En navidades, cuando los adultos
discuten sobre si el cava debe abrirse antes o después del turrón, los niños catalanes
tienen una misión más importante: encontrar al caganer. En el belén de los
catalanes —una geografía de papel de aluminio, montañas de papel estraza
arrugado y un río que brilla como si tuviera minerales radiactivos— siempre
aparece un campesino agachado, pantalones por los tobillos. “Está haciendo sus
cosas”, dicen las abuelas con un pudor que no engaña a nadie. En Cataluña, ese
gesto forma parte del paisaje navideño con la misma naturalidad que los
villancicos o el frío.
El origen del caganer es
difuso, como todas las buenas tradiciones. Los historiadores lo sitúan a
finales del siglo XVII o principios del XVIII, cuando el barroco empezaba a
cansarse de sus propios excesos. En los campos catalanes, sin embargo, la vida
seguía regida por reglas menos estéticas y más agrícolas: la tierra había que
abonarla, y el abono no crece en los árboles. Para un campesino del siglo
XVIII, la caca era un fertilizante sagrado. No se hablaba del tema, pero se
entendía sin demasiadas explicaciones.
De esa mentalidad práctica —y de
algún artesano del pesebre con sentido del humor— nació el caganer. No
como burla religiosa, sino como símbolo de fertilidad y buena suerte. Si el
payés del pesebre hacía su aportación a la tierra, el año siguiente las
cosechas serían generosas. La Navidad, con su celebración del nacimiento,
ofrecía el marco perfecto para recordar que la vida se renueva desde lo más
humilde. Incluso desde lo más escatológico.
A las élites urbanas, tan dadas
al gesto elegante, el muñeco siempre les ha provocado cierta incomodidad. No es
difícil imaginarlas frunciendo el ceño ante esa figura que devolvía al pesebre
su olor a establo. Mientras el arte europeo envolvía lo sagrado en mármoles y
querubines, Cataluña insistía en incluir en la escena a un señor con los
pantalones bajados. Pero ese contraste es precisamente lo que mantiene viva la
tradición: el caganer recuerda que, de haber existido, el nacimiento de
Jesús habría sido terrenal y probablemente incómodo.
Durante siglos, la figura se
escondió discretamente en algún rincón del pesebre. Encontrarla era un juego
infantil, casi un rito iniciático. Los adultos lo colocaban cada año en un
sitio distinto: detrás de una palmera sospechosamente frondosa, al borde del
río de celofán, o junto a una casita árabe. Pocas tradiciones expresan mejor la
mezcla de solemnidad y humor doméstico que caracteriza a la cultura catalana.
Aunque la figura aparece en otros
lugares —el sur de Francia, en Aragón y en Levante—, solo en Cataluña ha
mantenido una continuidad tan obstinada. Quizá porque encarna un tipo de ironía
local: silenciosa, ligera, cómplice. El caganer no es un gag vulgar; es
un recordatorio de que incluso en las escenas más sagradas conviene dejar
espacio para la realidad.
El gran salto llegó en el siglo
XX, cuando alguien decidió que el campesino de siempre podía ceder su puesto a
personajes famosos. Fue una idea tan sencilla como brillante. Empezaron los
políticos, siguieron los futbolistas, los actores y, en algún momento, hasta
los superhéroes. De pronto, el pesebre catalán se convirtió en la única
institución conocida capaz de igualar a todos sus protagonistas: del presidente
de turno al delantero del Barça, todos aparecían en idéntica postura
fisiológica. Si la muerte es la gran igualadora universal, defecar ocupa
claramente el segundo puesto.
La moda convirtió los mercados de
Navidad en una especie de museo de la sátira. Los turistas se quedaban mirando
incrédulos esas estanterías donde Barack Obama, Messi o Darth Vader compartían
destino intestinal. Algunos lo veían como algo irreverente; otros, como una
prueba más de que los catalanes son capaces de reírse hasta de sus mitos. La
realidad es más simple: el caganer sobrevivió porque nunca pretendió
ofender a nadie. Solo quería seguir cumpliendo su misión tradicional: traer
suerte, fertilidad y un poco de risa.
De vez en cuando alguien intenta
retirarlo de un belén oficial, pero las protestas duran poco. Incluso quienes
encuentran la figura inapropiada acaban reconociendo que sin caganer el
pesebre parece incompleto, demasiado limpio, casi irreal.
Porque lo esencial del caganer
es su mezcla de humildad y humor. Representa a un mundo rural que ya no existe
y, al mismo tiempo, a una sociedad moderna que necesita ironía para sobrevivir
a sus propias contradicciones. Recuerda que la vida es sagrada, sí, pero
también profundamente cómica; que las grandes narraciones se sostienen sobre
pequeños gestos; que incluso en la escena más solemne hay espacio para lo
cotidiano.
Los que han crecido buscándolo
entre las montañas de papel y las luces parpadeantes saben que la Navidad
catalana no empieza cuando se encienden las calles, sino cuando alguien grita:
“¡Aquí está!”. En ese instante, el pesebre deja de ser una postal y vuelve a
ser lo que siempre fue: la historia de un nacimiento contado con verdad, con
humanidad y con una sonrisa traviesa.
Y allí, en un rincón, el caganer
sigue cumpliendo su tarea ancestral: fertilizar la Navidad con un poco de
suerte y un recordatorio eterno de que la vida, incluso en sus momentos más
solemnes, tiene los pies —y otras partes— muy pegados a la tierra.