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lunes, 17 de noviembre de 2025

SELVAS EN MINIATURA: GUERRAS MICROSCÓPICAS, ESPIONAJE, SABOTAJES Y SEÑALES QUÍMICAS EN LA JUNGLA

 

La antigua pelea entre plantas e insectos herbívoros es, de algún modo, la versión natural del tira y afloja entre vecinos que no se soportan. Imagínate vivir anclado al suelo —sin posibilidad de correr, esconderte o fingir que no estás en casa— mientras hordas de criaturas hambrientas revolotean a tu alrededor como clientes impacientes ante un bufé libre.

Las plantas, a pesar de su fama de seres tranquilos y pacíficos, llevan millones de años defendiéndose de este acoso constante. Y lo hacen con una creatividad que haría palidecer a cualquier departamento de defensa que se precie: sustancias amargas que desaniman al primer mordisco, venenos capaces de arruinar el día —o la vida— de un intruso, e incluso moléculas que engañan, despistan o envenenan.

Pero los insectos, que son la personificación del entusiasmo por la comida, no se dan por vencidos. Necesitan a las plantas más que estas a ellos, y han ido evolucionando para resistir, esquivar o directamente ignorar esas barreras químicas. Algunos, muy astutos, incluso usan los venenos en su propio beneficio, como si fueran pequeños alquimistas capaces de convertir un intento de asesinato en un suplemento vitamínico. Esta carrera armamentística lleva en marcha unos 400 millones de años, así que no es de extrañar que cada cierto tiempo aparezca un episodio nuevo que nos deja con la boca abierta.

Un artículo publicado en 2025 en el número 21 de Biology Letters volvió a encender los focos sobre una de las batallas más fascinantes entre árboles tropicales y mariposas. Porque las plantas, cuando las armas químicas no bastan, se buscan aliados: avispas que acuden en su ayuda cuando perciben ciertos gases de alarma, u hormigas guerreras que actúan como guardaespaldas a cambio de un poco de comida. En las selvas asiáticas, este tipo de asociaciones se convierte en una auténtica telenovela natural: traiciones, pactos, engaños, sobornos y un elenco de personajes dignos de un culebrón.

En este escenario encontramos a Macaranga, un género de árboles tropicales emparentados, aunque no lo parezca, con la flor de Pascua que adorna tantos salones en Navidad. Algunos de estos árboles segregan gotitas de néctar en puntos estratégicos para atraer a hormigas dispuestas a defenderlos. Otros ofrecen cápsulas nutritivas como si fueran aperitivos permanentes, y los más sofisticados construyen auténticos apartamentos de lujo para que las hormigas instalen su colonia en el interior de sus tallos huecos. Las hormigas, a cambio, patrullan las hojas, expulsan visitantes no deseados y, en general, actúan como un servicio de seguridad algo irascible pero bastante eficaz.

Follaje y flores de Macaranga tanarius. Parque Nacional Mount Archer. Rockhampton, Queensland. Foto.

El problema es que todo guardián, por muy feroz que sea, tiene un punto débil. En el caso de las hormigas que protegen a los Macaranga, su perdición llega en forma de unas orugas sorprendentemente ingeniosas: las larvas de ciertas mariposas azules del género Arhopala. Estas pequeñas saboteadoras han desarrollado un órgano capaz de producir una sustancia dulzona que, para las hormigas, es poco menos que una golosina irresistible. Funciona como un soborno perfecto: una gota de ese licor mágico y las hormigas olvidan su misión, su honor y su contrato tácito con el árbol. Se convierten en comparsas de las orugas, que mientras tanto devoran tranquilamente las hojas de su anfitrión. Como sistema de seguridad, es el equivalente a convencer a un vigilante nocturno de que cierre los ojos durante un robo a cambio de una napolitana de chocolate.

Ante semejante escenario, cabría pensar que las plantas están condenadas al fracaso. Pero la evolución, que nunca se rinde, tenía preparada una sorpresa. Dentro del amplio club Macaranga existe una especie singular, Macaranga trachyphylla, originaria de la isla de Borneo. A diferencia de sus parientes, esta planta está cubierta de tricomas, unos diminutos pelos en forma de gancho que le dan una textura áspera al tacto. Los tricomas son una defensa vegetal clásica —una especie de muralla medieval hecha de espinas microscópicas—, pero los de esta especie eran tan peculiares que un grupo de investigadores de Brunéi y del Reino Unido decidió examinar de cerca su funcionamiento.

Vistas ampliadas de los tricomas ganchudos de Macaranga trachyphylla bajo un microscopio electrónico de barrido. Fotos de Chowdhury et al . (Biology Letters, 21; 2025).

Para ello se adentraron en las selvas húmedas de Brunéi en busca de orugas rebeldes. Las recogieron, las pusieron sobre tallos y pecíolos de M. trachyphylla, y esperaron a ver qué ocurría. Y lo que ocurrió fue, en términos científicos estrictos, una catástrofe para las orugas. Nada más intentar dar sus primeros pasos, los tricomas se comportaron como diminutas trampas de pinchos. Los cuerpos blandos de las larvas quedaban perforados, inmovilizados sin remedio. Muchas se desangraban en cuestión de minutos. No tenian forma de avanzar, ni siquiera de retroceder. Era como si la planta hubiera desplegado un ejército de soldados minúsculos especializados en detener intrusos.

La observación al microscopio reveló algo aún más curioso: las hojas de la planta tenían muchos menos tricomas letales que los tallos y los pecíolos. Es decir, las orugas podían moverse y alimentarse sobre las hojas sin demasiados problemas. El verdadero muro defensivo estaba en los “puentes” que conectan las hojas entre sí y con el resto del árbol. Así, cualquier oruga nacida en una hoja joven, tarde o temprano, tendría que cruzar un pecíolo para llegar a la siguiente. Y esa travesía equivalía a una sentencia de muerte. Los tricomas no protegían tanto la hoja como la ruta de escape.

Hasta aquí, todo parecía indicar que M. trachyphylla había dado con una estrategia infalible, un golpe maestro en su largo duelo con las mariposas Arhopala. Por fin, una planta parecía haber encontrado un modo de poner a raya a unos herbívoros particularmente insistentes. Pero la naturaleza nunca concede victorias fáciles.

Porque en medio del estudio, los investigadores hallaron algo desconcertante: una especie de oruga que vive habitualmente en M. trachyphylla y que parece moverse sobre los tricomas como un faquir que camina descalzo sobre una tabla de pinchos. Es decir, notan el terreno, se enredan de vez en cuando, pero no sufren heridas y consiguen liberarse con la misma calma con la que uno se sacude una pelusa del jersey. Su piel, por razones aún desconocidas, resiste las púas que atraviesan a otras orugas en segundos.

¿Significa eso que estas orugas han desarrollado una defensa evolutiva especializada, una especie de blindaje cutáneo pensado para burlar el escudo peludo del árbol? Tal vez… o tal vez no. Los investigadores proponen una posibilidad aún más intrigante: puede que estas orugas ya poseyeran esa resistencia antes incluso de que la planta desarrollara sus tricomas ganchudos. Es decir, el ‘superpoder’ podría ser una casualidad evolutiva, algo que evolucionó con otra finalidad y que, por pura coincidencia, las hace inmunes a esa defensa vegetal. Sería una de esas horas tontas de la evolución, cuando dos líneas independientes terminan encajando como piezas de un rompecabezas por azar.

Lo realmente fascinante es que los tricomas de M. trachyphylla son únicos entre sus parientes. Esta especie ha apostado por una armadura especializada mientras otras Macaranga confían en la ayuda de las hormigas. Tal vez ambas estrategias convivan; tal vez compitan; tal vez la planta esté ensayando nuevas combinaciones defensivas mientras los herbívoros afinan sus trucos. En cualquier caso, observar este pulso —una carrera armamentística de millones de años comprimida en unos milímetros de tallo— es asomarse a un conflicto silencioso, tenaz y casi épico. 

Y lo mejor es que aún no sabemos quién va ganando. Pero, como en toda buena historia evolutiva, el suspense está garantizado. Hay pocas cosas tan asombrosas como ver cómo una guerra antigua y microscópica sigue desplegándose ante nosotros, hoja a hoja, tricoma a tricoma.