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lunes, 22 de septiembre de 2025

EL HOMBRE QUE HIZO DEL MUNDO SU JARDÍN

 En el bicentenario de Joseph Dalton Hooker

Imagine a alguien que escala picos del Himalaya, sobrevive a tormentas antárticas, se cartea con Charles Darwin para sacudir los cimientos de la ciencia y, de paso, introduce el rododendro en los jardines victorianos. Todo antes de cenar. Ese alguien existió: Joseph Dalton Hooker, nacido hace doscientos años este verano, quizá el botánico más influyente de su siglo y, con toda probabilidad, uno de los más resistentes seres humanos que jamás pisaron la Tierra.

Hooker pertenece a esa rara estirpe de victorianos capaces de hacernos sentir perezosos con solo leer su currículum. Fue director de los Reales Jardines Botánicos de Kew en su época más decisiva. Amigo íntimo y confidente de Darwin, lo defendió cuando la teoría de la evolución provocaba más jaquecas que un sermón dominical. Presidió la Royal Society, ingresó en la Orden del Mérito, coescribió el manual de la flora británica que se usó durante un siglo entero y, ya nonagenario, seguía publicando volúmenes de plantas. Entre tanto, tuvo siete hijos de dos matrimonios. Uno no sabe si admirarlo, sospechar que dormía dos horas al día, o ambas cosas.

Su legado es tan ancho como la geografía que recorrió. Las expediciones fueron su laboratorio. Primero, la Antártida: cuatro años como cirujano asistente en la expedición de James Ross en busca del polo magnético sur, la última gran empresa realizada exclusivamente a vela. Después, la India y el Himalaya, con resultados que llenaron siete tomos y un diario de viaje, Himalayan Journals (1854), que se codea con El viaje del Beagle de Darwin y El archipiélago malayo de Alfred Wallace.

Le siguieron manuales sobre la flora de Nueva Zelanda, Australia y Ceilán (hoy Sri Lanka), estudios de orquídeas y rododendros indios, y centenares de artículos. Por el camino, describió cientos de especies desconocidas, redefinió la clasificación de las plantas silvestres y convirtió a Kew Gardens en el corazón científico de la botánica mundial.

Hooker no solo coleccionaba nombres latinos: buscaba utilidad. Su olfato para plantas con valor económico cambió imperios. Fue decisivo en la introducción de la palma aceitera de África occidental en India y Australia; de la macadamia australiana en Sudáfrica; de variedades de café resistentes al hongo que devastó las plantaciones de Ceilán; y de las plántulas de Hevea brasiliensis, el árbol del caucho amazónico, en Malasia, base de una de las industrias más rentables del Imperio británico. A finales del XIX, mientras los árboles brasileños sucumbían a un hongo letal, Malasia lucía diez millones de ejemplares sanos.

En otras palabras: sin Hooker, los coches del siglo XX quizás habrían rodado sin neumáticos o con ruedas mucho más caras.

Rododendros y otras revoluciones florales

Su fama popular llegó de la mano de un arbusto. Hooker fue uno de los primeros europeos en contemplar un rododendro en su hogar original, las montañas de Nepal y Sikkim. Las plantas que envió a Kew encendieron una auténtica “Rhododendromania” victoriana, responsable de muchos jardines que aún hoy admiramos.

No todas sus introducciones fueron idílicas. El resistente Rhododendron ponticum, utilizado como seto de caza, se convirtió en una plaga que todavía complica la vida de los bosques británicos. Hooker no era ingenuo: advirtió que el bálsamo del Himalaya —hoy omnipresente en riberas— podía tornarse “un terror para los botánicos, engañoso y desesperadamente malvado”. Tenía, pues, la rara habilidad de entusiasmarse con las plantas y al mismo tiempo prever sus travesuras ecológicas.

El explorador de cuerpo frágil y voluntad de acero

Lo más desconcertante es que este Hércules de la botánica no parecía hecho para la intemperie. Delgado, de aspecto estudioso, parecía más apto para una biblioteca que para colgarse de un glaciar. Y, sin embargo, se forjó en escenarios extremos.

En el Himalaya fue un escalador obstinado: se convirtió en el primer europeo en franquear los altos pasos del Tíbet, muchas veces solo, salvo por su perro, un mastín tibetano llamado Kinchin. Dibujaba, pintaba, recogía muestras y, como único lujo, se fumaba un cigarro cada noche ante la tienda. Sus colecciones viajaban río abajo a Calcuta y, de allí, a su padre —Sir William Jackson Hooker, otro gigante de la botánica— en Kew.

Esa vida de esfuerzos no le restó longevidad. Sobrevivió a casi todos sus amigos y colaboradores. En las fotografías, su barba se volvió más tupida y su mirada más severa, pero el ritmo de trabajo no aflojó. Aún asesoró al capitán Robert Scott en la preparación de su primera expedición antártica, recomendándole —con el aplomo de quien sabe lo que dice— que considerara explorar la Tierra en globo. Scott, por cierto, lo intentó.

El amigo que necesitaba Darwin

Hooker fue también una pieza clave en la historia de las ideas. Cuando Darwin comenzó a intuir que la selección natural explicaba la diversidad de la vida, se lo confió primero a él. Hooker respondió con cautela, pero sin el escándalo que otros colegas habrían mostrado. Con el tiempo se convirtió en su defensor más cercano, ayudándole a publicar El origen de las especies y defendiendo la teoría de la evolución ante audiencias hostiles.

En cierto modo, Hooker fue a Darwin lo que una brújula es a un navegante: el amigo que te dice si tu idea apunta al norte o al desastre.

Si hoy su nombre no resuena tanto como el de su amigo Darwin, la botánica no lo ha olvidado. Más de treinta especies de plantas y animales llevan su nombre, desde un iris hasta una Banksia, pasando por un caracol y un león marino.

Pero su mayor monumento quizá sea más invisible: está en las plantaciones de caucho de Asia, en las palmas aceiteras que dan trabajo y controversia en medio mundo, en los jardines de rododendros de media Europa y en la taxonomía vegetal que los botánicos siguen usando.

Epílogo

Joseph Dalton Hooker murió en 1911, con la misma discreción obstinada con la que había vivido. Dejó tras de sí una red de exploradores, horticultores y científicos que extendieron su influencia hasta bien entrado el siglo XX. Pensar en él —aquel joven flaco que escalaba a 6.000 metros con un perro y un cuaderno, o el anciano que todavía aconsejaba a exploradores polares— es recordar que la ciencia también se escribe con botas embarradas, pulmones helados y una curiosidad que no se jubila.

Dos siglos después, mientras paseamos por un parque donde florecen rododendros o bebemos un café sin hongos gracias a sus selecciones, tal vez convenga levantar la vista y brindar —con un té o un gin tonic— por aquel hombre que convirtió el planeta en un jardín y nos enseñó que clasificar una flor puede cambiar el mundo.

LA ASPIDISTRA CONTRA EL GAS

 

Durante buena parte del siglo XIX, las ciudades europeas y norteamericanas olían a gas de hulla. Era un olor dulzón y metálico que se colaba por rendijas, que impregnaba cortinas y que a menudo mareaba a los recién llegados del campo. Aquel gas servía para iluminar las casas y alimentar cocinas, pero las instalaciones eran tan imperfectas como la costumbre de fumar en cama: las fugas no eran un accidente excepcional, sino la rutina de cada noche.

Los partes de sucesos de la época hablan de explosiones que derribaban tabiques, de familias que amanecían con dolor de cabeza y de muertes atribuidas a “miasmas” o a “aire enrarecido” mucho antes de que se entendiera el papel letal del monóxido de carbono. Una lámpara de gas mal cerrada era casi una ruleta rusa doméstica.

A ese ambiente se le añadía el humo de carbón, omnipresente en ciudades como Londres, Manchester, París o Barcelona. El resultado era un aire denso, gris, que manchaba la ropa y ennegrecía fachadas. En un salón victoriano cualquiera, respirar significaba compartir oxígeno con azufre, benceno, monóxido y un catálogo de compuestos que hoy obligarían a evacuar la manzana entera.

Las personas, con sus pulmones tercos, resistían como podían. Las plantas, no. Helechos, ficus, geranios: todos caían. Se ponían amarillos, se quedaban blandos, se rendían. A finales del XIX, tener una maceta en casa era casi una apuesta perdida de antemano.

Y entonces apareció la aspidistra.

Originaria de los bosques sombríos del este de Asia, la Aspidistra elatior había evolucionado para vivir en lo que a una orquídea le parecería un sótano: luz mínima, humedad variable, suelo pobre. Sus hojas, gruesas como cuero y brillantes como un esmalte, resultaron inmunes al humo de carbón, a la sequedad de las chimeneas y, lo más sorprendente, al aire cargado de gas de hulla.

Nadie sabe quién la trajo primero a Europa —probablemente comerciantes británicos en Cantón o en algún puerto japonés—, pero hacia 1820 ya se vendía en viveros londinenses. La planta encontró su destino en las casas de clase media que crecían a ritmo de revolución industrial. El victorianismo, con su amor por la respetabilidad y la apariencia, necesitaba un emblema discreto, resistente, barato y siempre verde. La aspidistra encajó como anillo al dedo.

La apodaron cast-iron plant, la planta de hierro. Ni los escapes de gas, ni el humo, ni las corrientes de aire podían con ella. Si un salón con cortinas pesadas y lámpara de gas era una trinchera, la aspidistra era el soldado que nunca desertaba.

Pronto se volvió casi una declaración de intenciones. Una aspidistra bien lustrosa en el recibidor equivalía a decir: “Aquí hay orden, decoro y cierta prosperidad que no necesita ostentación”. No es casual que George Orwell, siempre atento a los símbolos de su tiempo, la eligiera como metáfora de la clase media baja en Keep the Aspidistra Flying (1936). En la novela, la planta encarna una mezcla de dignidad, obstinación y rutina. Puede que no luzca flores ni perfumes, pero aguanta lo que le echen, igual que las familias que sobrevivían a sueldos cortos, a alquileres abusivos y a un aire que hoy consideraríamos irrespirable.

La aspidistra prosperó en los barrios obreros de Londres, en las buhardillas parisinas, en las salas de estar de Madrid. Su popularidad era tal que en muchas casas se convertía en parte del mobiliario: se heredaba, se compartía entre vecinos, se llevaba de mudanza como quien lleva un cuadro de familia. Si sobrevivía al invierno, al gas y a la humedad —y casi siempre lo hacía—, el mérito no se atribuía al jardinero sino a la propia planta, que parecía alimentarse de la adversidad.

Flores de la aspidistra, Aspidistra elatior, en una maceta del edificio del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. 15/03/2025. Si quieres saber más sobre la reproducción de estas curiosas plantas, lee este artículo.

Hubo incluso un punto de orgullo cívico. En los años del “Great Smog” londinense, cuando la niebla amarillenta hacía que las farolas apenas se intuyeran, las aspidistras seguían verdes. Lo que para un helecho era sentencia de muerte para ellas era, como mucho, un día nublado más.

Hoy el gas de hulla ha desaparecido. Las lámparas de gas son piezas de museo. Las normas de ventilación convertirían a un inspector victoriano en un hombre feliz. Sin embargo, las aspidistras siguen aquí. Han perdido su condición de emblema social —ningún decorador presume de ellas—, pero continúan en portales, pasillos y rincones de oficinas con luz escasa. Su biografía es la de una superviviente que ya no necesita demostrar nada.

Quizá por eso, cuando uno se cruza con una aspidistra, siente un respeto antiguo. Porque esas hojas, discretas y persistentes, son memoria viva de una época en que la vida urbana era un combate invisible contra el aire mismo. Y porque recuerdan que, incluso en un salón saturado de gas, siempre hay algo capaz de seguir fresco y verde.

TATUAJES DE NITRÓGENO LÍQUIDO: PORQUE SIEMPRE PODEMOS HACERLO PEOR

 

De niño, mi abuelo me advirtió de dos cosas. La primera: nunca jugar a las cartas, ni al póker ni a la lotería, porque la ruina siempre llegaba antes que la suerte. La segunda: jamás tatuarse, porque eso era cosa de presidiarios y legionarios. Lo curioso es que mi abuelo fue militar en África, lo cual demuestra dos cosas: uno, que los humanos tenemos una capacidad infinita para prohibir justo lo que no hacemos; y dos, que las advertencias familiares sirven menos que un cartel de “no aparcar” en doble fila.

Quizá porque mi abuelo no pudo ir puerta por puerta repartiendo sermones, las calles españolas se han llenado de casas de apuestas y las playas de veraneantes tatuados. Uno camina hoy por el paseo marítimo y se siente en una especie de feria renacentista: dragones, nombres de exnovias, frases motivacionales con faltas de ortografía, y un surtido de calaveras capaz de deprimir a la mismísima Parca. Ya saben: no hay parto sin dolor ni hortera sin tatuador. Y, por supuesto, no podía faltar la última moda: tatuajes realizados con nitrógeno líquido.

Conviene aclarar un detalle. El nitrógeno líquido no es lo mismo que el óxido nitroso, ese gas que algunos utilizan últimamente para “colgarse” y que antaño servía para que los dentistas arrancaran muelas sin que el paciente armara un escándalo. El nitrógeno líquido sirve para cosas igualmente respetables, como conservar muestras biológicas, enfriar imanes superconductores o preparar helados con una espectacular nube blanca que da más gusto a los ojos que al paladar. Y, aparentemente, también sirve para que un adolescente en TikTok te grabe un trébol en la piel por cincuenta euros.

Lo más inquietante es que la técnica tiene un pedigrí respetable: se llama criomarcaje y se desarrolló en 1966 para identificar ganado. En lugar de usar un hierro candente, se sumergía en nitrógeno líquido y se aplicaba en la piel de la vaca. Resultado: una marca clara como la que luce la vaca de la fotografía, menos cicatrices y un sufrimiento reducido. Era una buena idea… para vacas. La piel bovina tiene unos diez milímetros de grosor, la nuestra apenas dos. Es como comparar una alfombra persa con una servilleta de papel. Pero, como somos animales de costumbres, decidimos copiarlas.

El procedimiento es sencillo y aterrador a partes iguales. Se toma un hierro con forma simpática —una letra, un corazón, un emoticono de moda—, se enfría en nitrógeno líquido y se presiona contra la piel humana. El frío congela el agua de las células, las hace explotar y deja un cráter blanco. Lo llaman tatuaje, aunque se parece más a la huella que dejaría un experimento de física mal supervisado.

La cuestión es que esos cráteres no son solo un capricho estético: son células muertas. Y no células cualesquiera, sino melanocitos, esas diminutas fábricas que producen melanina, nuestro paraguas natural contra el sol. Cuando te bronceas, no es porque tu piel se aburra y decida cambiar de color: es porque los melanocitos producen más melanina para absorber la radiación ultravioleta y evitar que el ADN se dañe. Sin melanina, la piel queda desprotegida, y el riesgo de cáncer aumenta entre 30 y 40 veces. Así que sí, un tatuaje con nitrógeno líquido es básicamente una invitación formal al melanoma.

Alguien podría pensar: “Vale, me lo hago en un lugar donde nunca da el sol y asunto resuelto”. Error. El nitrógeno líquido hierve a -196 ºC. Con veinte segundos de contacto, puede provocar quemaduras de tercer o cuarto grado, esas que llegan hasta el músculo e incluso al hueso. Son las que requieren injertos, operaciones y, en ocasiones, largas explicaciones a médicos que intentan no preguntar demasiado. Personalmente, no confiaría en un procedimiento capaz de dejarme sin epidermis en manos de alguien cuyo currículum incluye frases como “aprendí viendo vídeos en YouTube”.



Todo esto no es teoría: lo sé por experiencia. Durante un experimento en el laboratorio de Química cuando era estudiante universitario, unas gotas de nitrógeno líquido resbalaron por mi brazo y congelaron la pulsera de goma que llevaba puesta. La arranqué de inmediato, pero el daño ya estaba hecho: el famoso “cráter blanco” apareció en cuestión de segundos. A los pocos minutos la piel empezó a burbujear y dolía más que cualquier tatuaje convencional. Tres semanas después, la cicatriz seguía ahí, como un recordatorio sarcástico de que el nitrógeno líquido es extraordinariamente útil en su sitio y un desastre absoluto en cualquier otro.

La historia de las modificaciones corporales debería habernos servido de advertencia. No son ninguna novedad: una momia del año 3000 a. C. ya llevaba tatuajes y piercings. Y en casi todas las culturas los tatuajes han tenido un significado profundo, religioso o social. Pero nosotros hemos decidido convertirlos en una especie de pasatiempo de red social. Un click, un reto viral, un “hazlo tú mismo” con resultados que solo un cirujano plástico podría apreciar.

Porque claro, si el cuerpo humano ha soportado implantes, hendiduras linguales y tatuajes oculares, ¿por qué no añadir criomarcajes caseros? La lógica es impecable: siempre podemos hacerlo peor.

Lo más extraordinario de todo esto no es que alguien tuviera la idea, sino que otros la sigan. El primero que dijo “vamos a marcar vacas con nitrógeno líquido” tenía sentido práctico. El que dijo “vamos a marcar adolescentes con nitrógeno líquido” tenía sentido del espectáculo. Y miles de seguidores. En las redes sociales se multiplican los vídeos: un joven sonriente sumerge el hierro, lo aplica, el cliente grita (cosa inevitable a -196 ºC), y los comentarios se llenan de emoticonos. El dolor, como la estupidez, se ha convertido en entretenimiento de masas.

Lo cierto es que la moda pasará, como pasan todas. Pasaron los tatuajes tribales de los noventa, los piercings en cejas y lengua, los pantalones caídos hasta la rodilla y las mechas rubio pollo. Pero la diferencia es que esas modas solo herían la estética. El criomarcaje hiere algo más profundo: la carne, la salud, la sensatez. Y, a veces, la capacidad de abrocharse la camisa sin acordarse de que uno tiene una cicatriz reciente en el hombro.

No quiero sonar como mi abuelo, pero confieso que en este punto lo entiendo. El póker arruina, las casas de apuestas arruinan, y los tatuajes con nitrógeno líquido arruinan la epidermis. Es como si las advertencias vinieran en un paquete de dos: evita lo que parece divertido, porque lo pagarás caro.

Así que, si algún día alguien te ofrece un tatuaje exprés con un hierro humeante que acaba de salir de un vaso de nitrógeno líquido, recuerda: hay muchas formas de arrepentirse de un tatuaje. Esta es, con diferencia, la más rápida, la más dolorosa y la más imbécil.

THOMAS MIDGLEY: EL HOMBRE QUE ENVENENÓ EL MUNDO

 

Si hubiera un concurso para elegir al ser humano que más ha influido en el planeta… de la peor manera posible, Thomas Midgley estaría en el podio sin discusión. No fue un dictador ni un señor de la guerra, sino un químico de Ohio, nacido en 1889, que jamás empuñó un arma. Sin embargo, sus inventos —dos, en particular— lograron algo con lo que sueñan los ejércitos del mal: envenenar el aire que respiramos y agujerear la capa que protege la vida en la Tierra.

Lo más desconcertante es que Midgley no era un villano de novela. De hecho, quienes lo conocieron lo describían como un hombre encantador, curioso hasta la obsesión, amante de la poesía y de los rompecabezas mecánicos. Un ingeniero químico con 171 patentes y una sonrisa afable. Pero su biografía parece escrita por un guionista gore.

El problema del “golpeteo”

Todo comenzó con un ruido. A principios del siglo XX, los motores de combustión interna tenían un defecto endiablado: el knocking, un golpeteo metálico que hacía temblar el motor y destrozaba los pistones. General Motors, ansiosa por liderar el incipiente mercado del automóvil, buscaba una solución. Midgley, que por entonces trabajaba en una empresa que acabaría fusionándose con General Motors, aceptó el reto.

Durante seis años se dedicó a jugar con la tabla periódica como quien prueba recetas en una cocina. Iodo, bromo, manganeso… todo acababa en fracaso. Hasta que en 1921 tropezó con el aditivo perfecto: el tetraetilo de plomo. Bastaba una pizca para que el motor ronroneara como un gato satisfecho. El invento fue considerado una revolución.

Solo había un problema, y no precisamente menor: el plomo es un veneno de efectos devastadores. Pero en los felices años veinte el entusiasmo industrial pesaba más que las precauciones sanitarias. Midgley y su equipo aseguraron que la sustancia era segura. En público, incluso se lavaba las manos con ella para demostrar su confianza, aunque en privado pasaba temporadas en balnearios para recuperarse de los síntomas de envenenamiento.

La gasolina que llovió sobre el planeta

El negocio fue un éxito inmediato. A mediados de siglo, prácticamente todo el combustible del mundo contenía plomo. Cada kilómetro recorrido por un coche liberaba una nube microscópica que se colaba en los pulmones, el agua y los cultivos. Durante décadas, miles de millones de toneladas se esparcieron por la atmósfera, alterando el desarrollo cerebral de generaciones de niños, dañando corazones, riñones y sistemas nerviosos.

No es una especulación moderna. Ya en los años 20 algunos científicos advirtieron del peligro. Pero General Motors y Standard Oil emprendieron una campaña impecable de relaciones públicas: conferencias tranquilizadoras, estudios “independientes” y un nombre que sonaba casi medicinal, Ethyl, para evitar la fea palabra “plomo”. Durante medio siglo, el tetraetilo de plomo fue uno de los grandes negocios de la humanidad… y uno de sus mayores desastres de salud pública.

Thomas Midgley Jr., alguna vez aclamado como un genio, inventó dos soluciones revolucionarias (gasolina con plomo y clorofluorocarbonos) que, sin saberlo, se convirtieron en sendos desastres ambientales.

De la sartén al congelador

Para cualquiera, un escándalo de esa magnitud bastaría como récord de daños. Pero Midgley, quizá por culpa o por pura pasión científica, se embarcó en otra misión. Esta vez el problema estaba en las neveras. Los refrigerantes de la época —amoníaco, cloruro de metilo— eran peligrosos: inflamables, tóxicos y proclives a explotar. La industria pedía un gas milagroso: barato, inodoro, seguro.

En 1928 Midgley lo encontró. Los clorofluorocarbonos (CFC), comercializados como Freón, parecían perfectos: no tóxicos, no inflamables, increíblemente estables. Pronto enfriaron hogares, fábricas, aviones, e incluso las primeras latas de aerosol. Nadie sospechaba que esa misma estabilidad los haría inmortales en la atmósfera. Décadas después, científicos como Mario Molina y Sherwood Rowland descubrirían que, una vez liberados, los CFC viajaban hasta la estratosfera, donde la radiación ultravioleta los descomponía, liberando cloro que destruía la capa de ozono.

Fue un descubrimiento tan perturbador que, en 1985, el hallazgo del agujero de ozono sobre la Antártida provocó una alarma mundial. El mundo reaccionó con el Protocolo de Montreal, un acuerdo internacional para eliminar los CFC. Pero el daño ya estaba hecho, y aún hoy seguimos esperando que la capa se recupere del todo.

Un hombre ingenioso, una ironía cruel

Resulta tentador imaginar a Midgley como un doctor Frankenstein químico. La realidad es más incómoda: no era un malvado, sino un ingeniero brillante que creía estar mejorando la vida cotidiana. Era un hombre que escribía poemas, amaba la música y se deleitaba con inventos ingeniosos. Su vida parecía un catálogo de logros técnicos.

Hasta que la polio le jugó una última mala pasada. En 1940, a los 51 años, quedó parcialmente paralizado. Fiel a su carácter, diseñó un sistema de poleas para levantarse de la cama sin ayuda. Era, a su manera, otro ingenioso triunfo de la mecánica. Pero en noviembre de 1944 el aparato se convirtió en su verdugo: una mañana, Midgley quedó atrapado entre las cuerdas y murió estrangulado. El hombre que había alterado la química del planeta sucumbía a su propio invento, en un epílogo que parece escrito por un novelista con gusto por la ironía.

Herencia en el aire que respiramos

Thomas Midgley nunca vio las consecuencias finales de su trabajo. El plomo en la gasolina fue prohibido en la mayoría de los países solo a partir de los años setenta y ochenta, cuando las pruebas de su toxicidad ya eran indiscutibles. La prohibición global de los CFC llegó en 1987, después de que la NASA fotografiara aquel inquietante agujero en el cielo. Pero el plomo sigue en los suelos y en el hielo ártico; los CFC, que pueden sobrevivir un siglo, continúan su viaje en las alturas.

Algunos historiadores han dicho que ningún individuo en la historia tuvo un impacto ambiental tan poderoso. Es una afirmación difícil de refutar. Midgley no solo alteró la composición de la atmósfera; cambió el curso de la salud pública mundial y, con ello, la vida de millones de personas que jamás oyeron su nombre.

El dilema de la innovación

Su historia encierra una lección incómoda. No fue la malicia lo que lo llevó a envenenar el planeta, sino el entusiasmo por resolver problemas. Midgley no deseaba contaminar; quería motores más suaves y frigoríficos más seguros. Pero la ciencia, cuando se combina con intereses comerciales y falta de regulación, puede tener efectos de largo alcance que nadie imagina.

 En Una breve historia de casi todo, Bill Bryson lo resume con una frase que bien podría servir de epitafio: «Thomas Midgley tuvo más impacto sobre la atmósfera que cualquier otro organismo en la historia de la Tierra». Es difícil pensar en un elogio más escalofriante.

Quizá la ironía final sea que Midgley sigue entre nosotros, no como recuerdo en los libros, sino en el aire que respiramos. Cada molécula de plomo atrapada en los suelos, cada partícula de CFC vagando por la estratosfera, es una nota al pie de su biografía. Un recordatorio de que incluso las mentes más brillantes pueden escribir capítulos oscuros sin proponérselo.

domingo, 21 de septiembre de 2025

EL EXTRAÑO PERIPLO DEL PENE DE NAPOLEÓN

 

De todos los trofeos históricos que uno podría coleccionar —una bandera de batalla, una carta manuscrita, un sable usado en Austerlitz— pocos habrían imaginado que entre ellos destacaría un pene reseco del siglo XIX. Y, sin embargo, ese es el caso de Napoleón Bonaparte.

Cuando en 1821 el emperador murió en Santa Elena, su cuerpo fue sometido a una autopsia por el doctor Francesco Antommarchi. Los asistentes se llevaron reliquias como mechones de pelo o trozos de costilla, porque la necrofilia patriótica tenía buena prensa en la época. Entre esas supuestas reliquias se encontraba, según la leyenda, el pene imperial, que terminó en manos del capellán corso Paul Anges Vignali.

El cura que se llevó un emperador en pedacitos

Paul Anges Vignali no estaba destinado a pasar a la posteridad. Era un sacerdote corso, discreto, piadoso, con una carrera eclesiástica sin mayores sobresaltos. Pero en 1819, por caprichos de la geografía y de la familia Bonaparte, le tocó un destino singular: fue enviado a Santa Elena para ocuparse de los sacramentos del prisionero más famoso del planeta, Napoleón Bonaparte.

Para Napoleón, aquel curita joven era un recordatorio constante de su isla natal, un pedacito de Córcega en medio del Atlántico. Vignali celebraba misa en Longwood, rezaba con él y le servía de capellán privado. Cuando el emperador agonizaba en mayo de 1821, fue Vignali quien le administró los últimos sacramentos y, al morir, ofició el funeral. Hasta aquí, nada extraño: un sacerdote cumpliendo con su deber.

Lo insólito vino después. Durante la autopsia dirigida por el doctor Antommarchi, se repartieron recuerdos y reliquias del cadáver. Algunos se llevaron mechones de pelo, otros trozos de tela ensangrentada. A Vignali, según la leyenda, le tocó el premio gordo: el pene de Napoleón. O, al menos, algo que más tarde se vendería como tal. El sacerdote guardó la supuesta reliquia junto a otros objetos personales —un libro de oraciones, utensilios de misa, prendas del emperador— y, de vuelta a Córcega, los legó a su familia.

El resto es historia rocambolesca: los descendientes vendieron el lote un siglo después, y entre cartas y reliquias apareció ese “objeto” que acabaría pasando por subastas, colecciones privadas y titulares sensacionalistas. Así, el nombre de Paul Anges Vignali quedó para siempre atado al episodio más grotesco de la memoria napoleónica.

De modo que, si repasamos la biografía: sacerdote correcto, buen confesor, último acompañante espiritual del emperador… y custodio involuntario de la reliquia más discutida de la historia. Nadie recuerda sus sermones, sus parroquias o sus actos de piedad; pero todos saben que, gracias a él, el pene de Napoleón tuvo más vida después de muerto que en todo su Imperio.

El librero que compró un pene

El objeto, sea lo que fuese, permaneció discretamente en la familia Vignali durante un siglo, hasta que en 1924 un librero estadounidense llamado A.S.W. Rosenbach lo compró. Era famoso por adquirir rarezas bibliográficas, pero en este caso pareció dejarse llevar por otro tipo de rarezas.

Además de ser un judío de libro, Abraham Simon Wolf Rosenbach fue el librero más influyente de su tiempo. Nacido en Filadelfia en 1876, era un comerciante con una nariz infalible para detectar qué libro raro o qué manuscrito excitaría la codicia de millonarios aburridos. Se convirtió en el marchante favorito de los magnates del acero, el petróleo y el ferrocarril, hombres que querían exhibir primeras ediciones de Shakespeare, Dickens o Poe como otros exhibían yates o caballos de carreras.

Hasta aquí, todo muy distinguido. Pero Rosenbach tenía también un punto de travieso y de morboso. Su olfato no se limitaba a la literatura: le gustaban las rarezas que provocaban un “oh” entre sus clientes. Y en 1924 encontró una joya inesperada en Córcega: la familia de Paul Anges Vignali, el sacerdote que había acompañado a Napoleón en Santa Elena, vendía un lote de reliquias. Entre libros de oraciones y objetos piadosos había una pieza insólita: un pene reseco que, según decían, pertenecía al mismísimo emperador.

Rosenbach lo compró sin dudar, quizá con la misma seriedad con que habría adquirido una primera edición de Hamlet. El objeto se convirtió en parte de su arsenal de rarezas, y con ello cambió de categoría: pasó de reliquia dudosa a pieza de coleccionismo internacional. A partir de entonces, el supuesto miembro viril de Napoleón circuló en catálogos, subastas y exposiciones, alimentando titulares y risas nerviosas.

Así, Rosenbach, el librero que introdujo a Estados Unidos en el gran juego del coleccionismo bibliográfico, fue también el hombre que dio carta de naturaleza al objeto más extravagante de la posvida napoleónica. Su legado incluye bibliotecas fabulosas, ediciones únicas… y el hecho de haber convertido un trozo de tejido marchito en la reliquia histórica más comentada de todos los tiempos.

En resumen: Rosenbach fue el librero que podía venderte la primera edición de A Christmas Carol o el pene de Napoleón, con idéntica sonrisa profesional. Y siempre encontraba a alguien dispuesto a pagar. Gracias a él, en los años setenta, el supuesto pene fue exhibido en Nueva York, donde los críticos lo describieron con la frialdad científica que da la decepción: “parece un cordón reseco de cuero”. Pese a tan poco glamuroso aspecto, la pieza se revalorizó gracias a la fascinación popular por lo escabroso. En 1999 fue subastada y comprada por John Lattimer.

El urólogo que coleccionaba cadáveres ajenos o de cómo la ironía se escribió sola.

John Kingsley Lattimer fue, en la vida civil, un urólogo eminente de la Universidad de Columbia. Publicó cientos de artículos, operó a miles de pacientes, extirpó próstatas por millares, y dejó un legado médico intachable. Pero su verdadera fama no vino de los quirófanos, sino de lo que hacía en casa: coleccionar reliquias históricas de dudoso gusto.

Lattimer tenía una obsesión peculiar: reunir objetos relacionados con la muerte de grandes personajes. En su colección privada convivían trozos de vendajes ensangrentados de Lincoln, pertenencias de Kennedy, recuerdos de Hitler… y, por supuesto, el presunto pene de Napoleón.

Lo compró en 1999 en Christie’s, como quien adquiere un Stradivarius o un cuadro de Renoir. Para Lattimer no era un chiste, sino una pieza científica más, un vestigio anatómico digno de figurar junto a sus reliquias médicas. Para el resto del mundo, en cambio, fue el colmo del morbo: el miembro imperial acababa bajo custodia de un especialista en órganos masculinos. La ironía se escribió sola.

En resumen, Lattimer fue el último guardián conocido del falo napoleónico, un médico que supo equilibrar la seriedad de la ciencia con el humor involuntario de la historia. Y que, sin proponérselo, añadió un pie de página surrealista a la biografía de un emperador que ya tenía bastantes.

Cuando Lattimer murió en 2007, su hijo heredó la colección. Y allí se desvaneció la pista: algunos creen que se vendió discretamente junto a otros objetos, otros que el heredero decidió conservarlo en un cajón, como quien guarda un viejo pisapapeles que no conviene mostrar a las visitas. En torno a la identidad del comprador hay toda clase de teorías, pero ninguna está demostrada, así que alguien debe tener el pene de Napoleón en su casa, pero no sabemos quién.

¿Era realmente el pene de Napoleón? Esa es la gran incógnita. Los testimonios originales, como las memorias del ayuda de cámara Louis-Étienne Saint-Denis, no hablan de ningún miembro viril cercenado, sino de un simple tendón. Y quienes han visto la reliquia en persona dudan mucho de que haya tenido alguna vez función carnal. Lo más probable es que toda la historia sea una suma de malentendidos, rumores y el irresistible impulso humano de rodear de morbo a los grandes personajes.

Lo cierto es que, si Napoleón hubiese podido preverlo, tal vez habría dicho que prefería ser recordado por su Código Civil, por sus victorias militares o, como mínimo, por su característico sombrero. Pero la posteridad tiene un sentido del humor peculiar. Y así, entre Waterloo y la isla de Elba, entre la gloria y la derrota, la biografía del hombre más temido de Europa terminó adornada por el insólito destino de un pedazo de piel reseca que quizá nunca le perteneció.

CHARLES RICHET: UN SABIO EN LAS AFUERAS DE PARÍS

 

Un viaje preotoñal me llevó por Saint-Ouen-l’Aumône, una ciudad de veintitantos mil habitantes en el valle del Oise, a una media hora de París. Francia tiene esa costumbre de hacer que incluso las poblaciones discretas parezcan recién salidas de una maqueta: calles impecables, plazas arboladas, ni un cable fuera de sitio. En la España que Andrés Rubio diseccionó con tanta precisión en un libro que ya es denuncia y desafío en su mismo título, España fea, uno se acuerda de lo que hemos perdido: urbanismo sensato.

Saint-Ouen-l’Aumône presume, como es lógico, de su museo Camille-Pissarro, con su desfile de paisajes pre y postimpresionistas. Pero yo había llegado con otro destino en mente: el cementerio. Entre lápidas de granito claro reposa Charles Richet (1850-1935), médico, fisiólogo, escritor, inventor ocasional y, para mi sorpresa, un olvidado en las listas de grandes eruditos.

Porque Richet no fue un científico de manual. Le concedieron el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1913 por descubrir la anafilaxia, ese choque alérgico fulminante que aún hoy pone en guardia a médicos de todo el mundo. Pero también escribió poesía y teatro, publicó sobre hipnosis y anorexia, estudió la temperatura corporal, defendió el pacifismo y hasta se dejó seducir por fenómenos paranormales. Ah, y construyó un avión. Si esto no es ser un hombre del Renacimiento, que baje Leonardo da Vinci y lo discuta.

La tormenta en una gota de veneno

En 1901, Emil von Behring recibió el Premio Nobel por su descubrimiento de que el suero preparado a partir de la sangre de un caballo infectado con la bacteria de la difteria podía utilizarse para tratar la difteria en humanos. Una década antes, Richet había demostrado que los conejos inoculados con sangre de perros que se habían recuperado tras la exposición a una bacteria específica estaban protegidos de la infección posterior por dicha bacteria. Esta fue la "seroterapia" anterior al descubrimiento de von Behring.

Dos términos acuñados por Richet —«anafilaxia» y «ectoplasma»— podrían definir su carrera. Anafilaxia, derivado del griego «contrario a la protección», se refiere a una reacción alérgica potencialmente mortal, caracterizada por una caída repentina de la presión arterial y la constricción de las vías respiratorias, descrita por primera vez en 1901 por Richet.

El príncipe Alberto Grimaldi sentía pasión por la oceanografía y la biología marina. En 1885, inició una serie de cruceros con científicos invitados que realizarían experimentos a bordo del buque Hirondelle II, equipado con laboratorios. En 1901, Portier y Richet, ambos interesados en venenos, recibieron el encargo de estudiar el mecanismo por el cual la carabela portuguesa, una medusa que aturde a sus presas y causa un dolor intenso en los humanos picados por sus tentáculos. El objetivo era caracterizar la toxina con la esperanza de desarrollar algún tipo de antídoto.

Aunque es habitual confundirla con una medusa, la carabela portuguesa es un organismo denominado hidrozoo colonial, formado por centenares de individuos.

Portier y Richet aislaron la "hipnotoxina", cuyo nombre deriva del griego "sueño", ya que adormecía permanentemente a patos y cobayas. Al regresar a tierra, los investigadores no tuvieron acceso a la carabela, pero sí pudieron aprovechar Actinia sulcata, una anémona de mar que produce una toxina similar. Siguiendo los pasos del microbiólogo francés Louis Pasteur, investigaron si los animales podían desarrollar inmunidad a la "actinotoxina" mediante inyecciones repetidas de cantidades crecientes. Su ensayo con perros resultó asombroso. Algunos perros experimentaron una reacción mortal a una pequeña dosis de la toxina; para otros, fue inofensiva.

Resultó que estos animales habían sido utilizados previamente para estudiar la toxicidad de la actinotoxina y se habían recuperado completamente de la experiencia. Ahora presentaban una reacción letal a lo que debería haber sido una dosis inocua. De alguna manera, se habían sensibilizado al extremo. En un experimento posterior, dos perros fueron tratados con una pequeña dosis de la toxina que no produjo ningún efecto, y 27 días después recibieron una dosis ínfima que no debería haber tenido ningún efecto, pero que les produjo vómitos, temblores y la muerte.

Richet concluyó que «la administración de una sustancia insuficiente para matar o incluso enfermar a un animal normal puede producir síntomas fulminantes y la muerte en un animal previamente inoculado con la misma sustancia». La exposición a una dosis pequeña no produjo la inmunidad esperada. Esto era «contrario a la protección»; se trataba de anafilaxia.

Portier no continuó estudiando el fenómeno, pero Richet demostró que solo algunos animales experimentan anafilaxia y propuso que esto se debía a una individualidad bioquímica que causa una sensibilidad particular. También demostró que los perros que se recuperaban de una reacción anafiláctica se volvían inmunes a una dosis posterior. Para provocar anafilaxia, se requiere una exposición inicial, que puede incluso provenir del contacto con la piel, pero no está claro por qué algunas personas reaccionan de forma extrema a la exposición posterior. La genética interviene, y los factores ambientales que alteran la población bacteriana intestinal también podrían influir.

Del ectoplasma al avión

Pero Richet no vivía solo para los microscopios. En 1894 acuñó otra palabra de resonancias menos médicas: ectoplasma, esa supuesta sustancia viscosa que, según él, emanaba de médiums en trance.

No creía que tuviera nada que ver con los espíritus, sino que se trataba de una manifestación externa de algún tipo de poder que permite a los psíquicos producir fenómenos como leer pensamientos, mover objetos sin tocarlos (telequinesis) y describir lo que ve una persona en un lugar desconocido para el médium (visión remota). Richet creía que tales cosas eran posibles y buscó una explicación científica. Asistió a varias sesiones espiritistas y concluyó que, si bien algunos médiums recurrían a engaños, otros eran genuinos y producían efectos que la ciencia no podía explicar.

Es curioso que un científico consumado pudiera ser engañado por falsos psíquicos. El término "falso" probablemente sea redundante en este caso, ya que no hay evidencia de que alguien haya demostrado habilidades psíquicas en condiciones adecuadamente controladas. Richet creía que la famosa médium espiritista italiana Eusapia Palladino podía realmente levitar mesas y teletransportar objetos, a pesar de haber sido denunciada repetidamente por magos profesionales.

Estaba convencido de haber visto a la médium francesa Marthe Béraud producir ectoplasma. Cuando se descubrió que era un fraude y se demostró que el ectoplasma estaba hecho de papel y gasa, la interpretación de Richet fue que a veces recurría a engaños porque no siempre podía producir los efectos que los asistentes a una sesión espiritista esperaban.

El descubridor de la anafilaxia probablemente creía que, como científico formado en la observación, no podía dejarse engañar por médiums sin formación. Se equivocaba. Si uno no está familiarizado con los aparatos, los trucos de magia y los métodos que utilizan los magos para realizar proezas que parecen contradecir las leyes de la naturaleza, es muy fácil caer en la trampa.

Su curiosidad tampoco se detenía ahí. Escribía versos, opinaba de política, defendía el pacifismo y diseñó un rudimentario avión, porque ¿por qué no? En paralelo, cometió un error más grave que el ectoplasma: su adhesión a la eugenesia, esa idea tóxica de limitar la procreación de personas con discapacidades, una sombra difícil de borrar.

El sabio que se perdió en las listas

Resulta desconcertante que nombres como Franklin o da Vinci encabecen las listas de eruditos universales mientras Richet apenas asoma en las notas al pie. Sin embargo, pocas biografías combinan con tanta naturalidad el rigor de un descubrimiento médico que salva vidas, la ingenuidad de un creyente en lo sobrenatural y la osadía de un inventor de sillón. 

El paseo por el cementerio de Saint-Ouen-l’Aumône termina entre cipreses y silencio. Allí, bajo una lápida modesta, descansa un hombre que demostró que una simple proteína puede desencadenar una tormenta letal en el cuerpo humano. Y que, al mismo tiempo, pensó que de una mesa podía salir un ectoplasma. Si algo enseña la vida de Charles Richet es que la curiosidad humana rara vez sigue un único camino. Y que, hasta los grandes científicos, como los viajeros, a veces se pierden.

NAPOLEÓN EN LOS INVÁLIDOS

 

En París, pocas cúpulas brillan tanto como la de los Inválidos. Su dorado es visible desde la Torre Eiffel, desde el Sena, desde casi cualquier punto despejado de la ciudad. Bajo esa cúpula barroca, levantada en el siglo XVII por Jules Hardouin-Mansart, el arquitecto que ha pasado a la historia por su invención de las mansardas que hoy culminan los teatrales edificios parisinos, como iglesia para los veteranos de guerra de Luis XIV, descansa uno de los muertos más famosos de la historia: Napoleón Bonaparte.

La tumba de Napoleón no es solo un lugar de reposo; es un escenario, una pieza teatral de piedra y mármol pensada para impresionar al visitante. La grandeza no está en la serenidad del mausoleo, sino en el exceso: un sarcófago desproporcionado, rodeado de esculturas alegóricas, situado de tal manera que obliga al espectador a inclinarse para mirarlo desde arriba. Incluso muerto, Napoleón consigue que quienes lo visitan bajen la cabeza ante él.


De Santa Elena a París

Napoleón murió el 5 de mayo de 1821 en Santa Elena, la isla remota en medio del Atlántico donde los británicos lo habían confinado tras Waterloo. Su entierro fue sencillo: un féretro, unos pocos sauces, una lápida sin nombre. Así lo había dispuesto el gobernador Hudson Lowe, que temía que la tumba pudiera convertirse en lugar de peregrinación.

Durante casi veinte años, el cadáver del emperador descansó en aquel rincón aislado. Pero en 1840, el rey Luis Felipe I decidió traerlo de vuelta a Francia. No era un gesto inocente: la monarquía de Julio necesitaba legitimidad, y apropiarse de la memoria napoleónica era una forma de reconciliar a los franceses con su reinado. El traslado recibió el nombre solemne de retour des cendres (el regreso de las cenizas), aunque no había cenizas, sino un cuerpo sorprendentemente bien conservado.

El 15 de diciembre de 1840, París fue escenario de un espectáculo sin precedentes. El féretro de Napoleón llegó por el Sena, escoltado por miles de soldados. La multitud se agolpaba en las calles; Victor Hugo, entonces joven poeta, describió la procesión como un acto casi religioso. La ciudad entera parecía rendirse a un hombre que había sido derrotado en vida pero que regresaba triunfante en la muerte.

No bastaba con enterrarlo en cualquier sitio. Había que darle un mausoleo a la altura del mito. Se eligió el Dôme des Invalides, la iglesia real de los veteranos, con su cúpula deslumbrante. Bajo esa cúpula se excavó una cripta circular.

El sarcófago que hoy vemos no se terminó hasta 1861, bajo el Segundo Imperio de Napoleón III, sobrino del emperador. Está hecho de cuarcita roja de los Urales, apoyado sobre un basamento de granito verde de los Vosgos. El conjunto es monumental: mide más de cuatro metros de largo y pesa decenas de toneladas.

Alrededor del sarcófago, doce estatuas de mármol blanco representan victorias militares, como si fueran guardianes del emperador. En el suelo, incrustado en mosaico, un sol recuerda el emblema personal de Napoleón, evocando al mismo tiempo al rey Sol, Luis XIV. La iconografía es clara: grandeza, gloria, inmortalidad.

El detalle más teatral está en la disposición arquitectónica. La tumba está en un nivel inferior, de modo que los visitantes deben inclinarse sobre la balaustrada para verla. Napoleón obliga a todos a agachar la cabeza ante él, incluso en su descanso eterno. Es un triunfo póstumo de la escenografía sobre la historia.

El mausoleo de los Inválidos no es solo un monumento funerario, es también una declaración política. Luis Felipe I quiso reconciliar a Francia con su pasado imperial; Napoleón III lo utilizó como ancla simbólica de su propio régimen. A lo largo del siglo XIX, el lugar se convirtió en santuario del patriotismo francés.

El culto a Napoleón dividió a la sociedad: para unos era un héroe nacional, un genio militar, un César moderno; para otros, un tirano que había llevado a Francia a guerras interminables y a la derrota final. La tumba monumental reforzó la primera visión: la del emperador como figura semidivina, más allá de sus fracasos humanos.

Incluso hoy, los visitantes sienten esa ambivalencia. Algunos se maravillan ante la majestuosidad del monumento; otros lo ven como ejemplo de megalomanía. Pero nadie queda indiferente.

La ironía es evidente. El hombre que murió derrotado, aislado y vigilado, descansa ahora en el corazón de París, en un mausoleo grandilocuente. El exiliado de Santa Elena se transformó en un mito nacional, casi en santo laico.

El contraste entre la tumba original —una lápida modesta sin nombre— y la actual es brutal. El primer entierro reflejaba el ocaso de un hombre que había perdido todo; el segundo, la exaltación de un héroe que Francia decidió reinventar. En ese tránsito está la clave de la memoria napoleónica: más que un recuerdo fiel, una construcción política y estética.

Hoy, el complejo de los Inválidos es un museo militar. Allí reposan también otros mariscales y figuras de la historia francesa, pero ninguno con el boato de Napoleón. Su tumba domina el espacio, atrayendo a turistas de todo el mundo.

El lugar funciona como santuario laico, mezcla de historia, arte y propaganda. La grandeza de la arquitectura y la solemnidad del espacio transmiten la idea de que Napoleón no fue un hombre cualquiera, sino una fuerza histórica. El mausoleo convierte a un personaje ambiguo en una estatua moral: alguien al que mirar hacia abajo, literalmente, pero con respeto.

La tumba de Napoleón en los Inválidos es uno de esos lugares donde la historia y el teatro se confunden. El visitante no contempla solo un sepulcro, sino una representación cuidadosamente construida de lo que Francia quiso recordar.

Algunos dirán que el emperador duerme allí su último sueño. Otros que sigue vigilando, desde su sarcófago desproporcionado, a las generaciones que se inclinan para verlo. En cualquier caso, el mensaje es claro: la gloria puede ser efímera, pero la memoria, con ayuda de arquitectos, reyes y políticos, puede hacerse de piedra.

Napoleón perdió batallas, perdió un imperio y perdió su libertad. Pero en su tumba monumental ganó la inmortalidad.

lunes, 8 de septiembre de 2025

LA MENTA, EL SEÑOR CREOSOTA Y LA CIENCIA DE LOS PEDOS

 

Hay escenas que se quedan grabadas en la memoria colectiva. Una de ellas pertenece a El sentido de la vida, la película de los Monty Python estrenada en 1983. En un restaurante lujoso, un cliente descomunal, el señor Creosota, devora platos y más platos ante la mirada horrorizada de los camareros. La montaña humana parece incapaz de detenerse hasta que, al final, el maître (John Cleese con su imperturbable acento) le ofrece algo pequeño, casi insignificante: “¿Una fina oblea de menta?” Creosota acepta. Grave error. Tras engullirla, explota en una orgía de vísceras cinematográficas.

La escena es grotesca, repugnante y, por supuesto, divertidísima. Y, como suele ocurrir con la comedia británica, hay en ella un destello de verdad fisiológica. Porque los restaurantes de verdad suelen ofrecer mentas a sus clientes después de comer. No con la intención de provocar catástrofes, sino como un gesto amable hacia el aparato digestivo.

Una acumulación inevitable

Después de una comida copiosa, el intestino se convierte en una pequeña fábrica de gases. Parte del aire entra al tragar; parte del dióxido de carbono se genera cuando el ácido del estómago se neutraliza con el bicarbonato natural del intestino; y parte surge de la incesante labor de las bacterias intestinales, que fermentan lo que nuestro organismo no ha sabido digerir. El resultado es una mezcla explosiva de hidrógeno, metano y CO₂.

Este gas acumulado tiene un destino inevitable: salir. La única duda es cómo. Puede hacerlo de manera discreta, casi musical, o con una violencia digna de artillería pesada. Aquí entra en juego la menta.

Mentha aquatica en el Jardín de Medicinales del Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá.

La menta como carminativo

La menta contiene aceites esenciales, especialmente el mentol, que actúan como carminativos. Es decir, sustancias que favorecen la expulsión de gases. Su mecanismo es sencillo y eficaz: ayudan a relajar los músculos del esfínter, lo que permite que los gases se liberen poco a poco, de forma constante y silenciosa, en lugar de acumulados y explosivos.

En otras palabras: la menta convierte al intestino en un clarinete en lugar de un cañón.

Por eso, tras los banquetes —y también en los restaurantes finos— ofrecer mentas no es solo una cuestión de cortesía aromática. Es un recurso ancestral de higiene social: ayuda a que los comensales salgan más ligeros y, sobre todo, más discretos.

Un remedio con historia

El uso medicinal de la menta se remonta a la Antigüedad. Los griegos la empleaban como digestivo; los árabes la mezclaban con té; en la Edad Media era planta de boticario, presente en los huertos monásticos. Su doble función —refrescar el aliento y calmar los intestinos— la convirtió en habitual en banquetes y celebraciones.

Hoy seguimos la costumbre casi sin pensar: caramelos de menta en los restaurantes, infusiones después de una cena pesada, chicles mentolados en el bolsillo. Sin saberlo, reproducimos un ritual que mezcla farmacología y urbanidad.

Ciencia y comedia

La ciencia de la menta explica en parte por qué la escena del señor Creosota resulta tan memorable. Ofrecerle una oblea de menta a un hombre que estaba ya a punto de reventar no era solo humor negro, era un guiño fisiológico: la última chispa que encendía la pólvora acumulada en su interior.

Afortunadamente, en la vida real el desenlace es menos escandaloso. Una infusión de menta o un caramelo mentolado suelen bastar para suavizar la digestión y evitar que el aire atrapado se convierta en un espectáculo sonoro. La comedia queda en el cine; la discreción, en la mesa.

Y quizá esa sea la enseñanza de esta crónica: la ciencia a veces se esconde en los gestos más triviales. Una hoja de menta, una pastilla después de comer, una costumbre aparentemente banal… todo ello guarda siglos de conocimiento acumulado sobre cómo lidiar con un problema tan universal como inevitable. 

En resumen: el señor Creosota explotó por ignorar lo que todo buen maître sabe. La menta es, en realidad, el antídoto contra la vergüenza social.

EL SECRETO GEOMÉTRICO DE LAS ABEJAS

 

Las abejas no escriben tratados de matemáticas ni publican en revistas científicas, pero hace miles de años resolvieron uno de los problemas más elegantes de la geometría. Sin pizarras, sin compases, sin calculadoras, sin teoremas y sin IA. Sus colmenas son auténticas catedrales de eficiencia: millones de celdas hexagonales, perfectas y repetidas, construidas con la exactitud de una ingeniera y la gracia de una artista.

El misterio no pasó desapercibido. Ya los griegos se preguntaban por qué estos insectos, de cerebro minúsculo, habían dado con un patrón que cualquier albañil envidiaría. El desafío matemático es sencillo de formular: ¿qué figura regular permite recubrir una superficie sin dejar huecos? Las candidatas son tres: el triángulo equilátero, el cuadrado y el hexágono. 

Los triángulos son eficientes, sí, pero resultan demasiado puntiagudos para una abeja cargada de néctar. Los cuadrados llenan el espacio, pero desperdician perímetro. El hexágono, en cambio, es el campeón indiscutible: encierra la mayor área posible con el menor gasto de borde. Dicho de otro modo: más miel, menos cera. Y dado que la cera es cara de producir —cada gramo exige que las abejas consuman más de ocho gramos de miel—, la naturaleza no podía permitirse derroches.

Aristóteles ya intuyó que allí había algo importante. Johannes Kepler, en el siglo XVII, escribió un tratado celebrando lo que llamó el mirabilis fabrica apium, la “admirable obra de las abejas”. El problema matemático, rebautizado siglos después como la Conjetura del Panal, atribuida a Pappus de Alejandría, no se demostró formalmente en teorema matemático hasta 2 300 años después cuando el matemático Thomas Callister Hales cerró el asunto en 1999 demostró que un teselado hexagonal (retícula en forma de panal de abeja) es la mejor manera de dividir una superficie en regiones de igual área y con el mínimo perímetro total. A los humanos nos costó dos milenios de elucubración; a las abejas, les bastó con evolucionar.

Ahora bien, no basta con la teoría: hay que poner ladrillos. O mejor dicho, cera. Las abejas cuentan con glándulas en su abdomen que segregan minúsculas escamas de cera, tan delicadas que parecen caspa brillante. Con las mandíbulas las recogen, las amasan y las mezclan con saliva y propóleos. Los propóleos son unas sustancias resinosas que las abejas recogen de las yemas y cortezas de los árboles para construir y proteger la colmena, sellando grietas y desinfectando el interior. Las abejas lo mezclan con sus propias secreciones, cera y polen, creando un material rico en flavonoides, aceites esenciales y minerales que se usa tradicionalmente en la medicina natural para aliviar resfriados, calmar la tos, tratar heridas y estimular el sistema inmunológico.

En la colmena, a unos acogedores 35 °C, una temperatura que las obreras se encargan de mantener, la cera se vuelve tan maleable como arcilla tibia. Al principio, las obreras no hacen hexágonos: forman celdas circulares. Pero cuando muchas de esas circunferencias blandas se aprietan unas contra otras, y el calor de los cuerpos de los laboriosos insectos las reblandece, ocurre la magia física: las celdas se deforman y se convierten en hexágonos perfectos. El panal es, en cierto modo, una escultura colectiva moldeada por biología, física y geometría trabajando en equipo.

Es difícil no sentir un escalofrío de admiración. Nosotros necesitamos ecuaciones, ordenadores y demostraciones formales para justificar el hexágono. Ellas lo hacen con instinto, paciencia y zumbidos. Y lo más curioso: lo hacen porque no tienen otra opción. La evolución, ese ingeniero ciego, las fue puliendo hasta que solo sobrevivieron las arquitectas más eficientes.

Podría pensarse que las abejas saben geometría. En realidad, no la saben: son la geometría. Sus panales son como una tesis doctoral escrita con alas y aguijones. Y nos ofrecen, de paso, una lección incómoda: la naturaleza a menudo resuelve con elegancia lo que a nosotros nos lleva siglos de debates, pizarras y ordenadores.

Quizás por eso las abejas despiertan tanta fascinación. Son diminutas, pero sus obras tienen escala cósmica. Donde nosotros erigimos pirámides y catedrales, ellas construyen panales. Y a diferencia de los arquitectos humanos, que suelen arruinarse o morir antes de ver terminadas sus obras, las abejas nunca se equivocan: cada hexágono encaja, cada celda funciona, cada colmena prospera.

Al final, el secreto geométrico de las abejas no es un secreto en absoluto. Es la evidencia de que la biología, la física de los materiales y la matemática de la optimización pueden convivir en perfecta armonía dentro de un insecto de apenas un gramo. Y, para nuestra humillación, sin pizarras, sin ecuaciones y sin demostraciones como la que publicó Thomas Callister Hales en Annals of Mathematics.

domingo, 7 de septiembre de 2025

PULQUE, EL OLOR DE LOS DIOSES... Y DE LOS ARQUEÓLOGOS

 

El agave es más famoso por lo que la gente cree que es —un cactus— que por lo que realmente es: un primo botánico del espárrago, al que acompaña como uno más de los componentes del orden botánico de los Asparagales. Entre sus parientes, además de los espárragos, se cuentan los bulbosos jacintos (Hyacinthus), las cebollas albarranas (Scilla), los majestuosos dragos (Dracaena) y las yucas (Yucca y Nolina) del desierto, lo cual lo hace aún más desconcertante. Tampoco es cierto que florezca cada cien años: muchos ejemplares lo hacen en una década, aunque “planta del siglo” suene más poético que “planta de la década”.

De ese tallo único y efímero nacerían las bebidas mexicanas más célebres. El tequila, el mezcal… y mucho antes que ellos, el pulque, una fermentación modesta de la savia de agave, el llamado aguamiel.

Una bebida de dioses y conejos

Hace dos mil años, en Cholula, ya se pintaban murales con gente bebiendo pulque. En el códice azteca Fejérváry-Mayer aparece la diosa Mayahuel, madre del agave, amamantando a sus cuatrocientos hijos, los Centzon Totochtin, conejos borrachos y divinos. El pulque era sagrado: alimento, rito y licencia para la embriaguez ritual.

En la época prehispánica se creía que cuando alguien tomaba pulque era poseído por uno de los 400 conejos y por eso su personalidad cambiaba.

El arqueólogo de nariz delicada

La prueba más extraña de esta antigüedad vino en los años cincuenta, cuando el botánico canadiense Eric Callen decidió estudiar coprolitos: heces humanas fosilizadas halladas en las excavaciones arqueológicas. Sus colegas se burlaban de él por dedicarse a una especialidad tan rara, pero hizo unos descubrimientos asombrosos sobre la dieta de los pueblos antiguos. Callen aseguraba que podía confirmar la presencia de «cerveza de maguey» (este es el nombre popular de los agaves) en unas heces de hace dos mil años sólo por el olor que desprendían las muestras rehidratadas en el laboratorio. Es difícil saber qué admirar más: su olfato o la intensidad aromática de un pulque añejo.

Ese olor no era invención de Callen. El cronista del siglo XVI Francisco López de Gómara lo dejó claro: «No hay perro muerto ni bomba que pueda despejar tan bien un camino como el olor del pulque». Lo describió como un hedor penetrante, capaz de abrir paso en una calle atestada. Y aún hoy, para los no iniciados, el primer sorbo puede resultar un reto.

Existen variantes llamadas pulques curados, aromatizados con frutas o frutos secos, que suavizan la aspereza. Pero en su estado natural el pulque conserva algo de agreste, como la propia planta que lo engendra.

Cómo se elabora el pulque

Para hacer pulque, se corta el tallo del agave en cuanto empieza a brotar el tallo florido. La planta espera toda su vida ese momento, acumulando azúcares durante una década o más, preparándose para el nacimiento de ese único apéndice del que brotarán primero las flores y, a partir de estas, los frutos y las semillas que asegurarán su descendencia.

Al cortarlo, se obliga a la base a expandirse, sin crecer en altura. En ese momento, se tapa la herida y se deja descansar unos meses para que se vaya acumulando la savia que la planta destinaba a su tallo florido. Luego se pincha otra vez, para que el núcleo central del tallo (el “corazón”, en la jerga de los cultivadores) se pudra.

A continuación, se extrae ese núcleo descompuesto y se rasca el interior de la cavidad varias veces, con el objeto de irritar a la planta y que fluya la savia. Una vez que empieza a fluir en abundancia, la savia se recoge cada día con un tubo de goma, que en la antigüedad era una pipeta, hecha con una calabaza, llamada «acocote», un trozo largo y delgado de Lagenaria vulgaris, la calabaza botella común que se usa también para elaborar cuencos e instrumentos musicales.

Un solo agave puede dar cuatro litros de savia al día a lo largo de varios meses, en total, más de novecientos litros, mucho más de lo que la planta podría contener en un momento dado. Al final, la savia se seca y el agave se marchita y muere. Los agaves son monocárpicos, es decir, sólo florecen una vez y luego mueren, de modo que la cosa no es tan trágica como podría parecer. La savia necesita menos de un día para fermentar y luego ya está lista para beber. Suele añadirse una pequeña porción del lote anterior, la «madre», para iniciar el proceso.

La savia fermenta rápidamente gracias a una bacteria que aparece de forma natural, la Zymomonas mobilis, que vive en el agave y en otras plantas tropicales con las que se hace alcohol, como la caña de azúcar, la palma y el cacao. Es el catalizador perfecto para convertir la savia de agave en pulque. Esa bacteria no trabaja sola: tiene un par de ayudantes. Saccharomyces cerevisiae, la levadura habitual para hacer cerveza, ayuda a la fermentación, igual que la bacteria Leuconostoc mesenteroides, que crece en las verduras y también fermenta los encurtidos y el chucrut. Estos y otros microorganismos producen una fermentación rápida, espumosa.

El pulque tiene poco alcohol, sólo alrededor de un cinco por ciento de graduación alcohólica volumétrica, y tiene un gusto ligeramente agrio, como las peras o los plátanos una vez pasado su punto de maduración óptimo. Es un sabor al que hay que acostumbrarse.

Una embriaguez ligera

La paradoja del pulque es que, pese a tanta carga simbólica y olorosa, apenas contiene alcohol: unos cinco grados, lo mismo que una cerveza ligera. Comparado con el tequila o el mezcal, que rondan el 40%, o con un buen güisqui o coñac, que pueden llegar a 45 grados, el pulque es una bebida benigna, más nutritiva que embriagadora.

De hecho, con sus vitaminas y minerales, llegó a considerarse alimento. Más un yogur alcohólico que un licor para valientes. El tequila enardece, el mezcal filosofea, el coñac inspira discursos; el pulque, en cambio, alimenta.

La vida breve del pulque

Como no se le añade ningún conservante, el pulque siempre debe servirse fresco. Sin conservantes, las bacterias y levaduras siguen trabajando en el vaso  y el sabor va cambiando con los días. Pueden encontrarse versiones envasadas y pasteurizadas, pero en ellas los microbios han muerto y el gusto se resiente. Al fin y al cabo, es la mezcla microbiana viva lo que asemeja al pulque con el yogur y la cerveza. Con su dosis de vitamina B, hierro y ácido ascórbico, el pulque se considera casi un alimento saludable.

La tradición de beber decayó frente a la cerveza industrial, pero en los últimos años las pulquerías vuelven a llenarse, y no solo en México. San Diego y otras ciudades fronterizas redescubren su encanto ancestral.

El pulque, con su olor inolvidable y su fuerza discreta, resume la ironía de las bebidas alcohólicas: no siempre gana la graduación más alta, a veces basta con un trago fermentado que une arqueólogos, cronistas, dioses conejo y bebedores urbanos en un mismo ritual. 

Ni tequila, ni güisqui, ni coñac pueden presumir de haber sido detectados en coprolitos. El pulque sí. Y eso lo hace, por decirlo suavemente, inolvidable.