristianismo aún caminaba con pies inseguros por los márgenes del Imperio
romano, ya existían imágenes del nacimiento de Cristo. El problema era que los
Evangelios canónicos no ofrecían demasiados detalles. De los cuatro, solo el de
Lucas se detiene en el niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre,
rodeado de pastores y ángeles. Mateo, en cambio, introduce a los Magos guiados
por una estrella y pasa rápidamente al drama político de Herodes. Entre ambos
relatos quedaban demasiados silencios.
Durante siglos, esos silencios se
llenaron con imágenes parciales. Una de las más antiguas se conserva en la
Catacumba de Priscila, en Roma: una
pintura mural de finales del siglo III o comienzos del IV donde María
sostiene al niño mientras recibe a los Magos. Allí ya están los regalos y, por
tanto, ya son tres los visitantes, aunque el texto bíblico nunca lo diga. El
énfasis no está en el niño, sino en el movimiento: hombres que vienen de lejos
buscando algo que no saben nombrar. El cristianismo primitivo se reconocía en
esa búsqueda.
Representación de la Adoración de los Magos en un sarcófago del siglo IV del cementerio de Santa Inés en Roma. Dominio público vía Wikimedia Commons.
Con el tiempo, la escena ganó solemnidad. En un sarcófago del siglo IV hallado en el cementerio de Santa Inés, los Magos aparecen acompañados de camellos y avanzan bajo una estrella casi geométrica. Y en el siglo V, cuando el cristianismo ya es religión oficial del Imperio, la humildad inicial se diluye. En la basílica romana de Santa María la Mayor, un mosaico muestra al Niño Jesús entronizado como un emperador en miniatura, rodeado de ángeles y figuras misteriosas. No hay pastores ni animales. Aquí no nace un niño: se manifiesta un rey.
Algo parecido ocurre en Rávena, donde un mosaico del siglo VI presenta a María vestida de púrpura imperial, sentada en trono y sosteniendo a su hijo mientras los Magos —ya con nombre propio: Melchor y Gaspar y Baltasar— ofrecen sus dones. El cristianismo de la Antigüedad tardía necesitaba subrayar la majestad divina, no la fragilidad humana. El belén, tal como hoy lo entendemos, aún estaba lejos.
Detalle de un mosaico del siglo VI en la Basílica de Sant'Apollinare Nuovo en Rávena, Italia Dominio público a través de Wikimedia Commons
La separación litúrgica entre la
Navidad y la Epifanía terminó de ordenar el relato. El nacimiento se celebraría
alrededor del solsticio de invierno, el 25 de diciembre; la visita de los
Magos, el 6 de enero. Al apartar a los reyes unos días, el cristianismo abrió
espacio para una escena más íntima. El foco volvió al pesebre. Un relieve
conservado en Atenas, de finales del siglo IV o principios del V, muestra a un
bebé fajado, vigilado solo por un buey y un burro. Es una imagen casi
doméstica. Dios ha bajado a ras de suelo.
En Roma, la basílica de Santa
María la Mayor mantuvo una relación constante con esta iconografía. Hay
indicios de que ya en el siglo V se exhibía allí una recreación del nacimiento.
Como escribe Maureen C. Miller, historiadora de la Universidad de California,
Berkeley, en Clothing
the Clergy: Virtue and Power in Medieval Europe, c. 800-1200, el papa
Gregorio VII estaba celebrando una misa de Navidad en la basílica, «donde
se había construido un belén cerca del altar mayor para que todos pudieran
contemplar el evento de la historia de la salvación que se conmemoraba»,
cuando fue secuestrado por hombres armados en 1075.
Los detalles de ese belén son
escasos; hay mucha más información disponible sobre un belén del
siglo XIII en Santa Maria la Mayor que sobrevive hasta nuestros días. En
1292, el papa Nicolás IV, primer pontífice franciscano, encargó a Arnolfo di
Cambio un belén de mármol que aún se conserva. María ocupa el centro, no solo
como madre, sino como Theotokos, madre de Dios, un título fijado en el Concilio
de Éfeso en 431. El belén se convierte así en una lección de teología tallada
en piedra.
Luego llegó el Barroco y todo se
desbordó. En Nápoles, los belenes dejaron de ser escenas para convertirse en
mundos. Calles enteras, mercados, tabernas, ruinas clásicas, montañas de corcho
y papel maché. El nacimiento de Cristo sucedía en medio de la vida cotidiana.
La gente se reconocía allí: el pescadero, la lavandera, el músico callejero. El
cristianismo barroco entendió que, para sobrevivir, debía mezclarse con la
realidad.
De la mano de la corte ilustrada
de Carlos III, el belén napolitano —teatral, minucioso y exuberante— se instaló
definitivamente en España como una moda cortesana que pronto acabaría
filtrándose a la devoción popular. El monarca, que había reinado en Nápoles
antes de ceñir la corona española, importó no solo ministros y gustos
artísticos, sino también esa manera barroca de contar la Navidad como un gran
escenario lleno de vida. En ese contexto encargó al escultor valenciano Esteve
Bonet la realización del llamado Belén
del Príncipe, destinado a la educación y deleite de su hijo, el futuro
Carlos IV. Aquel conjunto, concebido como una obra didáctica y artística a la
vez, se conserva hoy y se exhibe en el Palacio Real de Madrid, testimonio de
cómo el belén pasó de ser devoción italiana para convertirse en patrimonio
cultural español.
Una de las múltiples escenas del Belén del Príncipe del Palacio Real de Madrid. Fuente.
Esa exuberancia chocó frontalmente con el protestantismo. En el siglo XVI, muchas regiones de Europa destruyeron sus belenes por considerarlos idolatría. Los puritanos ingleses fueron especialmente severos. Sin embargo, al cruzar el Atlántico, esa hostilidad se fue suavizando. En América, el belén se refugió en las casas, convertido más en adorno que en objeto de culto.
Los moravos fundaron la ciudad de
Belén,
en Pensilvania, en 1741, y llevaron consigo sus escenas de la Natividad,
que incluían paisajes locales. En Francia, durante la Revolución, los santones
provenzales sobrevivieron a escondidas cuando las iglesias cerraron. El
belén demostró una capacidad extraordinaria para adaptarse: podía ser
clandestino, doméstico, popular o sofisticado, según las circunstancias.
En el siglo XXI, el belén se ha
vuelto un campo de batalla simbólico. Su presencia en espacios públicos genera
debates, recursos judiciales y provocaciones creativas. Desde belenes
alternativos promovidos por iglesias paródicas hasta escenas donde conviven la
Sagrada Familia y personajes de la cultura pop. Incluso el
Vaticano sorprendió en 2020 con un belén futurista que muchos compararon
con ciencia ficción. La tradición, lejos de fosilizarse, sigue mutando.
Y mientras tanto, en la Via San Gregorio Armeno de Nápoles, los artesanos continúan fabricando figuras nuevas cada año: futbolistas, políticos, pizzaiolos, celebridades. Entre ellos, el papa Francisco, que comparte nombre con el santo que hizo del belén un acto de cercanía. Nada parece fuera de lugar en ese pequeño universo.
El belén de 2020 en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Foto de Vincenzo Pinto/AFP
Quizá ahí resida el secreto de su longevidad. El belén no es solo una escena del pasado; es una invitación. Permite a cada época, a cada cultura, colocarse junto al pesebre y mirarse en él. En miniatura, el mundo entero cabe alrededor de un niño indefenso. Y en ese gesto —tan simple, tan repetido— el cristianismo ha ido contando, sin palabras, su propia historia.