Tiene narices que tenga que venir
yo, para quien la cocina es lo que el Arca Perdida para Indiana Jones, a romper
una lanza por el Avecrem, monarca indiscutible de las pastillas
ultraprocesadas de caldo instantáneo. Pero así son las cosas.
Este verano, en el tedio de la
playa, con más tiempo libre que Viernes y Robinson en Más a Tierra, un amigo “cocinillas”
me enseñó en el teléfono un
vídeo de TikTok: un dietista polifacético de nombre contundente, Miodrag
Borges, afirmaba que los cubitos de Avecrem que se aburren desde hace
años en mi despensa son “uno de los peores productos jamás creados en el sector
de la alimentación”. Mi amigo, que tiene por costumbre poner siempre una miaja
de pastilla en la sopa, se preguntaba si debía sentirse culpable de envenenarse
a poquitos durante años.
El vídeo era efectista: un tarro
de cristal y dentro, poco a poco, los ingredientes que figuran en la etiqueta.
Primero un 54% de sal, luego un 10% de glutamato monosódico y almidón de maíz,
después un 8% de aceite de palma, un 6% de pollo y, finalmente, ese 1% de
perejil, puerro, tomate, apio y demás hortalizas.
Teniendo en cuenta nuestra
habitual quimiofobia, el resultado parecía un atentado contra la salud
pública. Pero la trampa estaba en el contexto: si pones a fuego lento un litro
de caldo casero hasta evaporar toda el agua y luego pesas lo que quede,
obtendrías proporciones sorprendentemente similares de sal, grasa y proteína.
Las cifras son siempre más escandalosas que el sabor.
Una pastilla de Avecrem
pesa diez gramos y está pensada para disolverse en medio litro de agua. Esa
disolución da un caldo con 1,09% de sal: lo mismo que cualquier caldo casero,
lo mismo que una sopa de sobre o una lata de consomé. El glutamato monosódico,
ese acrónimo E-621 que suena a conjura química, no es más que la sal de un
aminoácido presente en el jamón ibérico, el queso manchego, el tomate de huerto
ecológico y las gambas de Dénia. Su pecado no es la toxicidad, sino el nombre
difícil de pronunciar. La Organización Mundial de la Salud, la FDA
estadounidense, la EFSA europea, Harvard y nuestro Ministerio de Sanidad coinciden:
en dosis normales, es seguro. Ingerido a volquetes, mata, como te mataría
cualquier otra cosa.
Lo que Borges omitía en su vídeo
es la genealogía de esa humilde pastilla amarilla. El Avecrem —como el
café soluble, la carne enlatada o el pan de molde— no fue concebido en el
laboratorio del Doctor Mabuse ni en la guarida de Fu Manchú, sino como
resultado de una investigación militar. La pregunta era simple: ¿cómo alimentar
a un ejército de cientos de miles de hombres en campaña, sin que la comida se
pudriera, sin que pesara demasiado, y garantizando un aporte nutritivo mínimo?
La respuesta comenzó a gestarse
en la época napoleónica. Los ejércitos de Bonaparte se movían más rápido que
sus convoyes de suministros y necesitaban soluciones. Un confitero parisino
llamado Nicolas
Appert inventó hacia 1810 un método de conservación de alimentos en tarros
de cristal hervidos al baño maría: el primer antecedente de la comida enlatada.
Aquello, que le sirvió al confitero para llevarse un premio de 12.000 francos,
revolucionaría la logística militar.
Pocos años después, el químico
alemán Justus von
Liebig, uno de los mejores profesores de Química de todos los tiempos,
propuso otra idea: concentrar el extracto de carne en forma pastosa. Lo patentó
en 1840 y en 1865 nació en Uruguay la compañía Liebig
Extract of Meat Company, que exportó millones de frascos a Europa.
La evolución natural de ese
extracto fueron las pastillas compactas: los cubitos de carne Oxo cubes,
comercializados en Inglaterra en 1910. Cada cubito podía transformarse en sopa
con un poco de agua caliente. Los soldados británicos en la Primera Guerra
Mundial se calentaban el estómago en las trincheras con ese milagro cuadrado.
No había romanticismo culinario en ello, pero sí eficacia: la diferencia entre
una marcha imposible y otra soportable.
A España, el invento llegó en
circunstancias igualmente bélicas. En 1937, en plena Guerra Civil, la recién
fundada empresa española Gallina
Blanca lanzó el Avecrem. El país estaba dividido, hambriento, sin
acceso a alimentos frescos, y la pastilla amarilla permitía improvisar una sopa
con poco más que agua y pan duro. En la posguerra, cuando la escasez se volvió
norma, el Avecrem se convirtió en un recurso de subsistencia: la “magia”
de una olla capaz de alimentar a cinco con apenas huesos, mondas y medio
cubito.
A partir de los años sesenta, el
relato publicitario cambió. España empezaba a entrar en la modernidad y el Avecrem
pasó de ser producto de supervivencia a símbolo de practicidad. Los anuncios
mostraban a la “mujer moderna”, liberada de las cadenas del puchero de cuatro
horas, capaz de preparar un caldo sabroso en minutos gracias a la ciencia. Era
la época de la lavadora automática, de la cocina de gas, de la nevera
eléctrica: el Avecrem se alineaba con la utopía doméstica del futuro. Y
funcionó. Para varias generaciones, “pastilla de caldo” y “Avecrem” se
volvieron sinónimos, como Kleenex con los pañuelos o Danone con
los yogures.
El Avecrem es, en esencia,
sal con cosas. Un condimento ultraconcentrado pensado para disolverse en agua o
alegrar un guiso. No está diseñado para morderlo como si fuera chocolate. Como
ocurre con tantos ingredientes, el abuso es peligroso, pero el uso moderado es
inocuo. El verdadero peligro está en la ignorancia y en el alarmismo banal.
Demonizar una pastilla sin entender su contexto es tan absurdo como prohibir el
pan porque engorda.
El debate, claro, no es solo
nutricional, sino cultural. La amada esposa de un servidor, que sabe mucho más
de cocina que yo, es militante del caldo casero. Defiende que una olla llena de
pollo, verduras y agua que hierve durante horas es insustituible: no solo por
sabor, sino por sentido común. El caldo casero es una forma de aprovechar lo
que de otro modo se tiraría —los verdes del puerro, las carcasas del pollo, las
puntas de zanahoria— y de crear un sabor único, irrepetible, que depende de la
mano y el día.
Si todos dejáramos de hacer
caldo, dentro de cien años nadie sabría qué hacer con un hueso de pollo ni con
las hojas verdes del puerro. Todos los caldos sabrían igual. Sería un mundo más
uniforme y, en el fondo, más triste. El caldo casero es cultura. Pero eso no
invalida el papel del cubito: es otra herramienta, útil en su terreno, con su
propia historia de guerra, hambre y publicidad futurista.
Hoy el Avecrem sigue en
las estanterías, aunque compite con caldos líquidos en tetrabrik y con la moda
del “real fooding” que lo condena como ultraprocesado. Su lugar quizá ya
no sea la olla diaria de las abuelas, pero resiste en la despensa como comodín:
para salar discretamente un guiso, para improvisar una sopa de fideos en una
noche de peli, para invocar una nostalgia amarilla y salada en medio de la
rutina.
El Avecrem no es un
veneno. Es un trozo de historia condensada en diez gramos: las guerras de
Napoleón, la química de Liebig, las trincheras británicas, la posguerra
española, los anuncios de los sesenta, y la cocina apresurada de hoy. Es un
recordatorio de que hasta en lo más banal se esconde un relato de supervivencia
y modernidad.
Así que mi amigo puede estar tranquilo no morirá por tomar sopa instantánea, a menos de que se ahogue en una piscina de caldo. Aunque conviene, de vez en cuando, sacar la olla grande y poner a hervir un par de huesos con verduras, para que las generaciones futuras sepan que un caldo puede oler a casa y no solo a supermercado. Entre el cubito y el puchero cabe toda una historia: la de cómo aprendimos a comer en tiempos de guerra y a cocinar en tiempos de paz.