En el bicentenario de Joseph Dalton Hooker
Imagine a alguien que escala
picos del Himalaya, sobrevive a tormentas antárticas, se cartea con Charles
Darwin para sacudir los cimientos de la ciencia y, de paso, introduce el
rododendro en los jardines victorianos. Todo antes de cenar. Ese alguien existió:
Joseph Dalton Hooker, nacido hace doscientos años este verano, quizá el
botánico más influyente de su siglo y, con toda probabilidad, uno de los más
resistentes seres humanos que jamás pisaron la Tierra.
Hooker pertenece a esa rara
estirpe de victorianos capaces de hacernos sentir perezosos con solo leer su
currículum. Fue director de los Reales Jardines Botánicos de Kew en su época
más decisiva. Amigo íntimo y confidente de Darwin, lo defendió cuando la teoría
de la evolución provocaba más jaquecas que un sermón dominical. Presidió la
Royal Society, ingresó en la Orden del Mérito, coescribió el manual de la flora
británica que se usó durante un siglo entero y, ya nonagenario, seguía
publicando volúmenes de plantas. Entre tanto, tuvo siete hijos de dos
matrimonios. Uno no sabe si admirarlo, sospechar que dormía dos horas al día, o
ambas cosas.
Su legado es tan ancho como la
geografía que recorrió. Las expediciones fueron su laboratorio. Primero, la
Antártida: cuatro años como cirujano asistente en la expedición de James Ross
en busca del polo magnético sur, la última gran empresa realizada exclusivamente
a vela. Después, la India y el Himalaya, con resultados que llenaron siete
tomos y un diario de viaje, Himalayan Journals (1854), que se codea con El
viaje del Beagle de Darwin y El archipiélago malayo de Alfred Wallace.
Le siguieron manuales sobre la
flora de Nueva Zelanda, Australia y Ceilán (hoy Sri Lanka), estudios de
orquídeas y rododendros indios, y centenares de artículos. Por el camino,
describió cientos de especies desconocidas, redefinió la clasificación de las
plantas silvestres y convirtió a Kew Gardens en el corazón científico de la
botánica mundial.
Hooker no solo coleccionaba
nombres latinos: buscaba utilidad. Su olfato para plantas con valor económico
cambió imperios. Fue decisivo en la introducción de la palma aceitera de África
occidental en India y Australia; de la macadamia australiana en Sudáfrica; de
variedades de café resistentes al hongo que devastó las plantaciones de Ceilán;
y de las plántulas de Hevea brasiliensis, el árbol del caucho amazónico,
en Malasia, base de una de las industrias más rentables del Imperio británico.
A finales del XIX, mientras los árboles brasileños sucumbían a un hongo letal,
Malasia lucía diez millones de ejemplares sanos.
En otras palabras: sin Hooker,
los coches del siglo XX quizás habrían rodado sin neumáticos o con ruedas mucho
más caras.
Rododendros y otras
revoluciones florales
Su fama popular llegó de la mano
de un arbusto. Hooker fue uno de los primeros europeos en contemplar un
rododendro en su hogar original, las montañas de Nepal y Sikkim. Las plantas
que envió a Kew encendieron una auténtica “Rhododendromania” victoriana,
responsable de muchos jardines que aún hoy admiramos.
No todas sus introducciones
fueron idílicas. El resistente Rhododendron ponticum, utilizado como
seto de caza, se convirtió en una plaga que todavía complica la vida de los
bosques británicos. Hooker no era ingenuo: advirtió que el bálsamo del Himalaya
—hoy omnipresente en riberas— podía tornarse “un terror para los botánicos,
engañoso y desesperadamente malvado”. Tenía, pues, la rara habilidad de
entusiasmarse con las plantas y al mismo tiempo prever sus travesuras
ecológicas.
El explorador de cuerpo frágil
y voluntad de acero
Lo más desconcertante es que este
Hércules de la botánica no parecía hecho para la intemperie. Delgado, de
aspecto estudioso, parecía más apto para una biblioteca que para colgarse de un
glaciar. Y, sin embargo, se forjó en escenarios extremos.
En el Himalaya fue un escalador
obstinado: se convirtió en el primer europeo en franquear los altos pasos del
Tíbet, muchas veces solo, salvo por su perro, un mastín tibetano llamado
Kinchin. Dibujaba, pintaba, recogía muestras y, como único lujo, se fumaba un
cigarro cada noche ante la tienda. Sus colecciones viajaban río abajo a Calcuta
y, de allí, a su padre —Sir William Jackson Hooker, otro gigante de la
botánica— en Kew.
Esa vida de esfuerzos no le restó
longevidad. Sobrevivió a casi todos sus amigos y colaboradores. En las
fotografías, su barba se volvió más tupida y su mirada más severa, pero el
ritmo de trabajo no aflojó. Aún asesoró al capitán Robert Scott en la preparación
de su primera expedición antártica, recomendándole —con el aplomo de quien sabe
lo que dice— que considerara explorar la Tierra en globo. Scott, por cierto, lo
intentó.
El amigo que necesitaba Darwin
Hooker fue también una pieza
clave en la historia de las ideas. Cuando Darwin comenzó a intuir que la
selección natural explicaba la diversidad de la vida, se lo confió primero a
él. Hooker respondió con cautela, pero sin el escándalo que otros colegas habrían
mostrado. Con el tiempo se convirtió en su defensor más cercano, ayudándole a
publicar El origen de las especies y defendiendo la teoría de la evolución ante
audiencias hostiles.
En cierto modo, Hooker fue a
Darwin lo que una brújula es a un navegante: el amigo que te dice si tu idea
apunta al norte o al desastre.
Si hoy su nombre no resuena tanto
como el de su amigo Darwin, la botánica no lo ha olvidado. Más de treinta
especies de plantas y animales llevan su nombre, desde un iris hasta una
Banksia, pasando por un caracol y un león marino.
Pero su mayor monumento quizá sea
más invisible: está en las plantaciones de caucho de Asia, en las palmas
aceiteras que dan trabajo y controversia en medio mundo, en los jardines de
rododendros de media Europa y en la taxonomía vegetal que los botánicos siguen
usando.
Epílogo
Joseph Dalton Hooker murió en
1911, con la misma discreción obstinada con la que había vivido. Dejó tras de
sí una red de exploradores, horticultores y científicos que extendieron su
influencia hasta bien entrado el siglo XX. Pensar en él —aquel joven flaco que
escalaba a 6.000 metros con un perro y un cuaderno, o el anciano que todavía
aconsejaba a exploradores polares— es recordar que la ciencia también se
escribe con botas embarradas, pulmones helados y una curiosidad que no se
jubila.
Dos siglos después, mientras paseamos por un parque donde florecen rododendros o bebemos un café sin hongos gracias a sus selecciones, tal vez convenga levantar la vista y brindar —con un té o un gin tonic— por aquel hombre que convirtió el planeta en un jardín y nos enseñó que clasificar una flor puede cambiar el mundo.