lunes, 22 de septiembre de 2025

EL HOMBRE QUE HIZO DEL MUNDO SU JARDÍN

 En el bicentenario de Joseph Dalton Hooker

Imagine a alguien que escala picos del Himalaya, sobrevive a tormentas antárticas, se cartea con Charles Darwin para sacudir los cimientos de la ciencia y, de paso, introduce el rododendro en los jardines victorianos. Todo antes de cenar. Ese alguien existió: Joseph Dalton Hooker, nacido hace doscientos años este verano, quizá el botánico más influyente de su siglo y, con toda probabilidad, uno de los más resistentes seres humanos que jamás pisaron la Tierra.

Hooker pertenece a esa rara estirpe de victorianos capaces de hacernos sentir perezosos con solo leer su currículum. Fue director de los Reales Jardines Botánicos de Kew en su época más decisiva. Amigo íntimo y confidente de Darwin, lo defendió cuando la teoría de la evolución provocaba más jaquecas que un sermón dominical. Presidió la Royal Society, ingresó en la Orden del Mérito, coescribió el manual de la flora británica que se usó durante un siglo entero y, ya nonagenario, seguía publicando volúmenes de plantas. Entre tanto, tuvo siete hijos de dos matrimonios. Uno no sabe si admirarlo, sospechar que dormía dos horas al día, o ambas cosas.

Su legado es tan ancho como la geografía que recorrió. Las expediciones fueron su laboratorio. Primero, la Antártida: cuatro años como cirujano asistente en la expedición de James Ross en busca del polo magnético sur, la última gran empresa realizada exclusivamente a vela. Después, la India y el Himalaya, con resultados que llenaron siete tomos y un diario de viaje, Himalayan Journals (1854), que se codea con El viaje del Beagle de Darwin y El archipiélago malayo de Alfred Wallace.

Le siguieron manuales sobre la flora de Nueva Zelanda, Australia y Ceilán (hoy Sri Lanka), estudios de orquídeas y rododendros indios, y centenares de artículos. Por el camino, describió cientos de especies desconocidas, redefinió la clasificación de las plantas silvestres y convirtió a Kew Gardens en el corazón científico de la botánica mundial.

Hooker no solo coleccionaba nombres latinos: buscaba utilidad. Su olfato para plantas con valor económico cambió imperios. Fue decisivo en la introducción de la palma aceitera de África occidental en India y Australia; de la macadamia australiana en Sudáfrica; de variedades de café resistentes al hongo que devastó las plantaciones de Ceilán; y de las plántulas de Hevea brasiliensis, el árbol del caucho amazónico, en Malasia, base de una de las industrias más rentables del Imperio británico. A finales del XIX, mientras los árboles brasileños sucumbían a un hongo letal, Malasia lucía diez millones de ejemplares sanos.

En otras palabras: sin Hooker, los coches del siglo XX quizás habrían rodado sin neumáticos o con ruedas mucho más caras.

Rododendros y otras revoluciones florales

Su fama popular llegó de la mano de un arbusto. Hooker fue uno de los primeros europeos en contemplar un rododendro en su hogar original, las montañas de Nepal y Sikkim. Las plantas que envió a Kew encendieron una auténtica “Rhododendromania” victoriana, responsable de muchos jardines que aún hoy admiramos.

No todas sus introducciones fueron idílicas. El resistente Rhododendron ponticum, utilizado como seto de caza, se convirtió en una plaga que todavía complica la vida de los bosques británicos. Hooker no era ingenuo: advirtió que el bálsamo del Himalaya —hoy omnipresente en riberas— podía tornarse “un terror para los botánicos, engañoso y desesperadamente malvado”. Tenía, pues, la rara habilidad de entusiasmarse con las plantas y al mismo tiempo prever sus travesuras ecológicas.

El explorador de cuerpo frágil y voluntad de acero

Lo más desconcertante es que este Hércules de la botánica no parecía hecho para la intemperie. Delgado, de aspecto estudioso, parecía más apto para una biblioteca que para colgarse de un glaciar. Y, sin embargo, se forjó en escenarios extremos.

En el Himalaya fue un escalador obstinado: se convirtió en el primer europeo en franquear los altos pasos del Tíbet, muchas veces solo, salvo por su perro, un mastín tibetano llamado Kinchin. Dibujaba, pintaba, recogía muestras y, como único lujo, se fumaba un cigarro cada noche ante la tienda. Sus colecciones viajaban río abajo a Calcuta y, de allí, a su padre —Sir William Jackson Hooker, otro gigante de la botánica— en Kew.

Esa vida de esfuerzos no le restó longevidad. Sobrevivió a casi todos sus amigos y colaboradores. En las fotografías, su barba se volvió más tupida y su mirada más severa, pero el ritmo de trabajo no aflojó. Aún asesoró al capitán Robert Scott en la preparación de su primera expedición antártica, recomendándole —con el aplomo de quien sabe lo que dice— que considerara explorar la Tierra en globo. Scott, por cierto, lo intentó.

El amigo que necesitaba Darwin

Hooker fue también una pieza clave en la historia de las ideas. Cuando Darwin comenzó a intuir que la selección natural explicaba la diversidad de la vida, se lo confió primero a él. Hooker respondió con cautela, pero sin el escándalo que otros colegas habrían mostrado. Con el tiempo se convirtió en su defensor más cercano, ayudándole a publicar El origen de las especies y defendiendo la teoría de la evolución ante audiencias hostiles.

En cierto modo, Hooker fue a Darwin lo que una brújula es a un navegante: el amigo que te dice si tu idea apunta al norte o al desastre.

Si hoy su nombre no resuena tanto como el de su amigo Darwin, la botánica no lo ha olvidado. Más de treinta especies de plantas y animales llevan su nombre, desde un iris hasta una Banksia, pasando por un caracol y un león marino.

Pero su mayor monumento quizá sea más invisible: está en las plantaciones de caucho de Asia, en las palmas aceiteras que dan trabajo y controversia en medio mundo, en los jardines de rododendros de media Europa y en la taxonomía vegetal que los botánicos siguen usando.

Epílogo

Joseph Dalton Hooker murió en 1911, con la misma discreción obstinada con la que había vivido. Dejó tras de sí una red de exploradores, horticultores y científicos que extendieron su influencia hasta bien entrado el siglo XX. Pensar en él —aquel joven flaco que escalaba a 6.000 metros con un perro y un cuaderno, o el anciano que todavía aconsejaba a exploradores polares— es recordar que la ciencia también se escribe con botas embarradas, pulmones helados y una curiosidad que no se jubila.

Dos siglos después, mientras paseamos por un parque donde florecen rododendros o bebemos un café sin hongos gracias a sus selecciones, tal vez convenga levantar la vista y brindar —con un té o un gin tonic— por aquel hombre que convirtió el planeta en un jardín y nos enseñó que clasificar una flor puede cambiar el mundo.