sábado, 27 de septiembre de 2025

LA FIEBRE QUE SALVABA: UNO DE LOS EPISODIOS MÁS INQUIETANTES DE LA HISTORIA DE LA MEDICINA

 Ocurrió de verdad y es uno de los episodios más inquietantes de la historia de la medicina.

A principios del siglo XX, Europa parecía caminar con paso firme hacia la modernidad. Los tranvías eléctricos chisporroteaban por las calles, el cine mudo llenaba las salas de asombro, y las ciudades crecían en un bullicio de fábricas, cafés y periódicos. Sin embargo, bajo esa superficie de progreso seguían acechando viejos males. Entre ellos, la sífilis se llevaba un lugar de horror especial: era lenta, traicionera y prácticamente incurable.

La bacteria Treponema pallidum se transmitía sobre todo por vía sexual, y tras una primera fase de úlceras discretas, se ocultaba durante años para reaparecer con una ferocidad devastadora. En su forma tardía —la neurosífilis— atacaba el cerebro y el sistema nervioso, provocando parálisis, temblores, delirios y una demencia progresiva. Los enfermos, que habían llevado una vida normal, terminaban en manicomios o en la indigencia, sin memoria ni juicio, hasta morir lentamente.

Los médicos de la época podían observar esa caída en cámara lenta, pero apenas podían hacer nada. No existían los antibióticos: la penicilina no llegaría hasta los años cuarenta. Los tratamientos disponibles —ungüentos de mercurio, fricciones con yodo, inyecciones de salvarsán— eran peligrosos y de eficacia limitada. La sífilis, decía un refrán, se curaba “con un año de tratamiento o con un entierro”, y casi siempre se imponía lo segundo.

Un psiquiatra obstinado

En ese contexto aparece Julius Wagner-Jauregg, un psiquiatra vienés de maneras severas y pensamiento incansable. Había nacido en 1857 en Wels, una pequeña ciudad austríaca, y se formó en la Universidad de Viena, centro de una de las comunidades médicas más activas del continente. Su campo de trabajo no era la venereología, sino la psiquiatría. Dirigía el hospital de Steinhof, un enorme complejo para enfermos mentales a las afueras de la capital imperial, y su carrera giraba en torno a la observación minuciosa de los síntomas y a la búsqueda de causas biológicas para las enfermedades mentales.

Clínica de Neurología y Psiquiatría de la Universidad Julius Wagner-Jauregg, alrededor del verano de 1925. Wagner-Jauregg está en el centro de la primera fila. Imagen de la Historia de la Medicina, Biblioteca Nacional de Medicina de EE. UU., dominio público.

Fue precisamente esa mirada obstinada la que le hizo notar un fenómeno intrigante. De tanto en tanto, un paciente con psicosis o con neurosífilis caía enfermo de fiebres altas por alguna infección intercurrente: neumonía, tifus, erisipela. Y, contra toda lógica, algunos de esos pacientes mejoraban de sus trastornos mentales después de la fiebre. No era una recuperación milagrosa, pero sí un alivio inesperado.

Wagner-Jauregg no fue el primero en observarlo; ya en el siglo XIX circulaban anécdotas de “curas febriles”. Pero él fue quien se tomó el fenómeno con la seriedad de un investigador. Durante años registró los casos, comparó historiales, revisó la literatura médica y maduró una idea que a sus contemporáneos les parecería casi delirante: si la fiebre mejoraba ciertos cuadros, ¿por qué no provocarla de manera deliberada?

La apuesta por la fiebre

A comienzos del siglo XX, la “terapia de choque” no era un concepto extraño. En otros lugares se experimentaba con sueros, toxinas y vacunas rudimentarias. Aun así, la propuesta de Wagner-Jauregg resultaba escalofriante: infectar intencionalmente a pacientes con una enfermedad febril. En sus primeros intentos usó la bacteria de la erisipela y el tifus, pero las dificultades de control y la elevada mortalidad le hicieron buscar un agente más manejable.

La oportunidad llegó de un modo casi accidental. En 1917, en plena Primera Guerra Mundial, un soldado regresó de los Balcanes al hospital de Viena con malaria terciaria. A diferencia de otras infecciones, la malaria permitía una relativa previsibilidad: las fiebres llegaban en ciclos de varios días y, lo más importante, existía un tratamiento conocido, la quinina, que podía administrarse una vez cumplido el objetivo.

La idea, fría y lógica, era que las altísimas temperaturas —de 40 o 41 grados— dañarían o matarían la Treponema pallidum, el microorganismo de la sífilis. Y después, la malaria se podía combatir. Era, en cierto modo, usar un mal para destruir otro.

La malarioterapia

Así nació la malarioterapia, un procedimiento que hoy provoca escalofríos. Consistía en inyectar sangre de un enfermo de malaria a pacientes con neurosífilis. Tras la inoculación, los enfermos sufrían escalofríos violentos, sudores profusos y fiebres altísimas durante varios ciclos. Los médicos vigilaban cuidadosamente el número de ataques febriles, porque la temperatura debía mantenerse lo bastante elevada para actuar contra la sífilis, pero sin prolongarse hasta el riesgo de muerte.

Después de entre ocho y doce crisis, se administraba quinina para frenar la malaria. Si todo salía bien, el resultado era sorprendente: los pacientes, que antes se dirigían inexorablemente a la parálisis, la ceguera y la demencia, recuperaban funciones mentales, movilidad y esperanza de vida. En los años siguientes, hospitales de toda Europa y Estados Unidos adoptaron la práctica. Se estima que decenas de miles de personas fueron tratadas de esta manera.

Los números, para la época, eran impresionantes: alrededor del 30% de los pacientes experimentaban una mejora significativa y duradera, y otro porcentaje lograba al menos ralentizar la enfermedad. Frente a la alternativa —una muerte lenta y segura—, la malarioterapia parecía un avance casi milagroso.

Reconocimiento y polémica

En 1927, una década después de sus primeras inoculaciones, Julius Wagner-Jauregg recibió el Premio Nobel de Medicina. El jurado lo consideró un descubrimiento de alcance histórico: por primera vez se usaba de manera sistemática una infección para curar otra. La fiebre, ese viejo enemigo, se convertía en instrumento de la medicina.

Pero incluso en su tiempo no faltaron las críticas. Algunos colegas cuestionaban la ética de inocular deliberadamente un parásito mortal; otros temían la posibilidad de contagios descontrolados. Wagner-Jauregg se defendía recordando que los enfermos ya estaban desahuciados y que el consentimiento, aunque rudimentario según los estándares actuales, se solicitaba en la medida de lo posible.

El debate ético, hoy inevitable, era entonces distinto. Para muchos médicos y pacientes, la malarioterapia no era una crueldad, sino una oportunidad de supervivencia. De hecho, se convirtió en el tratamiento de referencia para la neurosífilis hasta la aparición de la penicilina en la década de 1940.

El final de una era

Cuando Alexander Fleming descubrió la penicilina en 1928 y la producción masiva de antibióticos se generalizó durante la Segunda Guerra Mundial, la malarioterapia comenzó a parecer un artilugio de otra época. Los antibióticos curaban la sífilis de manera rápida, segura y sin las semanas de fiebres mortales. En pocos años, la práctica quedó arrinconada en los manuales de historia de la medicina.

Hoy, la figura de Wagner-Jauregg es vista con ambivalencia. Por un lado, se lo recuerda como un pionero que salvó miles de vidas y abrió el camino a la inmunoterapia y a tratamientos basados en la activación controlada del sistema inmune, ideas que se exploran todavía en la lucha contra el cáncer o en vacunas terapéuticas. Por otro, su legado se ve ensombrecido por su simpatía hacia el nacionalismo alemán y ciertas ideas eugenésicas, que la historia posterior ha juzgado con severidad.

Un legado incómodo y fascinante

La historia de la malarioterapia plantea preguntas que trascienden su época. ¿Hasta dónde se puede llegar en nombre de la curación? ¿Cuánto riesgo es aceptable cuando la alternativa es la muerte segura? En los años de Wagner-Jauregg, la balanza ética se inclinó hacia la audacia. En la nuestra, con antibióticos y controles éticos estrictos, nos resulta casi inconcebible.

Y sin embargo, su intuición de que el cuerpo podía ser “estimulado” para luchar contra una enfermedad con la ayuda de otra no ha desaparecido. De algún modo, terapias actuales como la inmunoterapia oncológica —que despierta al sistema inmunitario para atacar tumores— beben de esa misma idea de utilizar los mecanismos de defensa naturales en beneficio del paciente.

Mirada con perspectiva, la fiebre que Wagner-Jauregg desató no solo fue un recurso desesperado. Fue también una apuesta por entender el cuerpo como un aliado capaz de curarse con el empujón adecuado. Que ese empujón proviniera de un parásito mortal es lo que hoy nos provoca escalofríos. Pero en 1917, cuando la ciencia no tenía mejores cartas, aquella fiebre era la única jugada ganadora.

Miles de enfermos de neurosífilis que recuperaron su memoria, su movilidad o algunos años de vida no la recordaron como una amenaza, sino como la improbable salvación que la medicina —y un psiquiatra obstinado— pudieron ofrecerles.