Ocurrió de verdad y es uno de los episodios más inquietantes de la historia de la medicina.
A principios del siglo XX, Europa
parecía caminar con paso firme hacia la modernidad. Los tranvías eléctricos
chisporroteaban por las calles, el cine mudo llenaba las salas de asombro, y
las ciudades crecían en un bullicio de fábricas, cafés y periódicos. Sin
embargo, bajo esa superficie de progreso seguían acechando viejos males. Entre
ellos, la sífilis se llevaba un lugar de horror especial: era lenta,
traicionera y prácticamente incurable.
La bacteria Treponema pallidum
se transmitía sobre todo por vía sexual, y tras una primera fase de úlceras
discretas, se ocultaba durante años para reaparecer con una ferocidad
devastadora. En su forma tardía —la neurosífilis— atacaba el cerebro y el
sistema nervioso, provocando parálisis, temblores, delirios y una demencia
progresiva. Los enfermos, que habían llevado una vida normal, terminaban en
manicomios o en la indigencia, sin memoria ni juicio, hasta morir lentamente.
Los médicos de la época podían
observar esa caída en cámara lenta, pero apenas podían hacer nada. No existían
los antibióticos: la penicilina no llegaría hasta los años cuarenta. Los
tratamientos disponibles —ungüentos de mercurio, fricciones con yodo, inyecciones
de salvarsán— eran peligrosos y de eficacia limitada. La sífilis, decía un
refrán, se curaba “con un año de tratamiento o con un entierro”, y casi siempre
se imponía lo segundo.
Un psiquiatra obstinado
En ese contexto aparece Julius Wagner-Jauregg,
un psiquiatra vienés de maneras severas y pensamiento incansable. Había nacido
en 1857 en Wels, una pequeña ciudad austríaca, y se formó en la Universidad de
Viena, centro de una de las comunidades médicas más activas del continente. Su
campo de trabajo no era la venereología,
sino la psiquiatría. Dirigía el hospital de Steinhof, un enorme complejo para
enfermos mentales a las afueras de la capital imperial, y su carrera giraba en
torno a la observación minuciosa de los síntomas y a la búsqueda de causas
biológicas para las enfermedades mentales.
Fue precisamente esa mirada
obstinada la que le hizo notar un fenómeno intrigante. De tanto en tanto, un
paciente con psicosis o con neurosífilis caía enfermo de fiebres altas por
alguna infección intercurrente: neumonía, tifus, erisipela. Y, contra toda
lógica, algunos de esos pacientes mejoraban de sus trastornos mentales después
de la fiebre. No era una recuperación milagrosa, pero sí un alivio inesperado.
Wagner-Jauregg no fue el primero
en observarlo; ya en el siglo XIX circulaban anécdotas de “curas febriles”.
Pero él fue quien se tomó el fenómeno con la seriedad de un investigador.
Durante años registró los casos, comparó historiales, revisó la literatura
médica y maduró una idea que a sus contemporáneos les parecería casi delirante:
si la fiebre mejoraba ciertos cuadros, ¿por qué no provocarla de manera
deliberada?
La apuesta por la fiebre
A comienzos del siglo XX, la
“terapia de choque” no era un concepto extraño. En otros lugares se
experimentaba con sueros, toxinas y vacunas rudimentarias. Aun así, la
propuesta de Wagner-Jauregg resultaba escalofriante: infectar intencionalmente
a pacientes con una enfermedad febril. En sus primeros intentos usó la bacteria
de la erisipela y el tifus, pero las dificultades de control y la elevada
mortalidad le hicieron buscar un agente más manejable.
La oportunidad llegó de un modo
casi accidental. En 1917, en plena Primera Guerra Mundial, un soldado regresó
de los Balcanes al hospital de Viena con malaria terciaria. A diferencia de
otras infecciones, la malaria permitía una relativa previsibilidad: las fiebres
llegaban en ciclos de varios días y, lo más importante, existía un tratamiento
conocido, la quinina, que podía administrarse una vez cumplido el objetivo.
La idea, fría y lógica, era que
las altísimas temperaturas —de 40 o 41 grados— dañarían o matarían la Treponema
pallidum, el microorganismo de la sífilis. Y después, la malaria se podía
combatir. Era, en cierto modo, usar un mal para destruir otro.
La malarioterapia
Así nació la malarioterapia, un
procedimiento que hoy provoca escalofríos. Consistía en inyectar sangre de un
enfermo de malaria a pacientes con neurosífilis. Tras la inoculación, los
enfermos sufrían escalofríos violentos, sudores profusos y fiebres altísimas
durante varios ciclos. Los médicos vigilaban cuidadosamente el número de
ataques febriles, porque la temperatura debía mantenerse lo bastante elevada
para actuar contra la sífilis, pero sin prolongarse hasta el riesgo de muerte.
Después de entre ocho y doce
crisis, se administraba quinina
para frenar la malaria. Si todo salía bien, el resultado era sorprendente:
los pacientes, que antes se dirigían inexorablemente a la parálisis, la ceguera
y la demencia, recuperaban funciones mentales, movilidad y esperanza de vida.
En los años siguientes, hospitales de toda Europa y Estados Unidos adoptaron la
práctica. Se estima que decenas de miles de personas fueron tratadas de esta
manera.
Los números, para la época, eran
impresionantes: alrededor del 30% de los pacientes experimentaban una mejora
significativa y duradera, y otro porcentaje lograba al menos ralentizar la
enfermedad. Frente a la alternativa —una muerte lenta y segura—, la
malarioterapia parecía un avance casi milagroso.
Reconocimiento y polémica
En 1927, una década después de
sus primeras inoculaciones, Julius Wagner-Jauregg recibió el Premio Nobel de
Medicina. El jurado lo consideró un descubrimiento de alcance histórico: por
primera vez se usaba de manera sistemática una infección para curar otra. La
fiebre, ese viejo enemigo, se convertía en instrumento de la medicina.
El debate ético, hoy inevitable,
era entonces distinto. Para muchos médicos y pacientes, la malarioterapia no
era una crueldad, sino una oportunidad de supervivencia. De hecho, se convirtió
en el tratamiento de referencia para la neurosífilis hasta la aparición de la
penicilina en la década de 1940.
El final de una era
Cuando Alexander Fleming
descubrió la penicilina en 1928 y la producción masiva de antibióticos se
generalizó durante la Segunda Guerra Mundial, la malarioterapia comenzó a
parecer un artilugio de otra época. Los antibióticos curaban la sífilis de
manera rápida, segura y sin las semanas de fiebres mortales. En pocos años, la
práctica quedó arrinconada en los manuales de historia de la medicina.
Hoy, la figura de Wagner-Jauregg
es vista con ambivalencia. Por un lado, se lo recuerda como un pionero que
salvó miles de vidas y abrió el camino a la inmunoterapia y a tratamientos
basados en la activación controlada del sistema inmune, ideas que se exploran
todavía en la lucha contra el cáncer o en vacunas terapéuticas. Por otro, su
legado se ve ensombrecido por su simpatía hacia el nacionalismo alemán y
ciertas ideas eugenésicas, que la historia posterior ha juzgado con severidad.
Un legado incómodo y
fascinante
La historia de la malarioterapia
plantea preguntas que trascienden su época. ¿Hasta dónde se puede llegar en
nombre de la curación? ¿Cuánto riesgo es aceptable cuando la alternativa es la
muerte segura? En los años de Wagner-Jauregg, la balanza ética se inclinó hacia
la audacia. En la nuestra, con antibióticos y controles éticos estrictos, nos
resulta casi inconcebible.
Y sin embargo, su intuición de
que el cuerpo podía ser “estimulado” para luchar contra una enfermedad con la
ayuda de otra no ha desaparecido. De algún modo, terapias actuales como la
inmunoterapia oncológica —que despierta al sistema inmunitario para atacar
tumores— beben de esa misma idea de utilizar los mecanismos de defensa
naturales en beneficio del paciente.
Mirada con perspectiva, la fiebre
que Wagner-Jauregg desató no solo fue un recurso desesperado. Fue también una
apuesta por entender el cuerpo como un aliado capaz de curarse con el empujón
adecuado. Que ese empujón proviniera de un parásito mortal es lo que hoy nos
provoca escalofríos. Pero en 1917, cuando la ciencia no tenía mejores cartas,
aquella fiebre era la única jugada ganadora.
Miles de enfermos de neurosífilis que recuperaron su memoria, su movilidad o algunos años de vida no la recordaron como una amenaza, sino como la improbable salvación que la medicina —y un psiquiatra obstinado— pudieron ofrecerles.