Cada año, los Premios Ig Nobel demuestran que la ciencia puede ser rigurosa, absurda y deliciosamente humana al mismo tiempo. Desde lagartijas con gustos muy precisos por la pizza hasta la peligrosa tentación de engordar la comida con teflón, estos estudios hacen reír primero y pensar después… exactamente en ese orden.
Los Premios Ig Nobel son la
prueba definitiva de que la ciencia, cuando se quita la bata y se afloja el
nudo de la corbata, resulta mucho más interesante. Son galardones que
distinguen investigaciones científicas absolutamente reales que, en un primer
momento, provocan la risa y, unos segundos después —cuando la carcajada aún no
se ha extinguido del todo—, obligan a pensar. A veces incluso a pensar
seriamente.
Los organiza la revista Improbable Research, bajo la batuta de
un matemático llamado
Marc Abrahams, y se entregan cada año en una ceremonia celebrada en la
venerable Universidad de Harvard. El detalle más delicioso es que los premios
los entregan auténticos ganadores del Nobel, lo que añade una capa adicional de
absurdo solemne al conjunto. Su lema no oficial podría resumirse así: la
ciencia es una cosa muy seria, pero no tanto.
De los diez
premios concedidos este año, me quedo con dos. No porque sean los más
importantes —esa categoría no existe en los Ig Nobel—, sino porque combinan dos
de las grandes preocupaciones humanas: la comida y la mala idea de intentar
mejorarla artificialmente.
El primero es el Premio Ig Nobel
de Nutrición, otorgado a un equipo internacional que decidió invertir su tiempo
libre en estudiar las preferencias alimentarias de una lagartija tropical
llamada Holcosus undulatus, conocida popularmente como lagartija
arcoíris. El segundo es el Premio de Química, concedido a unos investigadores
que se preguntaron si añadir politetrafluoroetileno —más conocido como teflón—
a los alimentos podría aumentar la sensación de saciedad sin añadir calorías.
Sí, teflón. El mismo material con el que se hacen las sartenes.
Holcosus undulatus. Fuente
La pizza “cuatro estaciones” es
un prodigio de simbolismo gastronómico. Está dividida en cuatro secciones, cada
una dedicada a una estación del año, como si alguien hubiera decidido convertir
el calendario agrícola en un plato comestible. El jamón y las aceitunas
representan el invierno; las alcachofas, la primavera; la albahaca y los
tomates, el verano; y los champiñones, el otoño. Todo ello sobre una base común
de salsa de tomate y queso, porque incluso el simbolismo necesita una
infraestructura fiable.
A millones de personas en todo el
mundo les parece deliciosa. A las lagartijas arcoíris, no tanto. Lo sabemos
gracias a un estudio realizado en Togo, donde estas lagartijas son tan comunes
que se pasean con desparpajo por zonas urbanas, parques y terrazas. La
investigación nació de una observación casual: uno de los científicos vio cómo
un macho —fácil de identificar por sus colores vivos, mucho más vistosos que
los de las discretas hembras— trepaba a la mesa de un turista para robarle un
trozo de pizza de cuatro quesos.
Esto era extraño por dos motivos.
El primero, porque robar comida a turistas es una conducta que uno espera más
de las gaviotas que de los reptiles. El segundo, porque las lagartijas suelen
alimentarse de insectos, no de productos italianos con denominación cultural. Intrigados,
los investigadores se hicieron una pregunta perfectamente razonable: ¿qué tenía
esa pizza que resultaba tan irresistible? ¿Había algo especialmente atractivo
en la variedad de cuatro quesos?
Para averiguarlo, diseñaron un
experimento de esos que hacen que uno agradezca que la ciencia aún conserve
cierto espíritu lúdico. Colocaron platos con pizza de cuatro quesos y pizza de
cuatro estaciones en el suelo, separados unos diez metros entre sí y a una
distancia prudente de los árboles donde solían verse las lagartijas. Instalaron
cámaras y esperaron.
En menos de quince minutos, las
lagartijas acudieron en tropel. Pero lo hicieron con una unanimidad
inquietante: todas se dirigieron a la pizza de cuatro quesos. La pizza cuatro
estaciones fue ignorada con un desprecio absoluto, como si representara un error
evolutivo imperdonable.
¿Qué señal química las atrajo?
Nadie lo sabe. Sigue siendo un misterio qué componente invisible convierte a
una pizza en irresistible para un reptil tropical y a otra en un fracaso total.
¿Tiene utilidad práctica este
estudio? Probablemente no, salvo en el improbable caso de que algún día tengas
una lagartija arcoíris como mascota y quieras ganarte su afecto. En ese caso,
olvida los insectos: una rebanada de cuatro quesos será suficiente. Al menos,
el estudio tiene la virtud de no haber dilapidado grandes fondos públicos. El
presupuesto se limitó, esencialmente, al precio de unas cuantas porciones de
pizza.
La pizza, sin embargo, es muy calórica.
Y aquí entra en escena el segundo estudio galardonado, que propone una solución
digna de un villano de cómic científico: mezclar teflón en polvo con los
alimentos. La idea apareció en un artículo de 2016 publicado en el Journal of Diabetes Science and Technology. Los autores partían
de una premisa correcta: la saciedad depende, en parte, de la distensión del
estómago. Si el estómago se llena, el cerebro recibe el mensaje de que ya
basta.
Su propuesta era aumentar
artificialmente el volumen de la comida con un agente de carga no
metabolizable. El teflón parecía ideal: es resistente al calor, no tiene sabor,
es químicamente inerte y, en teoría, atraviesa el sistema digestivo sin
interactuar con él. Según los autores, mezclar una parte de teflón con tres
partes de comida podría aumentar la saciedad y reducir la ingesta calórica.
El artículo cita estudios en los
que ratas alimentadas con cantidades generosas de teflón no sufrieron efectos
adversos y recuerda que el material se utiliza con seguridad en procedimientos
quirúrgicos. También señala que partículas mayores de cierto tamaño no
atraviesan la barrera intestinal. Todo esto puede ser cierto. Pero hay una
pregunta incómoda que los autores apenas abordan: ¿qué ocurre después?
El teflón no desaparece por arte
de magia. Sale del cuerpo, entra en el sistema de alcantarillado y, tras un
largo viaje por sifones, depuradoras y tuberías, acaba fragmentándose en
partículas cada vez más pequeñas: los temidos nanoplásticos. Esos mismos
nanoplásticos que luego regresan a nosotros a través del agua potable o de los
alimentos y que sí pueden atravesar nuestras barreras biológicas.
Así que no, alimentar a la gente
con teflón no parece una buena idea. Tampoco dárselo a las lagartijas arcoíris,
por muy mucho que les guste la pizza.
¿Qué tienen en común ambos
estudios? Además de haber sido distinguidos con el Premio Ig Nobel —una parodia
del Nobel que primero hace reír y luego obliga a reflexionar—, no demasiado. El
estudio de las lagartijas es divertido e inofensivo. El del teflón, en cambio,
es una de esas ideas que conviene dejar tranquilitas en el papel.
A mí, en cualquier caso, se me ha abierto el apetito. Esta noche pediré una pizza cuatro estaciones. Como no soy una lagartija, me permitiré ignorar su opinión experta y comerla tranquilamente, aunque me saltaré el cuarto de invierno con jamón y aceitunas. Es demasiado salado. Incluso para un humano.