Por azar, me encuentro con la
grata reposición televisiva de Misión de audaces, una película que vi en
su momento con los ojos de un niño de siete años. Hoy mi visión es muy
diferente. Bajo su aparente clasicismo y a pesar de que fue rodada hace casi setenta
años, esta película de John Ford es una metáfora sobre la fractura moral de un
país que hoy, bajo el manto del “rey” Trump, alcanza un pleno significado.
La película se inspira en uno de
los episodios más sorprendentes y menos conocidos de la Guerra de Secesión (1861–1865):
la incursión del coronel Benjamin Grierson en territorio confederado conocida
históricamente como Grierson’s Raid. Fue una de las operaciones de
caballería más audaces de todo el conflicto y, sin embargo, la historia apenas
figura en los manuales. Ford, con su instinto para las epopeyas morales, la
convirtió en una meditación sobre el deber, la violencia y el alma partida de
Estados Unidos.
En la primavera de 1863, la
guerra civil llevaba dos años devorando al país. El Norte y el Sur (la
Confederación) combatían no solo por la esclavitud, sino por dos ideas
irreconciliables de la nación. En el teatro del río Mississippi, el general
Ulysses S. Grant preparaba su ofensiva contra Vicksburg, Misisipi, la
“Gibraltar del Sur”, último gran bastión confederado sobre el río.
Controlar esa ciudad significaba
cortar la Confederación en dos y dominar la arteria fluvial que unía el corazón
agrícola del continente con el Golfo de México. Pero Grant necesitaba distraer
a las tropas sureñas mientras cruzaba el Misisipi por el sur. Su estrategia fue
brillante: lanzar una incursión de caballería profunda tras las líneas enemigas
para sembrar el caos y forzar a los confederados a dividir sus fuerzas.
El elegido para esa misión fue el
coronel Benjamin H. Grierson, un exprofesor de música de Illinois reconvertido
en militar. La ironía es evidente: un hombre que había odiado los caballos
desde niño acabaría dirigiendo una de las operaciones de caballería más
célebres de la historia militar estadounidense. El 17 de abril de 1863, Grierson partió desde La Grange, Tennessee, al mando
de unos 1 700 jinetes. Su objetivo: penetrar 600 kilómetros en territorio
enemigo y alcanzar Baton Rouge, Luisiana, destruyendo todo lo que encontrara a
su paso.
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| El coronel de Caballería de la Unión, Benjamin H. Grierson (sentado con la mano apoyada en la barbilla) y su Estado Mayor. Dominio público. |
Durante dieciséis días, su
columna avanzó como un relámpago. Destruyeron vías férreas, puentes, depósitos
de armas y comunicaciones, liberaron esclavos y confundieron completamente a
los mandos confederados. Las autoridades sureñas, alarmadas, retiraron tropas
de Vicksburg para perseguir a un enemigo fantasma, dejando el camino despejado
a Grant. Fue una de esas maniobras secundarias que cambian el curso de una
guerra. Los hombres de Grierson recorrieron más de 900 kilómetros en
condiciones extremas, sin apoyo logístico y consiguieron llegar a territorio
controlado por la Unión con pérdidas mínimas. Grant diría después que aquella
incursión fue “una de las más brillantes de la guerra”.
John Ford encontró en este
episodio una materia perfecta para su tipo de relato: héroes ambiguos, un deber
que pesa como una losa y un paisaje que actúa como espejo moral. Junto al
guionista John Lee Mahin, transformó la crónica militar en una parábola sobre
la obediencia, el sacrificio y la futilidad de la violencia. En su versión, el coronel
Grierson se llama John Marlowe (John Wayne), un ingeniero ferroviario antes de
la guerra que ahora debe destruir los trenes que antes construía. Su contrapeso
es el mayor Kendall (William Holden), un cirujano militar que encarna la
conciencia moral del grupo. Entre ambos se establece el típico conflicto
fordiano: el hombre del deber frente al hombre de la compasión, la eficacia
frente a la piedad.
El argumento sigue a la columna
de Marlowe a través del Sur devastado, hostigada por guerrillas y milicias,
hasta alcanzar Baton Rouge. Pero la acción bélica es solo un telón de fondo. Lo
que interesa a Ford es el choque de temperamentos, la erosión moral que produce
la guerra y la mirada compasiva hacia los civiles atrapados entre bandos. En
una de las secuencias más memorables, la caballería unionista entra en un
pueblo donde los cadetes de una academia militar —niños, casi— se preparan para
resistirles. El enfrentamiento se resuelve sin sangre, pero el gesto del
coronel Marlowe, que ordena marchar sin combatir, revela toda la tristeza de
una guerra entre compatriotas.
Rodada en Luisiana y Misisipi, Misión
de audaces es, visualmente, una de las películas más sobrias de Ford.
Abundan los planos amplios, los cielos sobreexpuestos y las líneas diagonales
que atraviesan el encuadre, como si el propio paisaje estuviera dividido. El
ritmo es pausado, casi elegíaco. Ford filma a los soldados como si fueran
penitentes en una procesión interminable: hombres que avanzan obedeciendo
órdenes, sin comprender del todo su sentido.
A diferencia de los westerns
heroicos que lo consagraron, aquí Ford elimina toda noción de gloria. Los
caballos están exhaustos, los hombres sudan, discuten, sangran. No hay
fanfarrias ni discursos patrióticos: solo polvo, sudor y confusión. Cuando el
mayor Kendall atiende a los heridos —de ambos bandos—, la cámara insiste en su
rostro cansado, en la mirada de un hombre que ha visto demasiado. Ford,
veterano de la Segunda Guerra Mundial, sabe de lo que habla: en esta película
el heroísmo es apenas una coartada para el sufrimiento.
Misión de audaces llegó en
un momento en que Hollywood empezaba a cuestionar sus propios mitos bélicos. A
mediados del siglo XX, Estados Unidos vivía la ansiedad de la Guerra Fría y el
trauma nuclear; el patriotismo ciego ya no bastaba. Ford, sin abandonar el
clasicismo formal, ofrece una visión amarga: la guerra como enfermedad del alma
nacional. En cierto modo, anticipa el desencanto moral que marcaría el cine de
los años setenta, desde M.A.S.H. hasta Apocalypse Now.
El rodaje, sin embargo, estuvo
lejos de la serenidad. Las tensiones entre Wayne y Holden fueron constantes;
Ford, de carácter volcánico, perdió el control de varias escenas y acabó
recortando el guion original. Durante la filmación, un doble de acción murió en
un accidente, lo que sumió al equipo en un silencio incómodo que Ford nunca
superó del todo. Tal vez por eso el tono final del filme es tan sombrío: el
propio director parecía estar despidiéndose de la épica.
Aunque no fue un éxito comercial
ni figura entre las obras más citadas de su director, hoy Misión de audaces
se lee como una pieza de transición. Es el punto donde el héroe fordiano
empieza a desmoronarse. John Wayne ya no es el símbolo indestructible del
Oeste, sino un hombre dividido por el deber y la culpa. Su coronel Marlowe no
busca gloria, sino cumplir una orden que no entiende del todo. Cuando al final
se separa de la mujer sureña que ha conocido durante la misión, Ford filma la
despedida con una contención dolorosa: no hay beso, no hay música triunfal,
solo el polvo levantado por los caballos.
Bajo su aparente clasicismo, Misión
de audaces es una película sobre la fractura moral de un país. La guerra
civil, en manos de Ford, se convierte en metáfora del conflicto interno
estadounidense: la tensión entre la violencia fundacional y el ideal de
libertad, entre el valor y la culpa. El tren que Marlowe destruye una y otra
vez simboliza esa contradicción: la modernidad que avanza destruyéndose a sí
misma.
Ford convierte la incursión de Grierson —una brillante maniobra militar destinada a distraer al enemigo— en un espejo donde se refleja el precio humano del deber. La misión, al final, es menos una gesta que un viaje hacia el desencanto. Misión de audaces no trata solo de caballería ni de ferrocarriles: trata de un país que aún no ha aprendido a reconciliar su valor con su conciencia. Y, como en casi todo el cine de Ford, detrás del polvo y de los tambores resuena una pregunta sin respuesta: ¿puede una nación construirse sobre la violencia sin acabar prisionera de ella?















