Durante buena parte del siglo
XIX, las ciudades europeas y norteamericanas olían a gas de hulla. Era un olor
dulzón y metálico que se colaba por rendijas, que impregnaba cortinas y que a
menudo mareaba a los recién llegados del campo. Aquel gas servía para iluminar
las casas y alimentar cocinas, pero las instalaciones eran tan imperfectas como
la costumbre de fumar en cama: las fugas no eran un accidente excepcional, sino
la rutina de cada noche.
Los partes de sucesos de la época
hablan de explosiones que derribaban tabiques, de familias que amanecían con
dolor de cabeza y de muertes atribuidas a “miasmas” o a “aire enrarecido” mucho
antes de que se entendiera el papel letal del monóxido de carbono. Una lámpara
de gas mal cerrada era casi una ruleta rusa doméstica.
A ese ambiente se le añadía el
humo de carbón, omnipresente en ciudades como Londres, Manchester, París o
Barcelona. El resultado era un aire denso, gris, que manchaba la ropa y
ennegrecía fachadas. En un salón victoriano cualquiera, respirar significaba
compartir oxígeno con azufre, benceno, monóxido y un catálogo de compuestos que
hoy obligarían a evacuar la manzana entera.
Las personas, con sus pulmones
tercos, resistían como podían. Las plantas, no. Helechos, ficus, geranios:
todos caían. Se ponían amarillos, se quedaban blandos, se rendían. A finales
del XIX, tener una maceta en casa era casi una apuesta perdida de antemano.
Y entonces apareció la
aspidistra.
Originaria de los bosques
sombríos del este de Asia, la Aspidistra elatior había evolucionado para vivir
en lo que a una orquídea le parecería un sótano: luz mínima, humedad variable,
suelo pobre. Sus hojas, gruesas como cuero y brillantes como un esmalte,
resultaron inmunes al humo de carbón, a la sequedad de las chimeneas y, lo más
sorprendente, al aire cargado de gas de hulla.
Nadie sabe quién la trajo primero
a Europa —probablemente comerciantes británicos en Cantón o en algún puerto
japonés—, pero hacia 1820 ya se vendía en viveros londinenses. La planta
encontró su destino en las casas de clase media que crecían a ritmo de revolución
industrial. El victorianismo, con su amor por la respetabilidad y la
apariencia, necesitaba un emblema discreto, resistente, barato y siempre verde.
La aspidistra encajó como anillo al dedo.
La apodaron cast-iron plant, la
planta de hierro. Ni los escapes de gas, ni el humo, ni las corrientes de aire
podían con ella. Si un salón con cortinas pesadas y lámpara de gas era una
trinchera, la aspidistra era el soldado que nunca desertaba.
Pronto se volvió casi una
declaración de intenciones. Una aspidistra bien lustrosa en el recibidor
equivalía a decir: “Aquí hay orden, decoro y cierta prosperidad que no necesita
ostentación”. No es casual que George Orwell, siempre atento a los símbolos de
su tiempo, la eligiera como metáfora de la clase media baja en Keep the
Aspidistra Flying (1936). En la novela, la planta encarna una mezcla de
dignidad, obstinación y rutina. Puede que no luzca flores ni perfumes, pero
aguanta lo que le echen, igual que las familias que sobrevivían a sueldos
cortos, a alquileres abusivos y a un aire que hoy consideraríamos irrespirable.
La aspidistra prosperó en los
barrios obreros de Londres, en las buhardillas parisinas, en las salas de estar
de Madrid. Su popularidad era tal que en muchas casas se convertía en parte del
mobiliario: se heredaba, se compartía entre vecinos, se llevaba de mudanza como
quien lleva un cuadro de familia. Si sobrevivía al invierno, al gas y a la
humedad —y casi siempre lo hacía—, el mérito no se atribuía al jardinero sino a
la propia planta, que parecía alimentarse de la adversidad.
Hubo incluso un punto de orgullo
cívico. En los años del “Great Smog” londinense, cuando la niebla amarillenta
hacía que las farolas apenas se intuyeran, las aspidistras seguían verdes. Lo
que para un helecho era sentencia de muerte para ellas era, como mucho, un día
nublado más.
Hoy el gas de hulla ha
desaparecido. Las lámparas de gas son piezas de museo. Las normas de
ventilación convertirían a un inspector victoriano en un hombre feliz. Sin
embargo, las aspidistras siguen aquí. Han perdido su condición de emblema
social —ningún decorador presume de ellas—, pero continúan en portales,
pasillos y rincones de oficinas con luz escasa. Su biografía es la de una
superviviente que ya no necesita demostrar nada.
Quizá por eso, cuando uno se cruza con una aspidistra, siente un respeto antiguo. Porque esas hojas, discretas y persistentes, son memoria viva de una época en que la vida urbana era un combate invisible contra el aire mismo. Y porque recuerdan que, incluso en un salón saturado de gas, siempre hay algo capaz de seguir fresco y verde.