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sábado, 8 de noviembre de 2025

MISIÓN DE AUDACES, UNA METÁFORA SOBRE EL ALMA PARTIDA DE ESTADOS UNIDOS

 

Por azar, me encuentro con la grata reposición televisiva de Misión de audaces, una película que vi en su momento con los ojos de un niño de siete años. Hoy mi visión es muy diferente. Bajo su aparente clasicismo y a pesar de que fue rodada hace casi setenta años, esta película de John Ford es una metáfora sobre la fractura moral de un país que hoy, bajo el manto del “rey” Trump, alcanza un pleno significado.

La película se inspira en uno de los episodios más sorprendentes y menos conocidos de la Guerra de Secesión (1861–1865): la incursión del coronel Benjamin Grierson en territorio confederado conocida históricamente como Grierson’s Raid. Fue una de las operaciones de caballería más audaces de todo el conflicto y, sin embargo, la historia apenas figura en los manuales. Ford, con su instinto para las epopeyas morales, la convirtió en una meditación sobre el deber, la violencia y el alma partida de Estados Unidos.

En la primavera de 1863, la guerra civil llevaba dos años devorando al país. El Norte y el Sur (la Confederación) combatían no solo por la esclavitud, sino por dos ideas irreconciliables de la nación. En el teatro del río Mississippi, el general Ulysses S. Grant preparaba su ofensiva contra Vicksburg, Misisipi, la “Gibraltar del Sur”, último gran bastión confederado sobre el río.

Controlar esa ciudad significaba cortar la Confederación en dos y dominar la arteria fluvial que unía el corazón agrícola del continente con el Golfo de México. Pero Grant necesitaba distraer a las tropas sureñas mientras cruzaba el Misisipi por el sur. Su estrategia fue brillante: lanzar una incursión de caballería profunda tras las líneas enemigas para sembrar el caos y forzar a los confederados a dividir sus fuerzas.

El elegido para esa misión fue el coronel Benjamin H. Grierson, un exprofesor de música de Illinois reconvertido en militar. La ironía es evidente: un hombre que había odiado los caballos desde niño acabaría dirigiendo una de las operaciones de caballería más célebres de la historia militar estadounidense. El 17 de abril de 1863, Grierson partió desde La Grange, Tennessee, al mando de unos 1 700 jinetes. Su objetivo: penetrar 600 kilómetros en territorio enemigo y alcanzar Baton Rouge, Luisiana, destruyendo todo lo que encontrara a su paso.

El coronel de Caballería de la Unión, Benjamin H. Grierson (sentado con la mano apoyada en la barbilla) y su Estado Mayor. Dominio público.

Durante dieciséis días, su columna avanzó como un relámpago. Destruyeron vías férreas, puentes, depósitos de armas y comunicaciones, liberaron esclavos y confundieron completamente a los mandos confederados. Las autoridades sureñas, alarmadas, retiraron tropas de Vicksburg para perseguir a un enemigo fantasma, dejando el camino despejado a Grant. Fue una de esas maniobras secundarias que cambian el curso de una guerra. Los hombres de Grierson recorrieron más de 900 kilómetros en condiciones extremas, sin apoyo logístico y consiguieron llegar a territorio controlado por la Unión con pérdidas mínimas. Grant diría después que aquella incursión fue “una de las más brillantes de la guerra”.

John Ford encontró en este episodio una materia perfecta para su tipo de relato: héroes ambiguos, un deber que pesa como una losa y un paisaje que actúa como espejo moral. Junto al guionista John Lee Mahin, transformó la crónica militar en una parábola sobre la obediencia, el sacrificio y la futilidad de la violencia. En su versión, el coronel Grierson se llama John Marlowe (John Wayne), un ingeniero ferroviario antes de la guerra que ahora debe destruir los trenes que antes construía. Su contrapeso es el mayor Kendall (William Holden), un cirujano militar que encarna la conciencia moral del grupo. Entre ambos se establece el típico conflicto fordiano: el hombre del deber frente al hombre de la compasión, la eficacia frente a la piedad.

El argumento sigue a la columna de Marlowe a través del Sur devastado, hostigada por guerrillas y milicias, hasta alcanzar Baton Rouge. Pero la acción bélica es solo un telón de fondo. Lo que interesa a Ford es el choque de temperamentos, la erosión moral que produce la guerra y la mirada compasiva hacia los civiles atrapados entre bandos. En una de las secuencias más memorables, la caballería unionista entra en un pueblo donde los cadetes de una academia militar —niños, casi— se preparan para resistirles. El enfrentamiento se resuelve sin sangre, pero el gesto del coronel Marlowe, que ordena marchar sin combatir, revela toda la tristeza de una guerra entre compatriotas.

Rodada en Luisiana y Misisipi, Misión de audaces es, visualmente, una de las películas más sobrias de Ford. Abundan los planos amplios, los cielos sobreexpuestos y las líneas diagonales que atraviesan el encuadre, como si el propio paisaje estuviera dividido. El ritmo es pausado, casi elegíaco. Ford filma a los soldados como si fueran penitentes en una procesión interminable: hombres que avanzan obedeciendo órdenes, sin comprender del todo su sentido.

A diferencia de los westerns heroicos que lo consagraron, aquí Ford elimina toda noción de gloria. Los caballos están exhaustos, los hombres sudan, discuten, sangran. No hay fanfarrias ni discursos patrióticos: solo polvo, sudor y confusión. Cuando el mayor Kendall atiende a los heridos —de ambos bandos—, la cámara insiste en su rostro cansado, en la mirada de un hombre que ha visto demasiado. Ford, veterano de la Segunda Guerra Mundial, sabe de lo que habla: en esta película el heroísmo es apenas una coartada para el sufrimiento.

Misión de audaces llegó en un momento en que Hollywood empezaba a cuestionar sus propios mitos bélicos. A mediados del siglo XX, Estados Unidos vivía la ansiedad de la Guerra Fría y el trauma nuclear; el patriotismo ciego ya no bastaba. Ford, sin abandonar el clasicismo formal, ofrece una visión amarga: la guerra como enfermedad del alma nacional. En cierto modo, anticipa el desencanto moral que marcaría el cine de los años setenta, desde M.A.S.H. hasta Apocalypse Now.

El rodaje, sin embargo, estuvo lejos de la serenidad. Las tensiones entre Wayne y Holden fueron constantes; Ford, de carácter volcánico, perdió el control de varias escenas y acabó recortando el guion original. Durante la filmación, un doble de acción murió en un accidente, lo que sumió al equipo en un silencio incómodo que Ford nunca superó del todo. Tal vez por eso el tono final del filme es tan sombrío: el propio director parecía estar despidiéndose de la épica.

Aunque no fue un éxito comercial ni figura entre las obras más citadas de su director, hoy Misión de audaces se lee como una pieza de transición. Es el punto donde el héroe fordiano empieza a desmoronarse. John Wayne ya no es el símbolo indestructible del Oeste, sino un hombre dividido por el deber y la culpa. Su coronel Marlowe no busca gloria, sino cumplir una orden que no entiende del todo. Cuando al final se separa de la mujer sureña que ha conocido durante la misión, Ford filma la despedida con una contención dolorosa: no hay beso, no hay música triunfal, solo el polvo levantado por los caballos.

Bajo su aparente clasicismo, Misión de audaces es una película sobre la fractura moral de un país. La guerra civil, en manos de Ford, se convierte en metáfora del conflicto interno estadounidense: la tensión entre la violencia fundacional y el ideal de libertad, entre el valor y la culpa. El tren que Marlowe destruye una y otra vez simboliza esa contradicción: la modernidad que avanza destruyéndose a sí misma.

Ford convierte la incursión de Grierson —una brillante maniobra militar destinada a distraer al enemigo— en un espejo donde se refleja el precio humano del deber. La misión, al final, es menos una gesta que un viaje hacia el desencanto. Misión de audaces no trata solo de caballería ni de ferrocarriles: trata de un país que aún no ha aprendido a reconciliar su valor con su conciencia. Y, como en casi todo el cine de Ford, detrás del polvo y de los tambores resuena una pregunta sin respuesta: ¿puede una nación construirse sobre la violencia sin acabar prisionera de ella?

NO BUSQUES VACAS EN LA TUMBA DE PASTEUR

 

El Museo Pasteur de París no está entre las visitas imprescindibles que recomiendan las guías y sin embargo es uno de esos lugares donde uno entra por curiosidad y sale con una sonrisa y una lección de historia. Se encuentra en una calle tranquila del distrito XV y su mayor tesoro —además de una buena colección de matraces y frascos que parecen decorados de Frankenstein— es la cripta donde reposan Louis Pasteur y su esposa Marie.

La cripta, para empezar, es de un barroquismo que espantaría al mismísimo Santo Sudario. Inspiración bizantina, dicen las guías. En realidad, con ese mármol rosado y ese aire solemne, parece una copia descarada del sepulcro de Napoleón Bonaparte en Los Inválidos, aunque en versión reducida. No me habría sorprendido encontrar una minúscula águila imperial en una esquina.

Los mosaicos que la decoran representan las grandes hazañas del químico: ovejas pastando, alusión a sus experimentos con el carbunco; un perro, recuerdo de la vacuna contra la rabia; gusanos de seda y moreras, por sus investigaciones sobre una plaga que arruinaba la industria textil; y vides, homenaje a su salvación del vino francés. Pero lo que yo buscaba era una vaca. Dediqué un buen rato a examinar paredes, techos y rincones, convencido de que en algún mosaico debía aparecer una vaca solemne, símbolo de su supuesta invención de la pasteurización láctea. No encontré ni rastro.

Salí del museo perplejo. ¿Cómo era posible que el hombre que había dado nombre al proceso que evita que medio mundo enferme por beber leche cruda no tuviera su vaca conmemorativa? Pues bien, la razón es simple: Louis Pasteur no tuvo absolutamente nada que ver con la pasteurización de la leche.

La confusión es comprensible. A fin de cuentas, su apellido está incrustado en cada cartón de leche del planeta. Pero lo suyo no fue la leche, sino el vino y la cerveza. Pasteur, que no era médico ni biólogo sino químico, había descubierto que los alimentos se estropean por culpa de microorganismos invisibles y que calentarlos moderadamente impide su proliferación.

Su intuición venía de lejos. A los veinticinco años, Pasteur hizo un descubrimiento que todavía hoy fascina a los químicos: la disimetría molecular. Mientras observaba con una lupa unos cristales de sales de ácido tartárico —un subproducto de la fermentación del vino—, advirtió que existían dos tipos de cristales que eran imágenes especulares uno del otro. Con una paciencia que admiraría al santo Job, los separó con unas pinzas y comprobó que, al disolverlos en agua y exponerlos a la luz polarizada, hacían girar el haz en direcciones opuestas.

La estructura de las moléculas era entonces un misterio, de modo que Pasteur no pudo ir mucho más allá. Pero medio siglo después, un joven holandés llamado Jacobus van’t Hoff propuso que el carbono tiene cuatro enlaces orientados hacia los vértices de un tetraedro y que, en el caso de que esos vértices están ocupados por átomos distintos, se obtienen dos versiones de la molécula: idénticas, salvo porque son imágenes especulares no superponibles, como nuestras manos. Van’t Hoff ganó el primer Nobel de Química en 1901 y confirmó la genial intuición del francés.

Otro mosaico de la cripta representa a un ave, en recuerdo de su triunfo contra el cólera aviar. Y es que el siglo XIX fue una época de guerras, revoluciones y bacterias, que Pasteur combatió con la misma energía. Su obsesión era demostrar que la vida no surge espontáneamente del polvo o la podredumbre, como aún creían muchos. Con sus célebres matraces de cuello de cisne demostró que, si el aire se filtraba, el caldo hervido permanecía estéril; pero si entraban partículas del exterior, aparecía vida microscópica. Con ese experimento desmontó una creencia milenaria y puso la primera piedra de la teoría microbiana de la enfermedad.

Y aquí entra en escena el verdadero héroe de la leche: Franz von Soxhlet, un químico agrícola alemán que en 1886 propuso aplicar el método de Pasteur a la leche destinada al consumo público. Fue él quien acuñó el término pasteurización en homenaje al francés, aunque el interesado jamás se dedicó a eso. Pasteur había demostrado el principio, pero Soxhlet lo aplicó a la leche.

Por entonces, beber leche cruda era casi un deporte de riesgo. La fiebre tifoidea, la escarlatina, la difteria, la tuberculosis y todo tipo de infecciones intestinales podían transmitirse por ese líquido de tan inocente apariencia. En 1891, uno de cada cuatro bebés en la ciudad de Nueva York moría, muchos por leche contaminada. Cuando se empezó a calentarla a unos 70 grados durante unos segundos, la mortalidad infantil se desplomó.

Aun así, no faltaron detractores. Algunos afirmaban que el proceso arruinaba el sabor o destruía nutrientes esenciales. Los argumentos eran tan persistentes como débiles. Siglo y medio después, el debate sigue vivo: en los rincones más oscuros de Internet, algunos iluminados juran que la leche cruda “mejora la salud humana” y que la malvada FDA reprime su venta para proteger los intereses de la industria farmacéutica. Entre ellos figura, por ejemplo, Robert F. Kennedy Jr., que en 2024 proclamó en Twitter (X, para los modernos) las supuestas virtudes milagrosas del producto.

La evidencia, sin embargo, no deja lugar a dudas. La leche contiene miles de compuestos y es cierto que algunos se alteran con el calor, pero ninguno de esos cambios tiene consecuencias para la salud. Lo que sí tiene consecuencias, y muy graves, es beber leche contaminada con Listeria, Salmonella, Campylobacter o E. coli. En pocas palabras: la pasteurización salva vidas.

Y, sin embargo, el mito persiste. Quizá porque el propio nombre del proceso evoca una confianza casi paternal, una suerte de sello científico de pureza francesa. Pero el mérito de Pasteur no está en la leche, sino en algo más grande: en haber demostrado que la vida y la enfermedad están regidas por las mismas leyes químicas que el resto del mundo natural.

Volví a meditar sobre eso mientras abandonaba el museo. El guía me había mirado con cierta condescendencia cuando le pregunté por las vacas. En su lugar, me indicó un mosaico con un racimo de uvas y otro con un perro heroico. Nada de vacas. Salí a la calle con la sensación de que el pobre Franz von Soxhlet merecería, al menos, una plaquita conmemorativa o una leche escolar a su nombre. Pero la historia no siempre reparte la fama con justicia.

Al fin y al cabo, la leche “pasteurizada” no es obra de Pasteur, pero sí el fruto indirecto de su manera de mirar el mundo: con un microscopio en una mano y una duda razonable en la otra. Y eso, pensándolo bien, es mucho más importante que cualquier mosaico vacuno.

DEL REALITY SHOW AL REINADO TRUMP

 

Donald Trump no nació en la política: fue un producto televisivo antes que un candidato. Cuando ganó la presidencia en 2016, lo hizo con la ventaja de ser una cara conocida en todo el país gracias a The Apprentice, su reality show sobre empresarios agresivos y aprendices humillados. Como todo reality, tenía poco de realidad y mucho de espectáculo. Pero el personaje Trump encajaba en ese formato como si hubiera sido diseñado para él.

La telerrealidad es, por definición, una trampa. Juega a simular espontaneidad donde hay guion, a premiar lo vulgar bajo la etiqueta de lo “auténtico”. En ese universo de imposturas, Trump aprendió a convertir el mal gusto en transgresión y la grosería en marca personal. Esa versión manufacturada de sí mismo —el empresario genial, hecho a sí mismo, salvado de sus deudas por el instinto y la audacia— se vendió como entretenimiento. “Solo es un show”, pensaba la audiencia. ¿Qué daño podía hacer?

El daño se reveló cuando ese personaje televisivo se mudó al Despacho Oval. Los comentaristas acuñaron el término “política reality” para describir su estilo de gobierno: exportó al terreno institucional las reglas del espectáculo, incluida la creación de realidades alternativas. Durante años, los medios documentaron sus falsedades con precisión quirúrgica, pero sus seguidores parecían inmunes a los hechos. Si habían creído su mito de empresario triunfador, ¿por qué no iban a creer que las elecciones de 2020 fueron robadas?

El asalto al Capitolio fue el clímax natural de esa narrativa, el momento en que el guion televisivo se convirtió en insurrección real. La frontera entre ficción y poder se disolvió. El espectáculo había devorado a la república.

Pero todo formato de éxito merece una secuela. El Trump 2.0 llega con subidón tecnológico: ahora la realidad paralela se fabrica con inteligencia artificial. La Casa Blanca actual no se limita a manipular discursos o tergiversar cifras; produce directamente vídeos y fotos falsos con generadores digitales. El meme se ha convertido en comunicación institucional.

Si el presidente quiere rediseñar Oriente Próximo, difunde sin pudor un vídeo de dudoso origen sobre la futura “Riviera Gaza”. Si desea atacar a los demócratas por el cierre de gobierno, publica un montaje donde el líder Jeffries aparece con un sombrero mexicano. Cuando lo acusan de creerse un rey, responde con un vídeo —también generado por IA— en el que él mismo, ataviado como un monarca-piloto de combate, bombardea con excrementos a los manifestantes. En el universo Trump, la escatología se confunde con la estrategia.

La lógica es la misma de siempre: epatar, marcar el discurso, ahogar a los periodistas en el barro informativo —como decía Steve Bannon, con un término más escatológico aún—. Cuanto mayor es la indignación, más combustible obtiene la maquinaria. Lo que en otro tiempo habría sido un escándalo ahora se celebra como “autenticidad”. Lo grotesco se ha convertido en un signo de identidad política.

Y lo peor es que funciona. Hay quien lo celebra, quien lo ríe y quien, pese a todo, lo vota. Lo inquietante no es solo el espectáculo, sino la normalización del espectáculo como forma de poder. Una parte del electorado ha aprendido a tolerar —o incluso admirar— la renuncia a la dignidad institucional. Si el presidente humilla, miente o difama, es porque “dice lo que otros no se atreven”. En la era del reality perpetuo, el mal gusto se confunde con la franqueza.

El 18 de octubre, unos siete millones de estadounidenses salieron a las calles bajo el lema “No Kings” para protestar contra lo que consideran el desmantelamiento de la democracia. Fue la mayor manifestación en la historia del país. En ciudades como Nueva York o Chicago, no se registró un solo detenido. Las marchas fueron pacíficas, plurales, incluso festivas: una afirmación colectiva de los valores fundacionales de la república —libertad, igualdad, Estado de derecho—. En los carteles se leían frases como “We the People still matter” o “No somos tu programa de televisión”.

En cualquier democracia sana, semejante movilización sería motivo de reflexión o incluso de orgullo. En cambio, el presidente respondió con un vídeo generado por IA donde él aparece en un avión de combate, con las palabras “KING TRUMP” grabadas en el fuselaje, sobrevolando a las multitudes y arrojando excrementos desde el cielo. No hacía falta interpretación: era la imagen literal de un presidente defecando sobre su pueblo.

El gesto resultaba obsceno no solo por su indecencia, sino por lo que simbolizaba: la inversión absoluta del principio democrático. En la política liberal, el poder fluye desde abajo —de los ciudadanos a sus representantes—. En la autocracia, fluye desde arriba, como los excrementos del vídeo. La geometría moral del meme no podría ser más clara.

Durante su primer mandato, Trump y sus colaboradores aún simulaban respetar los principios democráticos, aunque los socavaran por debajo. Al promover la mentira del “robo electoral”, fingían preocuparse por la limpieza de las elecciones. Esa máscara ya ha caído. Varios vídeos oficiales difundidos tras las protestas llevaban un mensaje explícito: “Yes, We Want Kings”,

Era una admisión sin disfraz: el movimiento MAGA ya ni siquiera pretende mantener las apariencias de la democracia. Convierte el desacuerdo en traición y a los disidentes en enemigos del Estado. Pero la democracia liberal se basa en lo contrario: en la convicción de que quienes discrepan de nosotros no son enemigos, sino conciudadanos con igual dignidad. Cuando un presidente llama “terroristas” a quienes marchan pacíficamente o los retrata como desechos humanos, degrada no solo a ellos, sino el cargo que ocupa. Y destruye el suelo común sobre el que se asienta toda convivencia.

Mientras tanto, el mundo observa en silencio. Los gobiernos extranjeros, temerosos de las represalias o los aranceles, actúan como si nada ocurriera. Trump ha dejado claro el precio del desacuerdo: después de que el presidente colombiano Gustavo Petro denunciara el bombardeo estadounidense que mató a un pescador en aguas territoriales, Washington respondió imponiendo sanciones y calificando a Petro de “narcotraficante ilegal”. El mensaje global es nítido: quien critique al nuevo orden americano será castigado.

Nada de esto es nuevo, pero sí más descarado. Las viejas autocracias disfrazaban su control con solemnidad; el “reinado Trump” lo hace con emojis y efectos especiales. La tiranía de otros siglos se imponía con himnos y retratos oficiales; la actual se propaga a través de memes. En lugar de censura, hay saturación. En lugar de miedo, hay distracción. La dictadura del espectáculo no necesita tanques: le basta con pantallas.

Sin embargo, no todo está perdido. Los millones de estadounidenses que salieron a las calles recuerdan que todavía existe una reserva moral, una fibra cívica que sobrevive bajo el ruido. Lo que esas marchas expresaron —entre pancartas, música y civismo— fue una verdad elemental: que en una república no hay reyes, y que la democracia solo vive mientras haya ciudadanos dispuestos a defenderla.

Nadie sabe qué logrará el movimiento “No Kings”. Tal vez poco. Pero su mera existencia recuerda algo esencial: que el silencio —nacido del miedo o del cansancio— es siempre la antesala del autoritarismo. Y que, pese al espectáculo, pese a los vídeos falsos y los aplausos enlatados, aún hay millones de personas dispuestas a decir que la política no puede reducirse a un reality show, ni la nación a una audiencia.

Como en Siete días de mayo o en La conjura contra América, la amenaza no está solo en un hombre, sino en el hechizo que ejerce. Trump es tanto causa como síntoma de una época fascinada por el espectáculo, dispuesta a confundir la emoción con la verdad. Pero incluso en la era de la inteligencia artificial y del cinismo institucional, todavía hay quien se levanta para recordarle al mundo —y a sí mismo— que la democracia, aunque frágil, sigue siendo la única historia real que vale la pena contar.


AILANTO, EL ÁRBOL QUE QUISO TOCAR EL CIELO

 

Si uno pasea por los márgenes de una ciudad o se detiene junto a las vías del tren, puede encontrar un árbol de copa ancha y hojas enormes, compuestas por hasta veinte foliolos que crecen enfrentados como las alas de un insecto prehistórico. El tronco, recto y de corteza gris, se erige con la arrogancia de quien ha nacido para colonizar espacios baldíos. En verano, el aire se impregna de un olor dulzón y agrio a la vez, casi animal, que anuncia su presencia antes de que los ojos lo descubran. Es el ailanto (Ailanthus altissima), también conocido como “árbol del cielo”.

El nombre le sienta bien y mal al mismo tiempo. Procede del malayo ailanto, “árbol del cielo”, y del latín altissima, “el más alto”. Un nombre de resonancia celestial para un árbol que crece con desesperación terrenal. Porque el ailanto no se eleva como símbolo de nobleza ni de eternidad, sino como metáfora del exceso: crece deprisa, demasiado deprisa, como si quisiera alcanzar el cielo antes de que alguien le recuerde que no le pertenece.

Originario del norte y el centro de China, el ailanto fue recibido con entusiasmo en Europa a finales del siglo XVIII. Llegó como llegan los inventos prometedores: envuelto en la fe del progreso. Su crecimiento veloz, su capacidad de prosperar en suelos pobres y su resistencia a la contaminación urbana lo convirtieron en el candidato ideal para la repoblación de zonas degradadas. Las autoridades forestales lo celebraron como un símbolo de modernidad botánica.

Durante décadas se plantó en cunetas, parques, escombreras, taludes de carreteras y márgenes de ciudades. Era el árbol perfecto para un mundo con prisa. Su sombra parecía el emblema del futuro: rápido, eficiente, resistente. Europa soñaba con reforestar a la velocidad de la industria. Pero el cielo, como sabemos, puede ser engañoso.

El ailanto resultó ser un huésped incómodo. Bajo su aparente generosidad se escondía una voluntad de dominio. Su sistema de raíces es vigoroso, profundo, invasor. De cada corte de tronco brotan nuevos tallos; de cada tallo, nuevas colonias. Su semilla, ligera y alada, viaja con el viento como un rumor que se multiplica. Lo peor, sin embargo, no está en su fuerza física, sino en su química: el ailanto es una planta alelopática, capaz de segregar sustancias tóxicas que impiden el crecimiento de otras especies a su alrededor. Donde él prospera, la biodiversidad retrocede.

Además, su sombra no cobija: desplaza, porque las flores femeninas exhalan un olor penetrante, desagradable, casi nauseabundo, que impregna el aire con una persistencia que parece un aviso: mantente alejado. No es el perfume de un bosque, sino el aliento de una invasión. En algunas calles, cuando florece, basta una ráfaga para que el aire se vuelva agrio y el paseante, sin saberlo, sienta que algo está fuera de lugar.

Erradicarlo es casi imposible. Los herbicidas apenas lo afectan. Cortarlo no sirve: vuelve a brotar desde el tocón, más fuerte, más obstinado. Las raíces viajan bajo tierra y emergen metros más allá, como si la planta tuviera una inteligencia secreta. Su capacidad de resistencia ha hecho que figure en el Catálogo Español de Especies Exóticas Invasoras, cuya eliminación es hoy una obligación legal.

El ailanto no es un error de la naturaleza. Es un error humano. Un error de planificación. Durante siglos creímos que bastaba con dominar la botánica para domesticar la tierra. Que bastaba con importar especies útiles, rápidas, adaptables. Pero los bosques no se improvisan: se construyen con paciencia, con respeto, con tiempo. En el siglo de la urgencia, el ailanto fue una metáfora perfecta.

Caracteres generales de Ailanthus altissima. 

Su historia condensa nuestra ansiedad moderna: queríamos reforestar sin esperar, sanar los paisajes heridos sin comprender sus ritmos. Y el ailanto, dócil al principio, respondió como lo hace la naturaleza cuando se la subestima: con una lección de humildad.

En las ciudades, crece entre las grietas del asfalto, trepa por los muros abandonados, brota en los patios olvidados de las fábricas. No necesita permiso. Es el árbol de los márgenes, el árbol que prospera donde los demás mueren. Hay una belleza sombría en esa obstinación. Sus hojas, cuando el viento las agita, producen un rumor áspero, como un idioma vegetal que habla de resistencia y de ruina.

Flores masculinas

El ailanto no es el enemigo. Es el espejo. Nos muestra lo que ocurre cuando confundimos utilidad con armonía, rapidez con regeneración, planificación con precipitación. Algunos botánicos comparan su expansión con la del pensamiento humano cuando se emancipa de la prudencia. La naturaleza del ailanto es la misma que la del progreso sin freno: crece para ocuparlo todo. En esa carrera hacia arriba hay una enseñanza amarga: lo que crece sin límite acaba por asfixiar su propio entorno.

En su tierra natal, Ailanthus altissima es solo una pieza más del mosaico vegetal. Allí, sus enemigos naturales —hongos, insectos, competidores— limitan su ambición. En Europa, sin rivales, se convirtió en conquistador. La lección es sencilla y universal: fuera de contexto, toda virtud se transforma en amenaza.

Algunos municipios han intentado reemplazarlo con especies autóctonas, pero el proceso es lento y costoso. Cada tocón abandonado puede regenerar un bosque de clones. A veces, tras eliminar los troncos, los jardineros se encuentran con una alfombra de brotes jóvenes, renacidos en pocos meses. El ailanto parece tener memoria, o una forma de tenacidad que roza la venganza.

Futos alados. La semilla se observa en el centro como una perla amarillenta.

Y, sin embargo, hay en él una melancolía inevitable. Mirado de cerca, su corteza lisa y sus hojas simétricas son hermosas. Bajo el sol de junio, sus racimos florales se iluminan con un resplandor dorado. Quizá el árbol no tenga culpa de nada. Quizá el verdadero invasor seamos nosotros, siempre dispuestos a trasladar el mundo a nuestro antojo.

El ailanto, “árbol del cielo”, quiso tocarlo y lo logró. Pero lo hizo desde el barro, abriéndose paso entre ruinas y carreteras, alimentándose del polvo de los márgenes. Su ascenso no fue una ascensión espiritual, sino una conquista silenciosa, vegetal, que se extiende sin permiso.

A veces los árboles no son símbolos de esperanza, sino advertencias. El ailanto nos recuerda que la naturaleza no obedece decretos, que la velocidad no siempre es virtud y que los ecosistemas, como las civilizaciones, se desmoronan cuando se violan sus equilibrios.

Hay árboles que crecen hacia la luz. Otros, como este, crecen hacia nuestra sombra.

viernes, 7 de noviembre de 2025

A LA BÚSQUEDA DEL HONGO DEL ORGASMO (FANTASÍAS CIENTÍFICAS)

 


Todo empezó con un titular imposible:

“El hongo hawaiano que provoca orgasmos femeninos con solo olerlo”.

Era el año 2001, cuando internet aún creía que todo lo que se publicaba con apariencia científica debía de ser verdad. El artículo apareció en una publicación de nombre rimbombante, International Journal of Medicinal Mushrooms, una revista tan desconocida como complaciente. Firmaban el texto John Holliday y Noah Soule, que aseguraban haber descubierto un hongo «que crece en coladas de lava de entre 600 y 1 000 años y que posee una extraordinaria reputación como afrodisiaco femenino».

Según sus autores, «casi la mitad de las mujeres del estudio –19 en total, una muestra digna de un almuerzo familiar– experimentaron orgasmos espontáneos al oler el hongo». La frase, reproducida sin pudor por cientos de medios, convirtió a la seta en una leyenda erótica moderna.

El estudio carecía de lo básico en cualquier investigación científica: protocolo, fotografías, análisis químicos o revisión por pares. Y, para colmo, Holliday era también editor de la revista donde publicó su propio trabajo. Más tarde se sabría que trabajaba para una farmacéutica interesada en comercializar un “elixir orgásmico natural”.

Aquel no fue un caso aislado. A comienzos del milenio proliferaban las llamadas revistas de frontera, publicaciones científicas de cartón piedra, donde se colaban hallazgos sobre el agua con memoria, las plantas telepáticas o los cristales energéticos. Era una época de entusiasmo crédulo, en la que bastaba un gráfico con colores y un microscopio de fondo para convertir cualquier disparate en ciencia.

El texto de Holliday y Soule venía aderezado con una supuesta leyenda ancestral: la de Makealani, hija del rey Kupakani de Hawái, que un día olió un misterioso hongo anaranjado, cayó en trance amoroso y corrió al encuentro de su amante. Una historia que mezclaba nombres maoríes y hawaianos con la misma soltura con que Hollywood mezcla géneros.

El presunto hongo afrodisiaco pertenecía al género Dictyophora, rebautizado por los botánicos como Phallus, nombre que ya sugiere su forma: un tallo rosado cubierto de una mucosidad pestilente que recuerda vagamente a la anatomía masculina. Su olor —una mezcla de pescado podrido y carne en descomposición— no tiene nada de erótico. Sirve para atraer moscas, que transportan sus esporas. Erotismo, lo que se dice erotismo, poco.

Phallus cinnabarina, el supuesto hongo sexual. Foto de Don Hemmes

La historia podría haber terminado ahí, de no ser porque en 2015 la periodista de National Geographic, Christie Wilcox, decidió comprobarlo. Contactó con Holliday, que le dio vagas indicaciones sobre dónde buscar el hongo y ninguna evidencia de su experimento.

Wilcox descubrió pronto que la leyenda era falsa: ni existía la princesa, ni el idioma hawaiano reconocía los nombres citados. El profesor Glenn Kalena Silva, de la Universidad de Hawái, le confirmó que todo era un pastiche cultural. Nadie en las islas había oído hablar del hongo milagroso.

Con ayuda del botánico Don Hemmes, de la Universidad de Hilo, Wilcox localizó ejemplares de Phallus cinnabarinus, una especie común en los bosques volcánicos. Viajó con su novio Jake y, armados con libreta y cronómetro, se dispusieron a oler la seta.

El resultado fue inequívoco. «Llegué casi al borde del vómito», escribió Wilcox. Jake confirmó que el olor era tan insoportable que le subió el pulso, pero por motivos distintos a la excitación. «No fue un orgasmo, fue un instinto de supervivencia», confesó. El único éxtasis presente fue el de escapar corriendo del hongo pestilente.

Aun así, el mito ya tenía vida propia. En los años siguientes, páginas de remedios naturales y tiendas “wellness” vendieron extractos de Phallus con promesas de placer garantizado. En el mejor de los casos olían a queso rancio; en el peor, a descomposición. Algunas empresas incluso patentaron perfumes “inspirados” en su aroma. Los críticos coincidieron: encendían pasiones, sí, pero solo las alarmas de incendios.


Lo paradójico es que el deseo humano por hallar afrodisiacos tiene una base biológica real. En el cerebro, los circuitos del placer están gobernados por dopamina, oxitocina y serotonina: sustancias que se activan ante el deseo, la comida o una melodía. Pero no existe, hasta hoy, ningún compuesto natural capaz de desencadenar un orgasmo con solo olerlo. Y sin embargo, seguimos creyendo. En los siglos pasados fueron las cantáridas, las ostras o los cuernos de rinoceronte; ahora, las setas de lava y los suplementos de herbolario. Cambia el envase, no la esperanza.

La fascinación por este “falo de lava” dice más de nosotros que del propio hongo. Nuestra especie tiene una fe inquebrantable en los atajos biológicos: el afrodisiaco que despierta pasiones, la pastilla que promete felicidad, la seta que convierte el deseo en un reflejo olfativo. Como si el amor —o el orgasmo— pudiera sintetizarse en un frasco.

En realidad, el Phallus cinnabarinus resume toda una época: la de la ciencia convertida en espectáculo. Una prensa ávida de clics, un público dispuesto a creer cualquier promesa que huela —literal o figuradamente— a sexo, y unos “investigadores” que confunden el laboratorio con un gabinete de marketing. Lo que antes se vendía como alquimia, ahora se disfraza de biología molecular.

Hoy, más de veinte años después, el hongo orgásmico hawaiano sigue apareciendo en foros y documentales de dudosa factura. No hay rastro de su supuesto principio activo ni de la farmacéutica que lo iba a comercializar. Lo único real es el hedor. Wilcox lo resumió mejor que nadie: «Si ese hongo provoca algo parecido a un orgasmo, es porque el alivio de dejar de olerlo puede confundirse con placer».

Y así, entre coladas de lava, titulares sensacionalistas y laboratorios imaginarios, el Phallus cinnabarinus se ganó un lugar en la mitología contemporánea: el afrodisiaco más repugnante del mundo. Un recordatorio de que la ciencia sin rigor puede ser tan peligrosa como el amor sin sentido del humor, y de que la credulidad humana, como las esporas de un hongo, se propaga con sorprendente facilidad.

Después de todo, no hay tanta distancia entre la raíz de ipecacuana que mató a Karen Carpenter y el hongo del orgasmo que nunca existió: ambos nacen del mismo anhelo humano de encontrar el milagro perfecto, aunque huela —o duela— demasiado para ser verdad.

miércoles, 5 de noviembre de 2025

GEORGE CATLIN Y EL SUEÑO DEL OESTE

 

Fue en el museo Thyssen de Madrid donde me topé con George Catlin. No lo esperaba. Iba camino de otra sala, probablemente buscando a Turner o a Hopper, cuando una pintura con dos figuras diminutas me detuvo. Las cataratas de San Antonio, decía la cartela. Dos indios, vestidos con minucioso detalle, regresaban de pescar y cazar bajo un cielo que parecía respirarse. El paisaje se los tragaba casi por completo, como si la naturaleza quisiera recordarnos quién mandaba allí. Me quedé largo rato ante el cuadro, con esa mezcla de curiosidad y extrañeza que provocan las obras que parecen fuera de lugar: un pedazo del Oeste americano colgado en pleno Paseo del Prado.

La pintura era de George Catlin, un nombre que apenas me sonaba. Indagué después y descubrí que el hombre había sido abogado, pintor, explorador, empresario fracasado, aventurero y, en sus ratos libres, un pionero del ecologismo. Todo eso en la primera mitad del siglo XIX, cuando el planeta aún era inmenso y los trenes apenas habían empezado a domesticarlo. Lo que Catlin se propuso parecía simple: pintar a los indios de América antes de que desaparecieran. Lo que consiguió fue un testamento visual de un mundo que los demás preferían no ver.

George Catlin. Las cataratas de San Antonio. 1871. Óleo sobre Cartón. 46 x 63,5 cm. Museo Nacional Thyssen-Bornemisza, Madrid.

Años después, en el verano de 2013, me encontré otra vez con Catlin, esta vez en el Smithsonian de Washington D.C. Había ido a visitar el Museo de Arte Americano y allí estaba él, con su colección de retratos, escenas de caza, ritos y paisajes imposibles. Me hizo gracia comprobar que en las salas apenas había visitantes. En un país que ha convertido el Oeste en parque temático, el pintor que lo retrató con más fidelidad parecía condenado a una discreta esquina.

Catlin nació en 1796, en Pensilvania, cuando Estados Unidos apenas contaba con veinte años de historia y un optimismo desbordante. Estudió Derecho porque era lo que se esperaba de un joven respetable, pero pronto cambió los códigos legales por los pinceles. No era un genio técnico, pero tenía lo que pocos: una obsesión. En 1830 viajó por primera vez al Oeste, acompañando a una expedición militar. Allí descubrió un mundo que lo dejó fascinado: pueblos que vivían de la caza, sin propiedad privada, sin prisas, sin relojes. En su mente, los indios representaban la pureza original, la humanidad antes de la civilización.

Durante los años siguientes recorrió el Misisipi, el Misuri y las Grandes Llanuras. Dibujó, anotó y pintó todo lo que pudo. Retrató más de cincuenta tribus: sioux, mandan, blackfoot, crow, cheyenne... En total, unas seiscientas obras y cientos de páginas de observaciones etnográficas. Viajaba ligero: un caballo, un asistente, una tienda y un maletín lleno de pinceles y papel. No lo movía el dinero ni la gloria. Lo movía la sensación de urgencia. Sabía que aquel mundo estaba a punto de desaparecer.

En una carta escribió: “El Gobierno exterminará a estas gentes y sus costumbres. Mi deber es pintarlos, para que quede testimonio de que existieron.” No exageraba. Mientras él levantaba sus lienzos, el Congreso debatía cómo expulsar a las tribus de sus tierras. Andrew Jackson firmaba la Ley de Traslado de los Indios y los colonos avanzaban hacia el Oeste con la misma energía que las locomotoras.

Catlin quiso que su trabajo sirviera de advertencia. En 1837 llevó su colección a Nueva York y luego a Londres y París. La llamó “Indian Gallery” y la presentó como un homenaje a un pueblo que moría. En Europa lo recibieron con una mezcla de admiración y desconcierto. Los críticos elogiaron su empeño, pero el público prefería los salones con odaliscas y ruinas clásicas. Catlin se arruinó tratando de mantener su galería y acabó vendiéndola a un empresario que la perdió poco después en una mala inversión.

Hay algo trágicamente norteamericano en esa historia: el idealista que persigue un sueño hasta arruinarse. Catlin pasó el resto de su vida intentando reconstruir su obra, copiando sus propios cuadros y escribiendo libros para sobrevivir. Uno de ellos, Letters and Notes on the Manners, Customs, and Condition of the North American Indians, es una mezcla deliciosa de diario, ensayo y catálogo de museo ambulante. Su estilo recuerda a los cronistas de viajes del siglo XIX: sobrio, asombrado, un poco ingenuo y, a veces, involuntariamente divertido.

En sus notas cuenta que los mandan se bañaban cada mañana en el río helado “para fortalecer el alma” y que los pies negros creían que cada estrella era el espíritu de un guerrero muerto. También describe los bailes de las praderas, las cacerías de bisontes y las ceremonias del tabaco. Todo con un respeto que desconcertaba a sus contemporáneos, acostumbrados a ver en los indios poco más que salvajes pintorescos.

Mientras recorría las salas del Smithsonian, me pregunté qué habría pensado Catlin al ver aquel resultado: sus cuadros colgados en museos con aire acondicionado, protegidos por cristales antirreflejo. Me lo imaginé paseando por allí, con su bigote victoriano y su chaqueta de explorador y sonriendo ante el hecho de que, al final, su sueño había sobrevivido, aunque fuera dentro de una vitrina.

Una de las pinturas que más me impresionó fue un retrato de Sha-có-pay, jefe de los sioux, con la mirada fija y una expresión que mezcla orgullo y tristeza. El catálogo señalaba que Catlin lo pintó en 1832, durante una visita a Fort Union. En sus notas añadió que el jefe se había negado a posar hasta que el pintor juró que su alma no quedaría atrapada en el lienzo. Lo hizo, claro, y cumplió su promesa. En cierto modo, cada cuadro de Catlin es un intento de devolver la dignidad a aquellos rostros que el progreso prefería olvidar.

Lo curioso es que, en vida, apenas le reconocieron ese mérito. Murió en 1872, pobre y casi olvidado, en Jersey City. El Smithsonian compró su colección después de su muerte, cuando ya nadie discutía su valor documental. Y, sin embargo, más allá de su importancia etnográfica, lo que conmueve en Catlin es su humanidad. Era un hombre que creyó en la posibilidad de mirar al otro sin desprecio, de entender una civilización distinta sin querer borrarla.

En su tiempo, artistas como Carl Wimar, Albert Bierstadt o Henry Lewis pintaban un Oeste heroico y deslumbrante: cataratas majestuosas, montañas doradas, atardeceres de postal. Catlin, en cambio, se fijaba en la gente. Su pintura era menos espectacular, más torpe incluso, pero más sincera. Mientras los demás idealizaban la conquista, él documentaba la pérdida.

Recuerdo que en el Thyssen, frente a Las cataratas de San Antonio, lo que más me llamó la atención no fue el paisaje sino el gesto de los dos indios. No parecían héroes ni víctimas: solo dos personas cansadas que regresan a casa. En eso reside la grandeza de Catlin. Fue el primero que pintó a los nativos no como personajes exóticos, sino como seres humanos.

Cuando salí del Smithsonian aquella tarde de 2013, el aire de Washington era espeso y caluroso. En la calle, los turistas compraban camisetas de Superman y vasos con la cara de Lincoln. Pensé que Catlin, con su fe en los ideales y su torpeza comercial, habría sido incapaz de sobrevivir en esta época de selfies y marketing. Pero también pensé que, de algún modo, su sueño seguía vivo.

Porque su obra —esos seiscientos cuadros pintados a caballo, bajo tormentas y mosquitos— fue un intento heroico de detener el tiempo. Catlin quiso salvar del olvido a los pueblos que su país estaba destruyendo. Y, aunque fracasó en vida, logró lo esencial: que hoy podamos mirarlos a los ojos.

TRAS LAS HUELLAS DE CHARLES MARION RUSSELL

 

El 25 de mayo de 2022 llegué al Museo de la Sociedad Histórica de Montana, en Helena. Lo recuerdo bien porque era el día de mi cumpleaños y porque, pese a que la primavera debía estar en su apogeo, una ventisca me había acompañado buena parte del camino. Había pasado unos días recorriendo el Parque Nacional de los Glaciares, un territorio tan deslumbrante que parecía inventado, y me dirigía hacia Bozeman, camino de Yellowstone. Pero antes de continuar quería cumplir un propósito que llevaba años aplazando: ver con mis propios ojos las pinturas de Charles Marion Russell.

Solo conocía su obra por reproducciones en libros de historia del Oeste y por alguna postal desvaída. Me intrigaba cómo aquel vaquero autodidacta había llegado a convertirse en el pintor más querido de Montana y en el cronista visual de un mundo que desaparecía bajo sus propios cascos. En el trayecto desde Great Falls —donde había visitado su casa museo, levantada junto a los pinos y los matorrales que sobreviven al viento del Misuri— tuve tiempo de pensar en esa paradoja: un hombre sin formación artística formal que acabó retratando, con una precisión y ternura insólitas, el fin del Viejo Oeste.

Después de cruzar el Misuri, el viaje desde Great Falls a Helena atraviesa un paisaje que parece extraído de uno de sus cuadros. Las montañas se abren en valles luminosos y los ríos serpentean entre praderas que aún conservan el aroma a salvia. En la distancia, los ranchos dispersos y los postes telefónicos recuerdan la soledad de los pioneros. Allí entendí que Russell no había inventado nada: simplemente había pintado lo que veía, pero con la mirada de quien sabe que todo se está yendo.

Russell nació en San Luis en 1864, cuando aún resonaban los cañones de la Guerra de Secesión. A los quince años escapó de la comodidad familiar y se fue al Oeste con la determinación romántica de convertirse en cowboy. En realidad, lo fue solo durante un tiempo, y no precisamente el mejor. No destacaba en las faenas del rancho ni en las broncas de taberna, pero sí en algo que pocos de sus compañeros valoraban: observaba. Mientras otros domaban potros o se jugaban el sueldo en el póker, él garabateaba escenas en trozos de cartón, huesos o calaveras de búfalo. Su talento consistía en ver lo que otros apenas intuían: la melancolía de un campamento indio al amanecer, el brillo del polvo sobre una manada a la carrera, la fugacidad de un mundo que se desvanecía.

Charles Marion Russell en su estudio en Great Falls, Montana. Russell está sentado en la barandilla del porche frente a su estudio de troncos en 1907. Además de las astas que adornaban el techo, el estudio, construido con postes telefónicos junto a su casa en la Cuarta Avenida Norte en 1903, estaba lleno de su colección de artefactos nativos americanos y otros arreos del Oeste. Fuente: Estudio Ecklund. Archivos fotográficos de la Sociedad Histórica de Montana, Helena, Montana. 

Hacia 1880 Montana era todavía un territorio indómito, poblado de pieles rojas, tramperos y buscadores de fortuna. Russell lo contemplaba todo con la mirada de un testigo privilegiado, como si sospechara que aquel paisaje épico pronto se convertiría en postal. Cuando llegó la gran nevada de 1886, que arrasó el ganado y arruinó a medio territorio, Russell dejó en el porche de su patrón un dibujo, Waiting for a Chinook, que lo decía todo: unos lobos rodeando a una vaca famélica que desfallecía sobre un ventisquero bajo una luna helada” Aquel esbozo, enviado después a un periódico, lo hizo famoso de la noche a la mañana. Había nacido un artista.

A partir de entonces su vida fue una sucesión de encargos, exposiciones y viajes. Pero Russell nunca se dejó domesticar por el éxito. Se instaló en Great Falls, donde levantó su propio taller en una cabaña construida con postes de telégrafo —que hoy se visita como casa museo— y siguió pintando con la obstinación de quien intenta salvar algo del olvido. Pintaba a los cowboys, sí, pero también a los pueblos nativos, con una empatía poco común para su tiempo. En sus lienzos no hay buenos ni malos: hay seres humanos enfrentados a la intemperie y al destino.

Russell convivió en las galerías y en los catálogos con otro gigante del arte del Oeste: Frederic Remington. A menudo los comparan, pero lo cierto es que pertenecen a mundos distintos. Remington era el artista del poder y la conquista; Russell, el del ocaso. Remington pintaba la gloria del ejército y los grandes gestos, mientras Russell se fijaba en los gestos pequeños: una mano que se posa en el cuello del caballo, una mirada perdida hacia el horizonte. Donde Remington veía epopeya, Russell veía melancolía.

Sus cuadros no idealizan la violencia ni la conquista. Al contrario, destilan un sentimiento elegíaco, como si el pintor lamentara la desaparición de la frontera que lo había moldeado. Russell no fue un historiador ni un documentalista, sino un narrador con pinceles. Cada una de sus obras cuenta una historia, y todas juntas componen una memoria visual del Oeste más auténtico que muchas crónicas escritas.

Cuando uno contempla In Without Knocking o The Wagon Boss, entiende por qué lo llamaron “el cronista del Oeste”. En sus lienzos, los caballos parecen moverse y el polvo huele a cuero y a café de puchero. La luz, tamizada por el humo de las fogatas, tiene la textura exacta de las tardes de pradera. Pero lo que más emociona no es la técnica, sino la humanidad. Russell no pintaba héroes, sino supervivientes.

En el museo de Helena, las salas dedicadas a su obra están llenas de ese silencio respetuoso que solo logran los artistas verdaderos. Frente a un cuadro titulado The Scout, me quedé un buen rato inmóvil. El rostro del indio, recortado contra el horizonte, tenía una dignidad serena. Pensé que Russell había comprendido antes que nadie que el Oeste no era un lugar, sino un tiempo, y que ese tiempo se había acabado.

Su vida también se extinguió con un aire de leyenda. Murió en 1926, justo cuando Hollywood empezaba a fabricar su propio Oeste con actores repeinados y caballos relucientes. Mientras los estudios convertían la frontera en espectáculo, Russell dejaba un testamento de autenticidad: centenares de óleos, acuarelas y esculturas que todavía conservan el aroma a polvo, a sudor y a bisonte. En Montana, su nombre se pronuncia con el mismo respeto que el de un viejo amigo.

De vuelta a la carretera, mientras la nieve golpeaba el parabrisas y el cielo se cerraba sobre las montañas, pensé que quizás Russell había pintado exactamente eso: la obstinación humana de avanzar en medio de la tormenta. Seguía mi ruta hacia Bozeman con la idea de alcanzar Yellowstone al día siguiente, pero su obra me acompañó durante todo el trayecto.

En cada curva creía ver una de sus escenas: un jinete solitario cruzando un río helado, un campamento indígena junto al humo de una hoguera, un atardecer que parecía durar siglos. Y entendí, por fin, que el arte de Russell no consistía en reproducir el pasado, sino en recordarnos que el Oeste —ese territorio de libertad y pérdida— está también dentro de nosotros desde la niñez.