Si hubiera un concurso para
elegir al ser humano que más ha influido en el planeta… de la peor manera
posible, Thomas Midgley estaría en el podio sin discusión. No fue un dictador
ni un señor de la guerra, sino un químico de Ohio, nacido en 1889, que jamás
empuñó un arma. Sin embargo, sus inventos —dos, en particular— lograron algo con
lo que sueñan los ejércitos del mal: envenenar el aire que respiramos y
agujerear la capa que protege la vida en la Tierra.
Lo más desconcertante es que
Midgley no era un villano de novela. De hecho, quienes lo conocieron lo
describían como un hombre encantador, curioso hasta la obsesión, amante de la
poesía y de los rompecabezas mecánicos. Un ingeniero químico con 171 patentes y
una sonrisa afable. Pero su biografía parece escrita por un guionista gore.
El problema del “golpeteo”
Todo comenzó con un ruido. A
principios del siglo XX, los motores de combustión interna tenían un defecto
endiablado: el knocking, un golpeteo metálico que hacía temblar el motor
y destrozaba los pistones. General Motors, ansiosa por liderar el incipiente
mercado del automóvil, buscaba una solución. Midgley, que por entonces
trabajaba en una empresa que acabaría fusionándose con General Motors, aceptó
el reto.
Durante seis años se dedicó a
jugar con la tabla periódica como quien prueba recetas en una cocina. Iodo,
bromo, manganeso… todo acababa en fracaso. Hasta que en 1921 tropezó con el
aditivo perfecto: el tetraetilo de plomo. Bastaba una pizca para que el motor
ronroneara como un gato satisfecho. El invento fue considerado una revolución.
Solo había un problema, y no
precisamente menor: el plomo es un veneno de efectos devastadores. Pero en los
felices años veinte el entusiasmo industrial pesaba más que las precauciones
sanitarias. Midgley y su equipo aseguraron que la sustancia era segura. En
público, incluso se lavaba las manos con ella para demostrar su confianza, aunque
en privado pasaba temporadas en balnearios para recuperarse de los síntomas de
envenenamiento.
La gasolina que llovió sobre el planeta
El negocio fue un éxito
inmediato. A mediados de siglo, prácticamente todo el combustible del mundo
contenía plomo. Cada kilómetro recorrido por un coche liberaba una nube
microscópica que se colaba en los pulmones, el agua y los cultivos. Durante
décadas, miles de millones de toneladas se esparcieron por la atmósfera,
alterando el desarrollo cerebral de generaciones de niños, dañando corazones,
riñones y sistemas nerviosos.
No es una especulación moderna.
Ya en los años 20 algunos científicos advirtieron del peligro. Pero General
Motors y Standard Oil emprendieron una campaña impecable de relaciones
públicas: conferencias tranquilizadoras, estudios “independientes” y un nombre
que sonaba casi medicinal, Ethyl, para evitar la fea palabra “plomo”.
Durante medio siglo, el tetraetilo de plomo fue uno de los grandes negocios de
la humanidad… y uno de sus mayores desastres de salud pública.
De la sartén al congelador
Para cualquiera, un escándalo de
esa magnitud bastaría como récord de daños. Pero Midgley, quizá por culpa o por
pura pasión científica, se embarcó en otra misión. Esta vez el problema estaba
en las neveras. Los refrigerantes de la época —amoníaco, cloruro de metilo—
eran peligrosos: inflamables, tóxicos y proclives a explotar. La industria
pedía un gas milagroso: barato, inodoro, seguro.
En 1928 Midgley lo encontró. Los
clorofluorocarbonos (CFC), comercializados como Freón, parecían perfectos: no
tóxicos, no inflamables, increíblemente estables. Pronto enfriaron hogares,
fábricas, aviones, e incluso las primeras latas de aerosol. Nadie sospechaba
que esa misma estabilidad los haría inmortales en la atmósfera. Décadas
después, científicos como Mario Molina y Sherwood Rowland descubrirían que, una
vez liberados, los CFC viajaban hasta la estratosfera, donde la radiación
ultravioleta los descomponía, liberando cloro que destruía la capa de ozono.
Fue un descubrimiento tan
perturbador que, en 1985, el hallazgo del agujero de ozono sobre la Antártida
provocó una alarma mundial. El mundo reaccionó con el Protocolo de Montreal, un
acuerdo internacional para eliminar los CFC. Pero el daño ya estaba hecho, y
aún hoy seguimos esperando que la capa se recupere del todo.
Un hombre ingenioso, una ironía cruel
Resulta tentador imaginar a
Midgley como un doctor Frankenstein químico. La realidad es más incómoda: no
era un malvado, sino un ingeniero brillante que creía estar mejorando la vida
cotidiana. Era un hombre que escribía poemas, amaba la música y se deleitaba
con inventos ingeniosos. Su vida parecía un catálogo de logros técnicos.
Hasta que la polio le jugó una
última mala pasada. En 1940, a los 51 años, quedó parcialmente paralizado. Fiel
a su carácter, diseñó un sistema de poleas para levantarse de la cama sin
ayuda. Era, a su manera, otro ingenioso triunfo de la mecánica. Pero en
noviembre de 1944 el aparato se convirtió en su verdugo: una mañana, Midgley
quedó atrapado entre las cuerdas y murió estrangulado. El hombre que había
alterado la química del planeta sucumbía a su propio invento, en un epílogo que
parece escrito por un novelista con gusto por la ironía.
Herencia en el aire que respiramos
Thomas Midgley nunca vio las
consecuencias finales de su trabajo. El plomo en la gasolina fue prohibido en
la mayoría de los países solo a partir de los años setenta y ochenta, cuando
las pruebas de su toxicidad ya eran indiscutibles. La prohibición global de los
CFC llegó en 1987, después de que la NASA fotografiara aquel inquietante
agujero en el cielo. Pero el plomo sigue en los suelos y en el hielo ártico;
los CFC, que pueden sobrevivir un siglo, continúan su viaje en las alturas.
Algunos historiadores han dicho
que ningún individuo en la historia tuvo un impacto ambiental tan poderoso. Es
una afirmación difícil de refutar. Midgley no solo alteró la composición de la
atmósfera; cambió el curso de la salud pública mundial y, con ello, la vida de
millones de personas que jamás oyeron su nombre.
El dilema de la innovación
Su historia encierra una lección
incómoda. No fue la malicia lo que lo llevó a envenenar el planeta, sino el
entusiasmo por resolver problemas. Midgley no deseaba contaminar; quería
motores más suaves y frigoríficos más seguros. Pero la ciencia, cuando se
combina con intereses comerciales y falta de regulación, puede tener efectos de
largo alcance que nadie imagina.
Quizá la ironía final sea que
Midgley sigue entre nosotros, no como recuerdo en los libros, sino en el aire
que respiramos. Cada molécula de plomo atrapada en los suelos, cada partícula
de CFC vagando por la estratosfera, es una nota al pie de su biografía. Un
recordatorio de que incluso las mentes más brillantes pueden escribir capítulos
oscuros sin proponérselo.