martes, 2 de diciembre de 2025

EL HUMILDE ARTE DE DEFECAR EN NAVIDAD

 

En navidades, cuando los adultos discuten sobre si el cava debe abrirse antes o después del turrón, los niños catalanes tienen una misión más importante: encontrar al caganer. En el belén de los catalanes —una geografía de papel de aluminio, montañas de papel estraza arrugado y un río que brilla como si tuviera minerales radiactivos— siempre aparece un campesino agachado, pantalones por los tobillos. “Está haciendo sus cosas”, dicen las abuelas con un pudor que no engaña a nadie. En Cataluña, ese gesto forma parte del paisaje navideño con la misma naturalidad que los villancicos o el frío.

El origen del caganer es difuso, como todas las buenas tradiciones. Los historiadores lo sitúan a finales del siglo XVII o principios del XVIII, cuando el barroco empezaba a cansarse de sus propios excesos. En los campos catalanes, sin embargo, la vida seguía regida por reglas menos estéticas y más agrícolas: la tierra había que abonarla, y el abono no crece en los árboles. Para un campesino del siglo XVIII, la caca era un fertilizante sagrado. No se hablaba del tema, pero se entendía sin demasiadas explicaciones.

De esa mentalidad práctica —y de algún artesano del pesebre con sentido del humor— nació el caganer. No como burla religiosa, sino como símbolo de fertilidad y buena suerte. Si el payés del pesebre hacía su aportación a la tierra, el año siguiente las cosechas serían generosas. La Navidad, con su celebración del nacimiento, ofrecía el marco perfecto para recordar que la vida se renueva desde lo más humilde. Incluso desde lo más escatológico.

A las élites urbanas, tan dadas al gesto elegante, el muñeco siempre les ha provocado cierta incomodidad. No es difícil imaginarlas frunciendo el ceño ante esa figura que devolvía al pesebre su olor a establo. Mientras el arte europeo envolvía lo sagrado en mármoles y querubines, Cataluña insistía en incluir en la escena a un señor con los pantalones bajados. Pero ese contraste es precisamente lo que mantiene viva la tradición: el caganer recuerda que, de haber existido, el nacimiento de Jesús habría sido terrenal y probablemente incómodo.

Durante siglos, la figura se escondió discretamente en algún rincón del pesebre. Encontrarla era un juego infantil, casi un rito iniciático. Los adultos lo colocaban cada año en un sitio distinto: detrás de una palmera sospechosamente frondosa, al borde del río de celofán, o junto a una casita árabe. Pocas tradiciones expresan mejor la mezcla de solemnidad y humor doméstico que caracteriza a la cultura catalana.

Aunque la figura aparece en otros lugares —el sur de Francia, en Aragón y en Levante—, solo en Cataluña ha mantenido una continuidad tan obstinada. Quizá porque encarna un tipo de ironía local: silenciosa, ligera, cómplice. El caganer no es un gag vulgar; es un recordatorio de que incluso en las escenas más sagradas conviene dejar espacio para la realidad.


El gran salto llegó en el siglo XX, cuando alguien decidió que el campesino de siempre podía ceder su puesto a personajes famosos. Fue una idea tan sencilla como brillante. Empezaron los políticos, siguieron los futbolistas, los actores y, en algún momento, hasta los superhéroes. De pronto, el pesebre catalán se convirtió en la única institución conocida capaz de igualar a todos sus protagonistas: del presidente de turno al delantero del Barça, todos aparecían en idéntica postura fisiológica. Si la muerte es la gran igualadora universal, defecar ocupa claramente el segundo puesto.

La moda convirtió los mercados de Navidad en una especie de museo de la sátira. Los turistas se quedaban mirando incrédulos esas estanterías donde Barack Obama, Messi o Darth Vader compartían destino intestinal. Algunos lo veían como algo irreverente; otros, como una prueba más de que los catalanes son capaces de reírse hasta de sus mitos. La realidad es más simple: el caganer sobrevivió porque nunca pretendió ofender a nadie. Solo quería seguir cumpliendo su misión tradicional: traer suerte, fertilidad y un poco de risa.

De vez en cuando alguien intenta retirarlo de un belén oficial, pero las protestas duran poco. Incluso quienes encuentran la figura inapropiada acaban reconociendo que sin caganer el pesebre parece incompleto, demasiado limpio, casi irreal.

Porque lo esencial del caganer es su mezcla de humildad y humor. Representa a un mundo rural que ya no existe y, al mismo tiempo, a una sociedad moderna que necesita ironía para sobrevivir a sus propias contradicciones. Recuerda que la vida es sagrada, sí, pero también profundamente cómica; que las grandes narraciones se sostienen sobre pequeños gestos; que incluso en la escena más solemne hay espacio para lo cotidiano.

Los que han crecido buscándolo entre las montañas de papel y las luces parpadeantes saben que la Navidad catalana no empieza cuando se encienden las calles, sino cuando alguien grita: “¡Aquí está!”. En ese instante, el pesebre deja de ser una postal y vuelve a ser lo que siempre fue: la historia de un nacimiento contado con verdad, con humanidad y con una sonrisa traviesa.

Y allí, en un rincón, el caganer sigue cumpliendo su tarea ancestral: fertilizar la Navidad con un poco de suerte y un recordatorio eterno de que la vida, incluso en sus momentos más solemnes, tiene los pies —y otras partes— muy pegados a la tierra.