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martes, 23 de diciembre de 2025

PIZZA, LAGARTIJAS Y TEFLÓN: UN LADO EXTRAÑO DE LA CIENCIA

Cada año, los Premios Ig Nobel demuestran que la ciencia puede ser rigurosa, absurda y deliciosamente humana al mismo tiempo. Desde lagartijas con gustos muy precisos por la pizza hasta la peligrosa tentación de engordar la comida con teflón, estos estudios hacen reír primero y pensar después… exactamente en ese orden.

Los Premios Ig Nobel son la prueba definitiva de que la ciencia, cuando se quita la bata y se afloja el nudo de la corbata, resulta mucho más interesante. Son galardones que distinguen investigaciones científicas absolutamente reales que, en un primer momento, provocan la risa y, unos segundos después —cuando la carcajada aún no se ha extinguido del todo—, obligan a pensar. A veces incluso a pensar seriamente.

Los organiza la revista Improbable Research, bajo la batuta de un matemático llamado Marc Abrahams, y se entregan cada año en una ceremonia celebrada en la venerable Universidad de Harvard. El detalle más delicioso es que los premios los entregan auténticos ganadores del Nobel, lo que añade una capa adicional de absurdo solemne al conjunto. Su lema no oficial podría resumirse así: la ciencia es una cosa muy seria, pero no tanto.

De los diez premios concedidos este año, me quedo con dos. No porque sean los más importantes —esa categoría no existe en los Ig Nobel—, sino porque combinan dos de las grandes preocupaciones humanas: la comida y la mala idea de intentar mejorarla artificialmente.

El primero es el Premio Ig Nobel de Nutrición, otorgado a un equipo internacional que decidió invertir su tiempo libre en estudiar las preferencias alimentarias de una lagartija tropical llamada Holcosus undulatus, conocida popularmente como lagartija arcoíris. El segundo es el Premio de Química, concedido a unos investigadores que se preguntaron si añadir politetrafluoroetileno —más conocido como teflón— a los alimentos podría aumentar la sensación de saciedad sin añadir calorías. Sí, teflón. El mismo material con el que se hacen las sartenes.

Holcosus undulatus. Fuente

La pizza “cuatro estaciones” es un prodigio de simbolismo gastronómico. Está dividida en cuatro secciones, cada una dedicada a una estación del año, como si alguien hubiera decidido convertir el calendario agrícola en un plato comestible. El jamón y las aceitunas representan el invierno; las alcachofas, la primavera; la albahaca y los tomates, el verano; y los champiñones, el otoño. Todo ello sobre una base común de salsa de tomate y queso, porque incluso el simbolismo necesita una infraestructura fiable.

A millones de personas en todo el mundo les parece deliciosa. A las lagartijas arcoíris, no tanto. Lo sabemos gracias a un estudio realizado en Togo, donde estas lagartijas son tan comunes que se pasean con desparpajo por zonas urbanas, parques y terrazas. La investigación nació de una observación casual: uno de los científicos vio cómo un macho —fácil de identificar por sus colores vivos, mucho más vistosos que los de las discretas hembras— trepaba a la mesa de un turista para robarle un trozo de pizza de cuatro quesos.

Esto era extraño por dos motivos. El primero, porque robar comida a turistas es una conducta que uno espera más de las gaviotas que de los reptiles. El segundo, porque las lagartijas suelen alimentarse de insectos, no de productos italianos con denominación cultural. Intrigados, los investigadores se hicieron una pregunta perfectamente razonable: ¿qué tenía esa pizza que resultaba tan irresistible? ¿Había algo especialmente atractivo en la variedad de cuatro quesos?

Para averiguarlo, diseñaron un experimento de esos que hacen que uno agradezca que la ciencia aún conserve cierto espíritu lúdico. Colocaron platos con pizza de cuatro quesos y pizza de cuatro estaciones en el suelo, separados unos diez metros entre sí y a una distancia prudente de los árboles donde solían verse las lagartijas. Instalaron cámaras y esperaron.

En menos de quince minutos, las lagartijas acudieron en tropel. Pero lo hicieron con una unanimidad inquietante: todas se dirigieron a la pizza de cuatro quesos. La pizza cuatro estaciones fue ignorada con un desprecio absoluto, como si representara un error evolutivo imperdonable.

¿Qué señal química las atrajo? Nadie lo sabe. Sigue siendo un misterio qué componente invisible convierte a una pizza en irresistible para un reptil tropical y a otra en un fracaso total.

¿Tiene utilidad práctica este estudio? Probablemente no, salvo en el improbable caso de que algún día tengas una lagartija arcoíris como mascota y quieras ganarte su afecto. En ese caso, olvida los insectos: una rebanada de cuatro quesos será suficiente. Al menos, el estudio tiene la virtud de no haber dilapidado grandes fondos públicos. El presupuesto se limitó, esencialmente, al precio de unas cuantas porciones de pizza.

La pizza, sin embargo, es muy calórica. Y aquí entra en escena el segundo estudio galardonado, que propone una solución digna de un villano de cómic científico: mezclar teflón en polvo con los alimentos. La idea apareció en un artículo de 2016 publicado en el Journal of Diabetes Science and Technology. Los autores partían de una premisa correcta: la saciedad depende, en parte, de la distensión del estómago. Si el estómago se llena, el cerebro recibe el mensaje de que ya basta.

Su propuesta era aumentar artificialmente el volumen de la comida con un agente de carga no metabolizable. El teflón parecía ideal: es resistente al calor, no tiene sabor, es químicamente inerte y, en teoría, atraviesa el sistema digestivo sin interactuar con él. Según los autores, mezclar una parte de teflón con tres partes de comida podría aumentar la saciedad y reducir la ingesta calórica.

El artículo cita estudios en los que ratas alimentadas con cantidades generosas de teflón no sufrieron efectos adversos y recuerda que el material se utiliza con seguridad en procedimientos quirúrgicos. También señala que partículas mayores de cierto tamaño no atraviesan la barrera intestinal. Todo esto puede ser cierto. Pero hay una pregunta incómoda que los autores apenas abordan: ¿qué ocurre después?

El teflón no desaparece por arte de magia. Sale del cuerpo, entra en el sistema de alcantarillado y, tras un largo viaje por sifones, depuradoras y tuberías, acaba fragmentándose en partículas cada vez más pequeñas: los temidos nanoplásticos. Esos mismos nanoplásticos que luego regresan a nosotros a través del agua potable o de los alimentos y que sí pueden atravesar nuestras barreras biológicas.

Así que no, alimentar a la gente con teflón no parece una buena idea. Tampoco dárselo a las lagartijas arcoíris, por muy mucho que les guste la pizza.

¿Qué tienen en común ambos estudios? Además de haber sido distinguidos con el Premio Ig Nobel —una parodia del Nobel que primero hace reír y luego obliga a reflexionar—, no demasiado. El estudio de las lagartijas es divertido e inofensivo. El del teflón, en cambio, es una de esas ideas que conviene dejar tranquilitas en el papel.

A mí, en cualquier caso, se me ha abierto el apetito. Esta noche pediré una pizza cuatro estaciones. Como no soy una lagartija, me permitiré ignorar su opinión experta y comerla tranquilamente, aunque me saltaré el cuarto de invierno con jamón y aceitunas. Es demasiado salado. Incluso para un humano.