miércoles, 24 de diciembre de 2025

LO QUE LOS BELENES DICEN SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL CRISTIANISMO

El belén parece una escena inmutable, pero en realidad es un espejo: refleja, siglo tras siglo, la forma en que el cristianismo se ha entendido a sí mismo.

Cada diciembre, cuando el calendario se queda sin hojas y el frío obliga a mirar hacia dentro, reaparece el belén. Surge en una esquina de la iglesia, en el aparador de una tienda y, sostenido por una tabla y dos caballetes, en el mueble más inestable del salón familiar. Un niño desnudo sobre paja limpia, una madre con gesto de aceptación infinita, un padre que parece no acabar de entender qué hace allí, un buey pensativo y un burro con cara de haberlo visto todo. Luego llegan los pastores, siempre apresurados, y más tarde —cuando ya se han servido los dulces— aparecen los Reyes Magos, cargados de regalos y de exotismo.

Se suele decir (erróneamente) que el belén nació en 1223, cuando San Francisco de Asís decidió representar el nacimiento de Jesús en una cueva de Greccio con un pesebre, un buey y un burro. La escena, según sus biógrafos, buscaba conmover más que explicar: tocar el corazón antes que ilustrar la doctrina. Aquel gesto franciscano —pobre, directo, casi ingenuo— marcó profundamente el imaginario cristiano. Pero no fue el principio. Fue, más bien, una inflexión.

Mucho antes de Francisco, cuando el cristianismo aún caminaba con pies inseguros por los márgenes del Imperio romano, ya existían imágenes del nacimiento de Cristo. El problema era que los Evangelios canónicos no ofrecían demasiados detalles. De los cuatro, solo el de Lucas se detiene en el niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, rodeado de pastores y ángeles. Mateo, en cambio, introduce a los Magos guiados por una estrella y pasa rápidamente al drama político de Herodes. Entre ambos relatos quedaban demasiados silencios.

Durante siglos, esos silencios se llenaron con imágenes parciales. Una de las más antiguas se conserva en la Catacumba de Priscila, en Roma: una pintura mural de finales del siglo III o comienzos del IV donde María sostiene al niño mientras recibe a los Magos. Allí ya están los regalos y, por tanto, ya son tres los visitantes, aunque el texto bíblico nunca lo diga. El énfasis no está en el niño, sino en el movimiento: hombres que vienen de lejos buscando algo que no saben nombrar. El cristianismo primitivo se reconocía en esa búsqueda.

Representación de la Adoración de los Magos en un sarcófago del siglo IV del cementerio de Santa Inés en Roma. Dominio público vía Wikimedia Commons.

Con el tiempo, la escena ganó solemnidad. En un sarcófago del siglo IV hallado en el cementerio de Santa Inés, los Magos aparecen acompañados de camellos y avanzan bajo una estrella casi geométrica. Y en el siglo V, cuando el cristianismo ya es religión oficial del Imperio, la humildad inicial se diluye. En la basílica romana de Santa María la Mayor, un mosaico muestra al Niño Jesús entronizado como un emperador en miniatura, rodeado de ángeles y figuras misteriosas. No hay pastores ni animales. Aquí no nace un niño: se manifiesta un rey.

Algo parecido ocurre en Rávena, donde un mosaico del siglo VI presenta a María vestida de púrpura imperial, sentada en trono y sosteniendo a su hijo mientras los Magos —ya con nombre propio: Melchor y Gaspar y Baltasar— ofrecen sus dones. El cristianismo de la Antigüedad tardía necesitaba subrayar la majestad divina, no la fragilidad humana. El belén, tal como hoy lo entendemos, aún estaba lejos.

Detalle de un mosaico del siglo VI en la Basílica de Sant'Apollinare Nuovo en Rávena, Italia Dominio público a través de Wikimedia Commons

La separación litúrgica entre la Navidad y la Epifanía terminó de ordenar el relato. El nacimiento se celebraría alrededor del solsticio de invierno, el 25 de diciembre; la visita de los Magos, el 6 de enero. Al apartar a los reyes unos días, el cristianismo abrió espacio para una escena más íntima. El foco volvió al pesebre. Un relieve conservado en Atenas, de finales del siglo IV o principios del V, muestra a un bebé fajado, vigilado solo por un buey y un burro. Es una imagen casi doméstica. Dios ha bajado a ras de suelo.

En Roma, la basílica de Santa María la Mayor mantuvo una relación constante con esta iconografía. Hay indicios de que ya en el siglo V se exhibía allí una recreación del nacimiento. Como escribe Maureen C. Miller, historiadora de la Universidad de California, Berkeley, en Clothing the Clergy: Virtue and Power in Medieval Europe, c. 800-1200, el papa Gregorio VII estaba celebrando una misa de Navidad en la basílica, «donde se había construido un belén cerca del altar mayor para que todos pudieran contemplar el evento de la historia de la salvación que se conmemoraba», cuando fue secuestrado por hombres armados en 1075.

Los detalles de ese belén son escasos; hay mucha más información disponible sobre un belén del siglo XIII en Santa Maria la Mayor que sobrevive hasta nuestros días. En 1292, el papa Nicolás IV, primer pontífice franciscano, encargó a Arnolfo di Cambio un belén de mármol que aún se conserva. María ocupa el centro, no solo como madre, sino como Theotokos, madre de Dios, un título fijado en el Concilio de Éfeso en 431. El belén se convierte así en una lección de teología tallada en piedra.

Luego llegó el Barroco y todo se desbordó. En Nápoles, los belenes dejaron de ser escenas para convertirse en mundos. Calles enteras, mercados, tabernas, ruinas clásicas, montañas de corcho y papel maché. El nacimiento de Cristo sucedía en medio de la vida cotidiana. La gente se reconocía allí: el pescadero, la lavandera, el músico callejero. El cristianismo barroco entendió que, para sobrevivir, debía mezclarse con la realidad. 

De la mano de la corte ilustrada de Carlos III, el belén napolitano —teatral, minucioso y exuberante— se instaló definitivamente en España como una moda cortesana que pronto acabaría filtrándose a la devoción popular. El monarca, que había reinado en Nápoles antes de ceñir la corona española, importó no solo ministros y gustos artísticos, sino también esa manera barroca de contar la Navidad como un gran escenario lleno de vida. En ese contexto encargó al escultor valenciano Esteve Bonet la realización del llamado Belén del Príncipe, destinado a la educación y deleite de su hijo, el futuro Carlos IV. Aquel conjunto, concebido como una obra didáctica y artística a la vez, se conserva hoy y se exhibe en el Palacio Real de Madrid, testimonio de cómo el belén pasó de ser devoción italiana para convertirse en patrimonio cultural español.

Una de las múltiples escenas del Belén del Príncipe del Palacio Real de Madrid. Fuente.

Esa exuberancia chocó frontalmente con el protestantismo. En el siglo XVI, muchas regiones de Europa destruyeron sus belenes por considerarlos idolatría. Los puritanos ingleses fueron especialmente severos. Sin embargo, al cruzar el Atlántico, esa hostilidad se fue suavizando. En América, el belén se refugió en las casas, convertido más en adorno que en objeto de culto.

Los moravos fundaron la ciudad de Belén, en Pensilvania, en 1741, y llevaron consigo sus escenas de la Natividad, que incluían paisajes locales. En Francia, durante la Revolución, los santones provenzales sobrevivieron a escondidas cuando las iglesias cerraron. El belén demostró una capacidad extraordinaria para adaptarse: podía ser clandestino, doméstico, popular o sofisticado, según las circunstancias.

En el siglo XXI, el belén se ha vuelto un campo de batalla simbólico. Su presencia en espacios públicos genera debates, recursos judiciales y provocaciones creativas. Desde belenes alternativos promovidos por iglesias paródicas hasta escenas donde conviven la Sagrada Familia y personajes de la cultura pop. Incluso el Vaticano sorprendió en 2020 con un belén futurista que muchos compararon con ciencia ficción. La tradición, lejos de fosilizarse, sigue mutando.

Y mientras tanto, en la Via San Gregorio Armeno de Nápoles, los artesanos continúan fabricando figuras nuevas cada año: futbolistas, políticos, pizzaiolos, celebridades. Entre ellos, el papa Francisco, que comparte nombre con el santo que hizo del belén un acto de cercanía. Nada parece fuera de lugar en ese pequeño universo.

El belén de 2020 en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Foto de Vincenzo Pinto/AFP

Quizá ahí resida el secreto de su longevidad. El belén no es solo una escena del pasado; es una invitación. Permite a cada época, a cada cultura, colocarse junto al pesebre y mirarse en él. En miniatura, el mundo entero cabe alrededor de un niño indefenso. Y en ese gesto —tan simple, tan repetido— el cristianismo ha ido contando, sin palabras, su propia historia.