miércoles, 24 de diciembre de 2025

LO QUE LOS BELENES DICEN SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL CRISTIANISMO

El belén parece una escena inmutable, pero en realidad es un espejo: refleja, siglo tras siglo, la forma en que el cristianismo se ha entendido a sí mismo.

Cada diciembre, cuando el calendario se queda sin hojas y el frío obliga a mirar hacia dentro, reaparece el belén. Surge en una esquina de la iglesia, en el aparador de una tienda y, sostenido por una tabla y dos caballetes, en el mueble más inestable del salón familiar. Un niño desnudo sobre paja limpia, una madre con gesto de aceptación infinita, un padre que parece no acabar de entender qué hace allí, un buey pensativo y un burro con cara de haberlo visto todo. Luego llegan los pastores, siempre apresurados, y más tarde —cuando ya se han servido los dulces— aparecen los Reyes Magos, cargados de regalos y de exotismo.

Se suele decir (erróneamente) que el belén nació en 1223, cuando San Francisco de Asís decidió representar el nacimiento de Jesús en una cueva de Greccio con un pesebre, un buey y un burro. La escena, según sus biógrafos, buscaba conmover más que explicar: tocar el corazón antes que ilustrar la doctrina. Aquel gesto franciscano —pobre, directo, casi ingenuo— marcó profundamente el imaginario cristiano. Pero no fue el principio. Fue, más bien, una inflexión.

Mucho antes de Francisco, cuando el cristianismo aún caminaba con pies inseguros por los márgenes del Imperio romano, ya existían imágenes del nacimiento de Cristo. El problema era que los Evangelios canónicos no ofrecían demasiados detalles. De los cuatro, solo el de Lucas se detiene en el niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre, rodeado de pastores y ángeles. Mateo, en cambio, introduce a los Magos guiados por una estrella y pasa rápidamente al drama político de Herodes. Entre ambos relatos quedaban demasiados silencios.

Durante siglos, esos silencios se llenaron con imágenes parciales. Una de las más antiguas se conserva en la Catacumba de Priscila, en Roma: una pintura mural de finales del siglo III o comienzos del IV donde María sostiene al niño mientras recibe a los Magos. Allí ya están los regalos y, por tanto, ya son tres los visitantes, aunque el texto bíblico nunca lo diga. El énfasis no está en el niño, sino en el movimiento: hombres que vienen de lejos buscando algo que no saben nombrar. El cristianismo primitivo se reconocía en esa búsqueda.

Representación de la Adoración de los Magos en un sarcófago del siglo IV del cementerio de Santa Inés en Roma. Dominio público vía Wikimedia Commons.

Con el tiempo, la escena ganó solemnidad. En un sarcófago del siglo IV hallado en el cementerio de Santa Inés, los Magos aparecen acompañados de camellos y avanzan bajo una estrella casi geométrica. Y en el siglo V, cuando el cristianismo ya es religión oficial del Imperio, la humildad inicial se diluye. En la basílica romana de Santa María la Mayor, un mosaico muestra al Niño Jesús entronizado como un emperador en miniatura, rodeado de ángeles y figuras misteriosas. No hay pastores ni animales. Aquí no nace un niño: se manifiesta un rey.

Algo parecido ocurre en Rávena, donde un mosaico del siglo VI presenta a María vestida de púrpura imperial, sentada en trono y sosteniendo a su hijo mientras los Magos —ya con nombre propio: Melchor y Gaspar y Baltasar— ofrecen sus dones. El cristianismo de la Antigüedad tardía necesitaba subrayar la majestad divina, no la fragilidad humana. El belén, tal como hoy lo entendemos, aún estaba lejos.

Detalle de un mosaico del siglo VI en la Basílica de Sant'Apollinare Nuovo en Rávena, Italia Dominio público a través de Wikimedia Commons

La separación litúrgica entre la Navidad y la Epifanía terminó de ordenar el relato. El nacimiento se celebraría alrededor del solsticio de invierno, el 25 de diciembre; la visita de los Magos, el 6 de enero. Al apartar a los reyes unos días, el cristianismo abrió espacio para una escena más íntima. El foco volvió al pesebre. Un relieve conservado en Atenas, de finales del siglo IV o principios del V, muestra a un bebé fajado, vigilado solo por un buey y un burro. Es una imagen casi doméstica. Dios ha bajado a ras de suelo.

En Roma, la basílica de Santa María la Mayor mantuvo una relación constante con esta iconografía. Hay indicios de que ya en el siglo V se exhibía allí una recreación del nacimiento. Como escribe Maureen C. Miller, historiadora de la Universidad de California, Berkeley, en Clothing the Clergy: Virtue and Power in Medieval Europe, c. 800-1200, el papa Gregorio VII estaba celebrando una misa de Navidad en la basílica, «donde se había construido un belén cerca del altar mayor para que todos pudieran contemplar el evento de la historia de la salvación que se conmemoraba», cuando fue secuestrado por hombres armados en 1075.

Los detalles de ese belén son escasos; hay mucha más información disponible sobre un belén del siglo XIII en Santa Maria la Mayor que sobrevive hasta nuestros días. En 1292, el papa Nicolás IV, primer pontífice franciscano, encargó a Arnolfo di Cambio un belén de mármol que aún se conserva. María ocupa el centro, no solo como madre, sino como Theotokos, madre de Dios, un título fijado en el Concilio de Éfeso en 431. El belén se convierte así en una lección de teología tallada en piedra.

Luego llegó el Barroco y todo se desbordó. En Nápoles, los belenes dejaron de ser escenas para convertirse en mundos. Calles enteras, mercados, tabernas, ruinas clásicas, montañas de corcho y papel maché. El nacimiento de Cristo sucedía en medio de la vida cotidiana. La gente se reconocía allí: el pescadero, la lavandera, el músico callejero. El cristianismo barroco entendió que, para sobrevivir, debía mezclarse con la realidad. 

De la mano de la corte ilustrada de Carlos III, el belén napolitano —teatral, minucioso y exuberante— se instaló definitivamente en España como una moda cortesana que pronto acabaría filtrándose a la devoción popular. El monarca, que había reinado en Nápoles antes de ceñir la corona española, importó no solo ministros y gustos artísticos, sino también esa manera barroca de contar la Navidad como un gran escenario lleno de vida. En ese contexto encargó al escultor valenciano Esteve Bonet la realización del llamado Belén del Príncipe, destinado a la educación y deleite de su hijo, el futuro Carlos IV. Aquel conjunto, concebido como una obra didáctica y artística a la vez, se conserva hoy y se exhibe en el Palacio Real de Madrid, testimonio de cómo el belén pasó de ser devoción italiana para convertirse en patrimonio cultural español.

Una de las múltiples escenas del Belén del Príncipe del Palacio Real de Madrid. Fuente.

Esa exuberancia chocó frontalmente con el protestantismo. En el siglo XVI, muchas regiones de Europa destruyeron sus belenes por considerarlos idolatría. Los puritanos ingleses fueron especialmente severos. Sin embargo, al cruzar el Atlántico, esa hostilidad se fue suavizando. En América, el belén se refugió en las casas, convertido más en adorno que en objeto de culto.

Los moravos fundaron la ciudad de Belén, en Pensilvania, en 1741, y llevaron consigo sus escenas de la Natividad, que incluían paisajes locales. En Francia, durante la Revolución, los santones provenzales sobrevivieron a escondidas cuando las iglesias cerraron. El belén demostró una capacidad extraordinaria para adaptarse: podía ser clandestino, doméstico, popular o sofisticado, según las circunstancias.

En el siglo XXI, el belén se ha vuelto un campo de batalla simbólico. Su presencia en espacios públicos genera debates, recursos judiciales y provocaciones creativas. Desde belenes alternativos promovidos por iglesias paródicas hasta escenas donde conviven la Sagrada Familia y personajes de la cultura pop. Incluso el Vaticano sorprendió en 2020 con un belén futurista que muchos compararon con ciencia ficción. La tradición, lejos de fosilizarse, sigue mutando.

Y mientras tanto, en la Via San Gregorio Armeno de Nápoles, los artesanos continúan fabricando figuras nuevas cada año: futbolistas, políticos, pizzaiolos, celebridades. Entre ellos, el papa Francisco, que comparte nombre con el santo que hizo del belén un acto de cercanía. Nada parece fuera de lugar en ese pequeño universo.

El belén de 2020 en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Foto de Vincenzo Pinto/AFP

Quizá ahí resida el secreto de su longevidad. El belén no es solo una escena del pasado; es una invitación. Permite a cada época, a cada cultura, colocarse junto al pesebre y mirarse en él. En miniatura, el mundo entero cabe alrededor de un niño indefenso. Y en ese gesto —tan simple, tan repetido— el cristianismo ha ido contando, sin palabras, su propia historia.

martes, 23 de diciembre de 2025

PIZZA, LAGARTIJAS Y TEFLÓN: UN LADO EXTRAÑO DE LA CIENCIA

Cada año, los Premios Ig Nobel demuestran que la ciencia puede ser rigurosa, absurda y deliciosamente humana al mismo tiempo. Desde lagartijas con gustos muy precisos por la pizza hasta la peligrosa tentación de engordar la comida con teflón, estos estudios hacen reír primero y pensar después… exactamente en ese orden.

Los Premios Ig Nobel son la prueba definitiva de que la ciencia, cuando se quita la bata y se afloja el nudo de la corbata, resulta mucho más interesante. Son galardones que distinguen investigaciones científicas absolutamente reales que, en un primer momento, provocan la risa y, unos segundos después —cuando la carcajada aún no se ha extinguido del todo—, obligan a pensar. A veces incluso a pensar seriamente.

Los organiza la revista Improbable Research, bajo la batuta de un matemático llamado Marc Abrahams, y se entregan cada año en una ceremonia celebrada en la venerable Universidad de Harvard. El detalle más delicioso es que los premios los entregan auténticos ganadores del Nobel, lo que añade una capa adicional de absurdo solemne al conjunto. Su lema no oficial podría resumirse así: la ciencia es una cosa muy seria, pero no tanto.

De los diez premios concedidos este año, me quedo con dos. No porque sean los más importantes —esa categoría no existe en los Ig Nobel—, sino porque combinan dos de las grandes preocupaciones humanas: la comida y la mala idea de intentar mejorarla artificialmente.

El primero es el Premio Ig Nobel de Nutrición, otorgado a un equipo internacional que decidió invertir su tiempo libre en estudiar las preferencias alimentarias de una lagartija tropical llamada Holcosus undulatus, conocida popularmente como lagartija arcoíris. El segundo es el Premio de Química, concedido a unos investigadores que se preguntaron si añadir politetrafluoroetileno —más conocido como teflón— a los alimentos podría aumentar la sensación de saciedad sin añadir calorías. Sí, teflón. El mismo material con el que se hacen las sartenes.

Holcosus undulatus. Fuente

La pizza “cuatro estaciones” es un prodigio de simbolismo gastronómico. Está dividida en cuatro secciones, cada una dedicada a una estación del año, como si alguien hubiera decidido convertir el calendario agrícola en un plato comestible. El jamón y las aceitunas representan el invierno; las alcachofas, la primavera; la albahaca y los tomates, el verano; y los champiñones, el otoño. Todo ello sobre una base común de salsa de tomate y queso, porque incluso el simbolismo necesita una infraestructura fiable.

A millones de personas en todo el mundo les parece deliciosa. A las lagartijas arcoíris, no tanto. Lo sabemos gracias a un estudio realizado en Togo, donde estas lagartijas son tan comunes que se pasean con desparpajo por zonas urbanas, parques y terrazas. La investigación nació de una observación casual: uno de los científicos vio cómo un macho —fácil de identificar por sus colores vivos, mucho más vistosos que los de las discretas hembras— trepaba a la mesa de un turista para robarle un trozo de pizza de cuatro quesos.

Esto era extraño por dos motivos. El primero, porque robar comida a turistas es una conducta que uno espera más de las gaviotas que de los reptiles. El segundo, porque las lagartijas suelen alimentarse de insectos, no de productos italianos con denominación cultural. Intrigados, los investigadores se hicieron una pregunta perfectamente razonable: ¿qué tenía esa pizza que resultaba tan irresistible? ¿Había algo especialmente atractivo en la variedad de cuatro quesos?

Para averiguarlo, diseñaron un experimento de esos que hacen que uno agradezca que la ciencia aún conserve cierto espíritu lúdico. Colocaron platos con pizza de cuatro quesos y pizza de cuatro estaciones en el suelo, separados unos diez metros entre sí y a una distancia prudente de los árboles donde solían verse las lagartijas. Instalaron cámaras y esperaron.

En menos de quince minutos, las lagartijas acudieron en tropel. Pero lo hicieron con una unanimidad inquietante: todas se dirigieron a la pizza de cuatro quesos. La pizza cuatro estaciones fue ignorada con un desprecio absoluto, como si representara un error evolutivo imperdonable.

¿Qué señal química las atrajo? Nadie lo sabe. Sigue siendo un misterio qué componente invisible convierte a una pizza en irresistible para un reptil tropical y a otra en un fracaso total.

¿Tiene utilidad práctica este estudio? Probablemente no, salvo en el improbable caso de que algún día tengas una lagartija arcoíris como mascota y quieras ganarte su afecto. En ese caso, olvida los insectos: una rebanada de cuatro quesos será suficiente. Al menos, el estudio tiene la virtud de no haber dilapidado grandes fondos públicos. El presupuesto se limitó, esencialmente, al precio de unas cuantas porciones de pizza.

La pizza, sin embargo, es muy calórica. Y aquí entra en escena el segundo estudio galardonado, que propone una solución digna de un villano de cómic científico: mezclar teflón en polvo con los alimentos. La idea apareció en un artículo de 2016 publicado en el Journal of Diabetes Science and Technology. Los autores partían de una premisa correcta: la saciedad depende, en parte, de la distensión del estómago. Si el estómago se llena, el cerebro recibe el mensaje de que ya basta.

Su propuesta era aumentar artificialmente el volumen de la comida con un agente de carga no metabolizable. El teflón parecía ideal: es resistente al calor, no tiene sabor, es químicamente inerte y, en teoría, atraviesa el sistema digestivo sin interactuar con él. Según los autores, mezclar una parte de teflón con tres partes de comida podría aumentar la saciedad y reducir la ingesta calórica.

El artículo cita estudios en los que ratas alimentadas con cantidades generosas de teflón no sufrieron efectos adversos y recuerda que el material se utiliza con seguridad en procedimientos quirúrgicos. También señala que partículas mayores de cierto tamaño no atraviesan la barrera intestinal. Todo esto puede ser cierto. Pero hay una pregunta incómoda que los autores apenas abordan: ¿qué ocurre después?

El teflón no desaparece por arte de magia. Sale del cuerpo, entra en el sistema de alcantarillado y, tras un largo viaje por sifones, depuradoras y tuberías, acaba fragmentándose en partículas cada vez más pequeñas: los temidos nanoplásticos. Esos mismos nanoplásticos que luego regresan a nosotros a través del agua potable o de los alimentos y que sí pueden atravesar nuestras barreras biológicas.

Así que no, alimentar a la gente con teflón no parece una buena idea. Tampoco dárselo a las lagartijas arcoíris, por muy mucho que les guste la pizza.

¿Qué tienen en común ambos estudios? Además de haber sido distinguidos con el Premio Ig Nobel —una parodia del Nobel que primero hace reír y luego obliga a reflexionar—, no demasiado. El estudio de las lagartijas es divertido e inofensivo. El del teflón, en cambio, es una de esas ideas que conviene dejar tranquilitas en el papel.

A mí, en cualquier caso, se me ha abierto el apetito. Esta noche pediré una pizza cuatro estaciones. Como no soy una lagartija, me permitiré ignorar su opinión experta y comerla tranquilamente, aunque me saltaré el cuarto de invierno con jamón y aceitunas. Es demasiado salado. Incluso para un humano.

lunes, 22 de diciembre de 2025

TRAS LA SOMBRA DE JOHN WESLEY HARDIN: PLACA, POLVO Y CARRETERA

John Wesley Hardin mató, huyó, escribió su autobiografía y murió por la espalda. El resto es paisaje.


Viajé a El Paso con la idea equivocada de que los desiertos son silenciosos y calientes. El de Chihuahua, al caer la tarde, es frío como una nevera y suena como una sartén olvidada al fuego: chasquidos, crujidos, el roce persistente de algo que se mueve cuando uno no mira. El silencio, aprendí pronto, es una ficción urbana. Vine siguiendo una pista improbable —una muerte por la espalda en una cantina— y acabé entendiendo que en el Oeste la geografía tiene memoria y, además, rencor.

El Paso se estira a lo largo del Río Grande como un argumento mal cerrado. Hay puentes, aduanas, carteles luminosos y un sol que parece decidido a quedarse a vivir. Después de superar una tormenta de polvo que duró varias horas, caminé por el centro con esa sensación de turista que llega tarde a una fiesta histórica: todo ocurrió antes y alguien ha barrido los restos. En una esquina discreta, casi tímida, una placa recuerda que aquí cayó John Wesley Hardin. No dice mucho más. Las placas nunca dicen mucho; son el Twitter de la Historia, frases comprimidas para que nadie haga demasiadas preguntas.

Entré en un bar que presume de antigüedad con la misma desvergüenza con la que algunos hoteles europeos aseguran haber alojado a Napoleón. Pedí una cerveza y miré alrededor buscando fantasmas. No apareció ninguno, pero sí una conversación vecina sobre béisbol, una televisión con un partido irrelevante y una rockola que sonaba demasiado moderna para el siglo XIX. Aun así, pensé en Hardin apoyado en la barra, creyéndose a salvo, y en lo breve que es el futuro cuando el pasado te pisa los talones con botas de cuero.

Antes de abandonar la ciudad, tomé un desvío hacia el Concordia Cemetery, que no es un lugar solemne sino práctico. Más que silencio hay polvo, más que recogimiento hay tráfico cercano y un sol que no entiende de respeto a los muertos. Las tumbas se alinean sin jerarquía clara, como si la Historia hubiera renunciado a ordenar a sus personajes secundarios.

La tumba de John Wesley Hardin en el cementerio de Concordia, El Paso. El pistolero murió en 1895 de un disparo por la espalda; hoy descansa bajo una estructura metálica que protege menos sus restos que su leyenda.

Aquí descansan pistoleros, alguaciles, soldados, niños, inmigrantes mexicanos y comerciantes que no salieron en ningún libro. La tumba de Hardin está protegida por una jaula de hierro, una precaución tardía contra los souvenirs humanos: durante años, los visitantes se llevaron fragmentos de lápida como quien arranca páginas de un mal western. Caminando entre las sepulturas uno entiende que el Oeste no terminó; simplemente se cansó y se tumbó a esperar. El cementerio no glorifica ni condena: archiva. Y en ese archivo improvisado, Hardin ocupa el espacio exacto de un hombre que mató demasiado pronto y murió demasiado tarde para convertirse en mito completo.

Viajar tras los pasos de un pistolero es un ejercicio raro. Uno espera balazos y encuentra parkings. Espera polvo y halla aire acondicionado. Pero Texas es grande y paciente, y concede segundas oportunidades a la imaginación. A la mañana siguiente apunté el morro del coche hacia el norte, rumbo a Abilene. La carretera salió a mi encuentro con la franqueza de una línea recta: nada de curvas innecesarias, nada de metáforas amables.

Conducir por el oeste de Texas es aceptar que el tiempo se dilata. Las vallas de espino se repiten como una mala rima, el ganado mastica con la calma de quien ha visto demasiados forasteros y las gasolineras aparecen justo cuando empiezas a pensar que tal vez ya no existen. El coche se convierte en confidente. Las ideas se ordenan en frases largas, y uno empieza a pensar como piensa el paisaje: sin prisa y sin indulgencia.

Hardin no era un villano de opereta ni un héroe con sombrero blanco. Era un producto. Un hijo de un predicador tan celoso de su ministerio que bautizó a su hijo con el nombre del fundador del metodismo, John Wesley. Nació en una tierra donde la ley llegaba tarde y mal, donde el talento —para disparar, para huir, incluso para estudiar Derecho en prisión— funcionaba como una moneda más. La carretera ayuda a entenderlo. Aquí todo se mueve despacio excepto la violencia.

Paré en un diner de esos que parecen existir solo para justificar un cruce de carreteras. Era un lugar rectangular y oscuro de techo alto. Unos cuantos bancos de madera acolchados dispuestos como un laberinto. Enfrentados o dándose la cara y tan pegados entre sí que dificultaban el paso. Al fondo había un espejo sombrío y, encima, una cabeza de ciervo con un puro encajado en la boca.

Por lo general, en Texas uno siempre sabe que puede conseguir un buen filete de ternera empanado o uno de esos pantagruélicos filetazos inundado en salsa blanca y pimienta negra, pero me dio el pálpito de que en aquel lugar me iban a servir un medallón prefabricado de carne picada en lugar de un buen pedazo de carne fresca. Así que, por si acaso, pedí algo que se parecía al pollo frito por parentesco lejano. La camarera me preguntó de dónde venía. Le dije que de El Paso y que iba persiguiendo historias. Sonrió con la indulgencia de quien ha oído eso antes y me rellenó el café sin pedir permiso. En Estados Unidos, el café es una promesa autocumplida: siempre habrá más, aunque no sepas muy bien por qué.

Mientras conduzco y escucho a Bob Dylan cantando a Harding, Abilene aparece sin dramatismo. No hay arco de triunfo ni cartel grandilocuente. Es una ciudad que fue importante cuando serlo consistía en sobrevivir. Aquí Hardin se cruzó con la ley de la manera más educada posible: sin disparar. Paseé por el centro con la sensación de que todo estaba ligeramente fuera de escala, como si alguien hubiera bajado el volumen del pasado para no molestar a los vecinos.

Abilene tiene la elegancia cansada de los lugares que se hicieron famosos por algo que hoy suena a anécdota. Las calles son anchas, los edificios bajos, y el viento parece llevarse cualquier exceso de entusiasmo. Me senté en un banco frente a lo que fue el distrito donde el ruido de las pistolas dictaba la gramática. Pensé en la extraña cortesía del duelo, en ese pacto implícito de mirarse a los ojos antes de intentar borrar al otro del mapa. En la América actual, la violencia suele preferir la espalda, el anonimato, la estadística.

Entré en un pequeño museo local. Una vitrina mostraba armas que ya no asustan a nadie. Hierro viejo, madera gastada, nombres que necesitan contexto para decir algo. Me sorprendió pensar que Hardin, el abogado tardío, habría apreciado la ironía: al final lo que queda son objetos mudos y versiones contradictorias. La Historia, como los jurados, nunca se pone de acuerdo del todo.

Salí de Abilene al atardecer, pero no directamente. Di vueltas sin necesidad, buscando carreteras secundarias, prolongando el viaje como quien no quiere cerrar un libro demasiado pronto. El asfalto se volvía más rugoso, los pueblos más pequeños, los nombres más difíciles de recordar. Comprendí que el Oeste no se entiende en línea recta, aunque se recorra así.

De regreso hacia El Paso, la noche cayó de golpe. El desierto, ahora sí, guardaba silencio. Un silencio trabajado, como si hubiera aprendido a callar después de decir demasiado durante el día. Me acordé de La vida de John Wesley Hardin, según lo escrito por él mismo, la autobiografía que Hardin escribió para justificarse y en lo inútil que es justificarse ante el tiempo. El tiempo no absuelve ni condena: archiva.

Antes de irme, crucé el puente y miré el río. El Río Grande no parecía una frontera, más bien una pausa. Entendí entonces que el Oeste no es un lugar concreto, sino una discusión interminable sobre la ley, la suerte y la velocidad con la que uno desenfunda. El debate sigue, solo que ahora usa otros calibres y otros titulares.

Dejé El Paso al amanecer. El sol ya estaba allí. Hardin no. El Oeste siguió funcionando sin él.

LOS HUEVOS DEL CUCO: BREVE HISTORIA DE UN ENGAÑO EVOLUTIVO

De Aristóteles a la genómica moderna, cómo un simple huevo reveló uno de los trucos más sofisticados de la evolución.

Si uno quiere entender cómo funciona la naturaleza, conviene empezar por asumir que no siempre hace las cosas como uno espera. Por ejemplo: estamos acostumbrados a pensar que el sexo se decide mediante una especie de sorteo cromosómico en el que el padre tiene la última palabra. X o Y, niño o niña. Pero en buena parte del reino animal —aves, mariposas, algunos reptiles— el reparto de papeles es justo el contrario. Allí manda la madre. Literalmente.

Este es el llamado sistema ZW de determinación del sexo, un mecanismo en el que las hembras poseen dos cromosomas distintos (Z y W) y los machos dos iguales (ZZ). Durante la formación de los óvulos, la hembra produce gametos que contienen o bien un cromosoma Z o bien un cromosoma W, y esa diferencia decide el sexo de la descendencia. El padre, en este sistema, aporta siempre lo mismo. No vota. No desempata. Simplemente acompaña.

Este detalle, que podría parecer una nota al pie de un manual de biología, resulta clave para entender uno de los engaños más sofisticados de la evolución: el del cuco y sus huevos impostores. Y lo curioso es que llevamos observándolo desde hace más de dos mil años, aunque durante la mayor parte de ese tiempo no tuviéramos ni idea de lo que estaba pasando.

La historia comienza hacia el 350 a. C., cuando Aristóteles, en su Historia de los animales, dejó constancia de que el cuco depositaba sus huevos en nidos ajenos y, en ocasiones, empujaba fuera los huevos legítimos del anfitrión. El diagnóstico era correcto; la explicación, no tanto. Aristóteles pensaba que el cuco era un ave cobarde y débil, incapaz de defender a sus propias crías, y que por eso recurría a otras aves como niñeras involuntarias. No era mala imaginación, pero no era ciencia.

Durante siglos, el asunto quedó ahí, flotando entre la anécdota y la fábula naturalista. No fue hasta el siglo XVII cuando los primeros intentos de clasificación sistemática de las aves empezaron a tomarse el problema en serio. Naturalistas como John Ray sentaron las bases para observar la reproducción con algo más de método y menos conjeturas morales. Poco después, el médico y coleccionista irlandés Hans Sloane registró diversos comportamientos extraños de cría en la naturaleza, entre ellos la sorprendente adopción de huevos de cuco por otras especies.

Pero el verdadero punto de inflexión llegó en el siglo XVIII con Gilbert White, un observador paciente y minucioso que documentó con detalle el parasitismo de cría del cuco y, lo que es más importante, la extraordinaria similitud entre los huevos del cuco y los del ave hospedadora. White no conocía la genética —nadie la conocía—, pero había entendido algo fundamental: aquello no podía ser casualidad.

Cuando en el siglo XIX la teoría de la evolución por selección natural de Charles Darwin empezó a transformar la biología, el cuco se convirtió en un ejemplo de manual. Los ornitólogos darwinistas comprendieron rápidamente que había una carrera armamentística evolutiva entre el parásito y sus víctimas: aves que aprendían a reconocer huevos extraños frente a cucos cada vez más hábiles en la imitación. Sin genética, pero con mucha intuición, Alfred Newton fue uno de los primeros en reconocer que la imitación de huevos era un fenómeno adaptativo altamente especializado.

Lo que nadie sabía entonces —ni podía saber— era cómo se transmitía esa especialización de generación en generación sin fragmentar la especie en varias distintas. La respuesta ha llegado muy recientemente, cuando la genómica ha permitido mirar dentro del cuco con la precisión de un relojero suizo.

Los estudios actuales muestran que el color básico del huevo del cuco se hereda casi exclusivamente por vía materna. Los genes responsables están ligados al cromosoma W, presente solo en las hembras, y a la herencia mitocondrial, que también pasa únicamente de madre a hija. El resultado es una línea femenina sorprendentemente estable: una hembra que pone huevos azulados tendrá hijas, nietas y bisnietas que pondrán huevos del mismo color, perfectamente adaptados a engañar a la misma especie hospedadora.

Las manchas —el punteado, la distribución irregular, los pequeños detalles— cuentan otra historia. Esos rasgos dependen de genes heredados de ambos padres y aportan un margen de variación, como si la naturaleza permitiera cierto grado de improvisación estética sobre un fondo estrictamente controlado.

Diferentes huevos de cuco en distintos nidos de tres especies europeas Las flechas negras señalan los huevos del cuco común (Cuculus canorus). Modificado a partir de doi: 10.1016/j.cub.2022.07.052

Y aquí viene lo realmente elegante del asunto: a pesar de esta especialización extrema, el cuco no se ha dividido en especies distintas. Desde el punto de vista del resto del genoma, el intercambio genético continúa con normalidad. Los machos se cruzan con hembras de distintos linajes de huevo, y todo se mezcla… excepto el rasgo crucial. Es una solución evolutiva brillante: colocar la característica más importante —la que decide el éxito o el fracaso reproductivo— bajo control casi exclusivo de la madre, aprovechando las reglas particulares del sistema ZW.

De este modo, el cuco ha resuelto un problema que obsesiona a los biólogos evolutivos desde Darwin: cómo adaptarse de forma muy precisa sin romper la cohesión de la especie. La respuesta, como tantas otras veces, no está en hacer más, sino en hacer menos y hacerlo mejor.

Así, más de dos mil años después de que Aristóteles sospechara que algo raro ocurría en los nidos ajenos, sabemos que el cuco no es ni cobarde ni débil. Es, simplemente, un maestro del engaño genético. Y en ese engaño, como en tantas decisiones fundamentales de la vida, la madre tiene la última palabra.

domingo, 21 de diciembre de 2025

EL ROSTRO OLVIDADO DE NUESTRA ESPECIE O DE CÓMO LA HUMANIDAD FUE UNA MULTITUD

Un cráneo hallado en China reabre el debate sobre los denisovanos, los neandertales y las inesperadas mezclas que dieron forma a nuestra especie.

Durante mucho tiempo creímos que la evolución humana era una especie de pasillo largo y mal iluminado: entrabas siendo algo simiesco y salías convertido en Homo sapiens, con alguna parada intermedia para estirar las piernas. En realidad, era más bien una estación abarrotada en hora punta, llena de especies parecidas, cruces inesperados y encuentros que hoy nos incomodan un poco. La llamada cara del hombre dragón, reconstruida a partir del famoso cráneo de Harbin, ha vuelto a recordarnos que nuestra historia no es limpia ni ordenada, sino una trama compleja, compartida y, en muchos casos, sorprendentemente íntima.

Ese rostro ancho, con arcos superciliares poderosos y un aire a la vez primitivo y cercano, se ha asociado a una especie propuesta en 2021: Homo longi. Pero más allá del nombre, lo que ha reavivado el debate es la posibilidad de que este individuo represente, en realidad, a los denisovanos, una población humana misteriosa conocida hasta hace poco por fragmentos óseos mínimos y un puñado de genes dispersos por el planeta.

El cráneo de Harbin

Los denisovanos deben su nombre a la cueva de Denisova, en Siberia, donde en 2010 apareció un diminuto hueso de dedo que no parecía gran cosa hasta que alguien decidió secuenciar su ADN. El resultado fue desconcertante: no era neandertal, no era Homo sapiens y, sin embargo, estaba claramente emparentado con ambos. Era, por decirlo suavemente, un pariente al que nadie había invitado a la reunión familiar. Desde entonces, los denisovanos se han convertido en una especie fantasma: sabemos que existieron, que se extendieron por gran parte de Asia y que dejaron descendencia, pero casi no sabemos cómo eran físicamente.

Ahí es donde entra la cara del hombre dragón. Si ese cráneo robusto, hallado en el noreste de China y datado en al menos 146 000 años, resulta ser denisovano, estaríamos ante el primer rostro completo de esta población. Y eso cambiaría muchas cosas, empezando por nuestra manera de imaginar a los antiguos humanos de Asia. Ya no serían solo una nota a pie de página genética, sino personas con cara, mandíbula, cejas y, probablemente, historias bastante complicadas.

Para entender por qué esto importa, conviene aclarar quiénes eran sus parientes más famosos: los neandertales. Los neandertales vivieron principalmente en Europa y el oeste de Asia durante cientos de miles de años. Eran bajos, robustos, con un cuerpo diseñado para el frío y un cerebro tan grande como el nuestro, o incluso ligeramente mayor. Durante décadas se les retrató como brutos torpes, hasta que empezaron a aparecer pruebas de enterramientos, herramientas sofisticadas, uso de pigmentos y, en general, comportamientos que nos resultan incómodamente familiares.

Denisovanos y neandertales eran, genéticamente, primos cercanos. De hecho, compartían un ancestro común más reciente entre sí que con nosotros. Pero se diferenciaban en su distribución geográfica y, probablemente, en su aspecto. Los neandertales eran una especie occidental, adaptada a los climas fríos de Europa. Los denisovanos, en cambio, ocuparon un territorio inmenso que iba desde Siberia hasta el sudeste asiático. Esa amplitud sugiere una diversidad interna considerable, algo que encaja bien con la idea de que el hombre dragón podría ser uno de ellos.

Y luego estamos nosotros, Homo sapiens, que aparecimos en África y empezamos a expandirnos hace unos 60 000 años. Durante mucho tiempo nos contamos la historia como si hubiéramos reemplazado limpiamente a todas las demás especies humanas, un poco como una actualización de software. La genética se encargó de arruinar esa narrativa. Hoy sabemos que, al salir de África, los sapiens se cruzaron con los neandertales en Occidente y con los denisovanos en Oriente. No una vez, sino varias.

El resultado es que casi todos los humanos actuales de origen no africano llevan entre un 1% y un 2% de ADN neandertal. En algunas poblaciones de Asia y Oceanía, especialmente entre los habitantes de Melanesia y Papúa Nueva Guinea, aparece además hasta un 5% de ADN denisovano. No son cifras anecdóticas. Esos genes influyen en nuestro sistema inmunitario, en la adaptación a la altitud y en la respuesta frente a ciertos patógenos. En el Tíbet, por ejemplo, una variante genética clave para vivir a gran altura procede claramente de los denisovanos.

Es decir: no solo nos cruzamos con ellos, sino que conservamos aquello que nos resultó útil. La evolución, como suele ocurrir, fue práctica antes que elegante. Los encuentros entre sapiens y otras especies de homínidos no fueron necesariamente románticos ni idílicos, pero sí lo bastante frecuentes como para dejar huella. Y eso nos obliga a abandonar la idea de especies humanas como compartimentos estancos. Eran poblaciones distintas, sí, pero lo bastante compatibles como para tener descendencia fértil.

En este contexto, la cara del hombre dragón adquiere un significado especial. No es solo un fósil espectacular para ilustrar libros de texto, sino una ventana a una humanidad compartida. Nos recuerda que Asia no fue un escenario secundario, sino uno de los grandes laboratorios de la evolución humana. Mientras en Europa los neandertales se adaptaban al frío y en África los sapiens afinaban su capacidad simbólica, en Asia ocurrían cosas igual de importantes, aunque durante mucho tiempo no supiéramos verlas.

El debate científico sigue abierto. Hay quien defiende que Homo longi merece ser considerado una especie distinta, más cercana incluso a los sapiens que los propios neandertales. Otros sostienen que ponerle un nombre nuevo es precipitado y que lo más sensato es integrarlo en el grupo denisovano. No sería la primera vez que la paleontología se deja llevar por el entusiasmo nominal. A veces, la historia humana no necesita más nombres, sino mejores conexiones.

Lo que parece claro es que nuestra genealogía se parece menos a un árbol y más a una red. Hubo bifurcaciones, sí, pero también reencuentros. Hubo líneas que se extinguieron y otras que sobrevivieron solo como fragmentos genéticos en cuerpos ajenos. Cuando miramos la cara del hombre dragón, no estamos viendo a un extraño absoluto, sino a alguien que, de una manera u otra, sigue viviendo en nosotros.

Tal vez eso sea lo más desconcertante de todo. Durante siglos hemos buscado un origen puro, una línea clara que nos separara del resto. La ciencia moderna, con su manía por los datos, nos ha contado una historia mucho menos reconfortante y mucho más interesante: somos el resultado de cruces, mezclas y préstamos evolutivos. Una especie híbrida, hecha de encuentros fortuitos y adaptaciones oportunistas.

La cara del hombre dragón no nos mira desde un pasado remoto y ajeno. Nos observa, más bien, como un pariente al que habíamos olvidado invitar, pero que siempre estuvo en la foto familiar. Y cuanto más aprendemos sobre denisovanos, neandertales y sapiens, más evidente resulta que la pregunta no es quiénes somos, sino cuántos fuimos para llegar hasta aquí.

LA TAPA DEL RETRETE Y OTRAS BARRERAS CONTRA EL APOCALIPSIS BACTERIANO

Guía no oficial para sobrevivir al momento más traicionero del cuarto de baño.

La descarga del vaciado del inodoro es una fuente potencial de transmisión de microorganismos infecciosos, porque puede generar grandes cantidades de aerosoles que contienen microbios. Ante esa realidad, ¿hay diferencia entre bajar la tapa del inodoro o dejarla levantada?

El dilema es relativamente nuevo. Hacia el año 315 (siglo IV), Roma tenía alrededor de 150 letrinas públicas, a menudo ubicadas cerca de baños públicos, y muchas de ellas contaban con largos bancos de mármol para uso comunitario. En aquel escenario, la socialización prevalecía ante la privacidad. Y continuó siendo de esa manera durante bastantes décadas.

Pasados unos cuantos siglos, la situación ha cambiado mucho, pero aun así, todavía hay más de 3 000 millones de personas en todo el mundo que no tienen acceso a baños seguros y limpios. ¡Más de un tercio de la población mundial! Los cientos de millones de personas que a estas alturas siguen sin disponer de inodoros se ven obligados a defecar en público o al aire libre, por ejemplo, en las cunetas de las calles, entre los arbustos o en aguas abiertas. Esto causa graves problemas de salud pública, al propagar patógenos fecales que contaminan el agua, el suelo y los alimentos, a la vez que genera sentimientos significativos de vulnerabilidad, vergüenza e impotencia, y provoca importantes problemas sociales, especialmente para mujeres y niñas, que se enfrentan a un mayor riesgo de violencia sexual y humillación.

Según se dice, aunque sin mayor fundamento, el mérito de inventar el precursor del inodoro con cisterna recae en Sir John Harington, ahijado de Isabel I, quien en 1592 diseñó un aparato con una cisterna elevada y un pequeño tubo por el que el agua arrastraba los desechos. Sin embargo, el ingenio fue ignorado durante casi dos siglos. Resurgió con fuerza en 1775, cuando elrelojero y mecánico escocés Alexander Cumming resolvió un problema clave, al desarrollar y patentar el tubo de desagüe con forma de “S” (o sifón) situado bajo el retrete, cuya función era crucial para sellar y eliminar de manera efectiva los malos olores.

Además de los malos olores, de los inodoros escapan también aerosoles cargados de microorganismos. Entre otros, diversas especies bacterianas de los géneros Aeromonas, Bacillus, Campylobacter, Clostridium, Escherichia, Klebsiella, Pseudomonas, Salmonella, Serratia, Shigella o Staphylococcus. De hecho, numerosos estudios handemostrado que la descarga del inodoro puede formar estos aerosoles debido almovimiento del agua: burbujeo, remolinos y salpicaduras, provocando la emisión de aerosoles que contienen microorganismos intestinales o urinarios.

Como demostró un estudio, los baños públicos no ventilados, o con ventilación insuficiente, plantean un mayor riesgo de infección cruzada. De hecho, las áreas cercanas a todo tipo de inodoros y urinarios suelen presentar una contaminación alta, lo que indica que necesitan regímenes de limpieza estrictos.

La transmisión en estos casos no se previene evitando tocar el retrete o sentarse en él, como solemos pensar. Los microorganismos se pueden transmitir también por acumulación de patógenos en el cuerpo y en la ropa del usuario a través de la aerosolización durante la descarga del inodoro o el urinario, es decir, al tirar de la cisterna. También se puede transmitir por la inhalación directa de aerosoles o la transmisión indirecta tras la deposición de patógenos aerosolizados en diversas superficies del baño como toallas, pastillas de jabón contaminadas, la manija de la cisterna, los grifos o los propios pomos de las puertas.

Muchos patógenos entéricos se encuentran en alta concentración en las heces y, por lo tanto, en los inodoros después de la defecación, particularmente durante episodios de diarrea aguda. Por ejemplo, una persona infectada llega a eliminar hasta 100 000 millones de unidades formadoras de colonias (UFC) de Salmonella y Shigella por defecación. Las personas infectadas con virus entéricos pueden eliminar 1 billónde virus por gramo de heces. Tras la descarga, las bacterias y los virus pueden dispersarse en las partes externas del inodoro y otras superficies del baño.

Varios estudios documentan de que bajar la tapa del inodoro reduce la cantidad de gotas visibles y pequeñas durante y después de la descarga entre un 30% y un 60%. Por esta razón, los especialistas médicos y de salud pública tradicionalmente han aconsejado cerrar la tapa del inodoro antes de tirar de la cadena. Sin embargo, un problema que a menudo se pasa por alto es que un porcentaje importante de los aerosoles se escapa a través del espacio de aire entre la taza y el asiento, incluso con la tapa cerrada.

Parece ser que son necesarios datos adicionales sobre el papel de la tapa del inodoro como una medida de control. De lo que no cabe ninguna duda es que la desinfección habitual de todas las superficies del baño es aconsejable para reducir la potencial contaminación viral y bacteriana.

COFFEIVILLE, KANSAS: UN ATRACO, UN PUEBLO Y EL FINAL DE UNA ÉPOCA

Un viaje por carretera desde Misuri hasta un pueblo de Kansas donde la leyenda del Oeste se encontró con la realidad en forma de tiroteo.

Salgo temprano de San Luis en coche, con el Misisipi todavía bostezando a la derecha y esa sensación tan americana de que el país empieza justo cuando se acaba la ciudad. Los primeros kilómetros son un catálogo de lo previsible: autopista ancha, camiones con prisa, moteles que prometen descanso y entregan silencio. Misuri se va aplanando poco a poco, como si alguien hubiera pasado una plancha invisible sobre el paisaje. Los bosques se adelgazan, los pueblos se espacian y el horizonte empieza a ensancharse con una paciencia casi pedagógica. Es un viaje sin épica aparente, pero conviene no despreciar estas transiciones: Estados Unidos se entiende mejor en los trayectos que en los destinos.

Al cruzar a Kansas, el paisaje ya no finge. El terreno se vuelve honesto, funcional, sin concesiones estéticas. Campos de maíz, praderas largas, silos que parecen monumentos involuntarios a la perseverancia. El cielo ocupa más espacio que la tierra y uno empieza a conducir de otra manera, con menos ansiedad y más resignación. En algún punto, cerca del río Verdigris, aparece Coffeyville, sin dramatismo, como si no quisiera llamar la atención. Una ciudad pequeña, ordenada, con calles rectas y edificios que parecen haber aceptado hace tiempo que su mejor historia ya ocurrió.

El banco que intentaron atracar los Dalton a finales del XIX. Su aspecto actual es el de la foto que encabeza este artículo.

Hoy Coffeyville es un lugar tranquilo, casi monástico. Hay un centro histórico cuidado, museos modestos, parques donde los niños juegan sin sospechar que ese mismo suelo fue escenario de uno de los tiroteos más célebres del Oeste. El visitante encuentra placas, estatuas, alguna recreación histórica y, sobre todo, una voluntad clara de no exagerar. Aquí no se vende el mito a gritos. Se ofrece, más bien, como quien enseña una cicatriz antigua: con orgullo discreto y cierta distancia emocional. El pueblo vive del petróleo, del ferrocarril que llegó cuando el siglo XIX todavía tenía ambición, y de una memoria que ha aprendido a convivir con su propia leyenda.

Lo curioso es que, si uno afina la mirada, Coffeyville no es hoy tan distinta de lo que era a finales del siglo XIX. Cambian los coches, desaparecen los caballos y se civilizan los escaparates, pero la escala es la misma. Sigue siendo una comunidad lo bastante pequeña como para que la gente se reconozca, lo bastante grande como para necesitar normas. En 1892 no era un pueblo salvaje, aunque así lo pinten algunas películas. Tenía bancos, comercios, periódicos y ciudadanos que habían decidido quedarse. Eso es importante entenderlo: no era un campamento improvisado esperando ser saqueado, sino un lugar con algo que perder.

En ese escenario entró en juego la banda de los Dalton, convencida de que la fama aún intimidaba más que la realidad. Bob, Grat y Emmett Dalton habían construido su reputación a base de robos audaces y huidas rápidas. Confiaban en la velocidad, en el desconcierto ajeno y en esa mitología reciente que pintaba a los forajidos como figuras casi románticas. Su plan en Coffeyville era tan simple como arrogante: atracar dos bancos a plena luz del día y desaparecer antes de que el pueblo reaccionara.

No contaban con un detalle fundamental: Coffeyville no estaba dispuesta a hacer de comparsa. Los vecinos reconocieron a los Dalton casi de inmediato. No eran figuras abstractas del crimen, sino caras conocidas, mal disfrazadas. En cuestión de minutos, los ciudadanos se armaron, tomaron posiciones y decidieron que aquel no era un buen día para dejarse robar. El tiroteo fue breve, confuso y brutal. Murieron Bob y Grat Dalton, junto con otros miembros de la banda. Emmett sobrevivió malherido para contar la historia desde la cárcel.

Los cuerpos quedaron tendidos en la calle, fotografiados con una crudeza que hoy incomoda. No hay heroicidad en esas imágenes, solo consecuencia. El mensaje fue inmediato y eficaz: el tiempo de los forajidos intocables estaba terminando. No porque la ley fuese perfecta, sino porque las comunidades habían aprendido a defenderse. El Viejo Oeste no murió de golpe; se fue apagando a base de decisiones prácticas tomadas por gente común.

Lo interesante del episodio no es solo el fracaso de los Dalton, sino el momento histórico en el que ocurre. 1892 no es 1860. El ferrocarril había encogido las distancias, el telégrafo había acelerado las noticias y los pueblos empezaban a pensar como sociedades estables, no como avanzadillas provisionales. La leyenda iba por detrás de la realidad, y los Dalton, sin saberlo, llegaron tarde a su propia película.

Los cadáveres expuestos al público de cuatro miembros de la banda Dalton, tras su fallido intento de robar dos bancos simultáneamente en Coffeyville, Kansas, el 5 de octubre de 1892.

Cuando hoy se camina por Coffeyville, cuesta imaginar el estruendo de aquel día. El ruido ha sido sustituido por una calma casi obstinada. Pero la historia está ahí, incrustada en el urbanismo, en las narraciones locales, en la manera en que el pueblo se cuenta a sí mismo. No hay celebración del derramamiento de sangre, sino una especie de consenso silencioso: aquí se defendió algo más que el dinero de los bancos. Se defendió la idea de comunidad.

Viajar hasta Coffeyville desde San Luis no es solo un desplazamiento geográfico. Es un viaje hacia un momento en que Estados Unidos decidió, sin proclamas grandilocuentes, que el mito debía empezar a rendir cuentas. La Banda Dalton apostó por una versión del Oeste que ya estaba caducando. El pueblo, sin pretenderlo, representó el futuro inmediato: menos leyenda, más responsabilidad.

Al final, uno se va de Coffeyville con la sensación de haber visitado un lugar donde la historia no se grita, se explica. Donde el pasado no se utiliza para vender camisetas, sino para recordar que incluso en el Oeste más mitificado, las cosas terminan siempre igual: alguien cree que la fama lo protege, alguien decide que ya es suficiente y la realidad se impone. Con ruido, sí, pero también con una claridad incómoda. Y eso, visto desde la carretera de vuelta, resulta sorprendentemente moderno.

EL AZAR ORGANIZADO: BREVE HISTORIA DE LA LOTERÍA

Un rápido recorrido por siglos de sorteos, Estados necesitados y ciudadanos optimistas que siguen confiando en que el azar, esta vez sí, haya decidido acordarse de ellos.

La historia de las loterías es la historia de una tentación modesta y persistente: la idea de que el destino, habitualmente tan atento como un semáforo en rojo, pueda levantarse un día de buen humor y ponerse en verde para uno sólo. A diferencia de otros grandes inventos humanos —la rueda, el fuego, la hipoteca— la lotería no promete cambiar el mundo, solo cambiarte a ti. Y, aun así, lleva siglos sosteniendo imperios, financiando guerras, levantando puentes y arruinando conversaciones familiares cada vez que alguien dice: “si me toca…”.

Los primeros rastros reconocibles de algo parecido a una lotería aparecen en la antigua China, durante la dinastía Han. Allí se organizaban sorteos para recaudar fondos públicos, y una parte del dinero se destinaba a obras estatales de envergadura. Existe incluso la sospecha —históricamente imposible de demostrar y, por tanto, irresistible— de que algunos tramos de la Gran Muralla se pagaron con boletos. La idea era sencilla y eficaz: muchos contribuyen poco para que uno reciba mucho, mientras el Estado se queda con lo suficiente para no tener que subir impuestos, que es siempre una estrategia impopular.

Los romanos, que nunca dejaron pasar una oportunidad de organizar algo con pompa, también jugaron con el azar. En Roma, las loterías eran frecuentes en banquetes y celebraciones, donde se repartían premios que iban desde objetos valiosos hasta bromas pesadas disfrazadas de regalos. No era raro que alguien se llevase una vajilla de plata mientras su vecino obtenía una ánfora vacía o, peor aún, la obligación de organizar la próxima cena. El azar romano tenía sentido del humor y una clara vocación pedagógica: enseñaba a no esperar demasiado de la vida.

Durante la Edad Media, la lotería reapareció como una herramienta práctica en ciudades que necesitaban dinero, pero no querían admitirlo abiertamente. En la Italia renacentista, especialmente en Génova y Venecia, se organizaban sorteos públicos para financiar guerras, murallas y otros gastos inevitables de la civilización. En Génova, el sistema de elegir al azar a miembros del consejo municipal acabó dando lugar a apuestas sobre los nombres seleccionados. Aquello derivó, casi sin querer, en una de las primeras loterías modernas. Fue un avance democrático: por primera vez, cualquiera podía perder dinero en igualdad de condiciones.

En los Países Bajos del siglo XV, las loterías se institucionalizaron con un propósito casi filantrópico. Se anunciaban como un modo elegante de financiar hospitales, puertos y obras públicas. Comprar un boleto era un acto cívico, una contribución al bien común con la agradable posibilidad —remota, pero estimulante— de salir beneficiado. Era el capitalismo con conciencia social y números impresos.

Inglaterra no tardó en subirse al carro. En 1569, bajo el reinado de Isabel I, se organizó una lotería nacional para reparar puertos y reforzar la defensa del reino. Los premios incluían dinero, pero también vajillas, tapices y otros objetos de respetable utilidad doméstica. La idea de ganar millones aún no se había refinado; bastaba con mejorar ligeramente la calidad de vida y poder contarlo en la taberna.

España, por su parte, desarrolló una relación particularmente estable y duradera con la lotería. En el siglo XVIII se estableció la Real Lotería, y con el tiempo surgiría la lotería moderna que hoy se presenta cada diciembre como una liturgia laica, con niños cantores, anuncios sentimentales y una pedagogía emocional basada en la envidia bien llevada. La lotería española perfeccionó algo esencial: la ilusión compartida. No se trata tanto de ganar como de comentar que podrías haber ganado, que es una actividad socialmente más inclusiva.

Con la llegada de la Ilustración y el siglo XIX, la lotería empezó a mirarse con cierto recelo moral. Algunos pensadores la consideraban un impuesto encubierto sobre la esperanza, especialmente injusto con quienes menos tenían. No les faltaba razón, pero tampoco lograron acabar con ella. La lotería sobrevivió porque entendió algo básico del ser humano: preferimos una probabilidad microscópica de redención a una certeza razonable de normalidad.

En el siglo XX, las loterías se volvieron gigantescas. Estados modernos, con presupuestos y ambiciones modernos, encontraron en el azar una fuente de ingresos constante y sorprendentemente estable. Los premios crecieron, las probabilidades empeoraron y la publicidad se volvió más sofisticada. Ya no se vendía un boleto, sino un relato: la vida alternativa que podrías estar viviendo si una combinación concreta de números decidiera quererte un poco más de lo habitual.

Hoy, las loterías son máquinas matemáticamente impecables y emocionalmente implacables. Las probabilidades de ganar el premio gordo son tan bajas que cuesta explicarlas sin recurrir a metáforas cósmicas: más fácil que te caiga un meteorito mientras te muerde un tiburón leyendo un boleto premiado. Aun así, millones de personas juegan cada semana, no porque crean seriamente que van a ganar, sino porque durante unos días pueden imaginarlo. Y esa imaginación, curiosamente, sale barata.

La lotería no vende dinero; vende una pausa en la resignación. Compra unos segundos de conversación interior en los que uno se permite pensar qué haría si el mundo decidiera compensarlo. Es una ficción colectiva, cuidadosamente organizada por el Estado, en la que todos participamos sabiendo que el final feliz es estadísticamente indecente.

Y luego llega el sorteo, los números no coinciden y la vida sigue exactamente igual. Que, bien mirado, es lo más probable. Porque la verdadera tradición de la lotería no es repartir fortunas, sino recordarnos, con admirable constancia, que las probabilidades están firmemente en nuestra contra y que, aun así, seguimos jugando, como si esta vez —precisamente esta— el azar hubiera decidido acordarse de nosotros.

 

EL CALENDARIO O EL ARTE DE FINGIR QUE EL TIEMPO ES REGULAR

Una historia de errores minúsculos y decisiones grandiosas que explica por qué el tiempo, ese caos cósmico, acaba obedeciendo a una cuadrícula de papel… más o menos.

Un calendario es, en esencia, un acuerdo colectivo para fingir que el tiempo es ordenado. El tiempo real —el que marca el Sol, la Luna y esa inclinación caprichosa del eje terrestre— es un desastre imprevisible, lleno de pequeñas irregularidades, ajustes minúsculos y trampas astronómicas.

El calendario es el intento humano de domesticar ese caos y convertirlo en algo que quepa en un almanaque de pared, con santos, festivos y ofertas del supermercado. No mide el tiempo: lo negocia. Es una convención social tan profundamente arraigada que rara vez pensamos en ella, salvo cuando febrero decide tener 28 días o cuando alguien nos recuerda, con aire solemne, que “este año hay bisiesto”.

A lo largo de la historia, casi todas las culturas han creado calendarios adaptados a sus obsesiones locales. Los antiguos egipcios, por ejemplo, tenían uno admirablemente sobrio basado en el ciclo del Nilo y en un año de 365 días que no se molestaba en corregirse; simplemente asumía que las estaciones irían deslizándose poco a poco, como muebles mal puestos sobre una alfombra. 

Los mayas desarrollaron un sistema tan complejo que parece diseñado para intimidar a futuros arqueólogos, con ciclos que se entrecruzaban como engranajes de un reloj metafísico. El almanaque islámico, estrictamente lunar, se desplaza por las estaciones con alegre indiferencia agrícola, de modo que el Ramadán puede celebrarse bajo un sol abrasador o entre bufandas. En China, el calendario tradicional combina ciclos solares y lunares con animales simbólicos, creando la sensación de que el tiempo no solo pasa, sino que además tiene personalidad.

Pero el calendario que acabaría influyendo decisivamente en medio planeta nació, como tantas cosas romanas, de una mezcla de pragmatismo, improvisación y desorden administrativo. El calendario romano primitivo era un prodigio de caos funcional. No estaba pensado para reflejar con precisión el año solar, sino para servir a necesidades políticas, religiosas y, en no pocas ocasiones, oportunistas. Tenía diez meses, luego doce, luego meses que se alargaban o acortaban según convenía, y un mes intercalar añadido cuando alguien se acordaba. 

El resultado era que nadie sabía muy bien en qué día vivía. Las estaciones se deslizaban sin pedir permiso, las fiestas religiosas perdían contacto con su significado original y los magistrados podían manipular el calendario para prolongar su mandato o acortarlo al de un rival. Era un reloj roto que, milagrosamente, seguía marcando horas útiles de vez en cuando.

El problema no era solo técnico, sino profundamente humano: el tiempo estaba en manos de sacerdotes y políticos, dos colectivos que nunca han mostrado una especial inclinación por la exactitud astronómica. Para el siglo I a. C., el calendario romano se había desviado tanto del ciclo solar que la primavera caía oficialmente en invierno, lo cual es incómodo incluso para un imperio acostumbrado a ignorar la realidad cuando no le convenía.

La solución llegó de la mano de Julio César, que tenía muchos defectos, pero no carecía de ambición ni de gusto por las reformas drásticas. Durante su estancia en Egipto, César entró en contacto con astrónomos alejandrinos —en particular Sosígenes— que entendían el año solar con bastante más precisión que los pontífices romanos. Con su asesoramiento, decidió que ya era hora de imponer orden al tiempo, aunque fuera a martillazos.

La reforma juliana fue, efectivamente, un martillazo colosal. Para corregir de golpe el desfase acumulado, el año 46 a. C. se alargó hasta unos asombrosos 445 días. Los romanos vivieron durante meses en un estado de desconcierto cronológico permanente, sin saber muy bien cuándo acababa el año ni cuándo empezaba el siguiente. No por nada aquel periodo pasó a la historia como el “año de la confusión”. Pero tras ese sacrificio inicial, el sistema quedó sorprendentemente bien ajustado. El nuevo calendario establecía un año de 365 días con un día extra cada cuatro años. Era sencillo, regular y, para los estándares de la época, extraordinariamente preciso.

Por primera vez, el mundo occidental tuvo algo parecido a un reloj fiable para el tiempo largo. Las estaciones volvieron a su sitio, las cosechas dejaron de desorientarse oficialmente y las fechas religiosas recuperaron una relación razonable con el cielo. El calendario juliano fue una obra maestra de ingeniería administrativa, tan sólida que sobrevivió a la caída del Imperio romano y siguió rigiendo Europa durante más de quince siglos. No está mal para un sistema inventado en sandalias.

Sin embargo, incluso los relojes fiables adelantan o atrasan un poco. El calendario juliano asumía que el año duraba exactamente 365 días y 6 horas. El año solar real es ligeramente más corto: unos once minutos menos. Once minutos parecen una nimiedad, pero el tiempo es paciente y sabe sumar. Con los siglos, ese pequeño error fue acumulándose hasta producir un nuevo desfase apreciable. Para el siglo XVI, el calendario se había adelantado unos diez días respecto al equinoccio de primavera, lo cual empezaba a ser un problema serio para la Iglesia, especialmente a la hora de calcular la fecha de la Pascua, que dependía de equilibrios astronómicos delicados.

Así que en 1582 se decidió volver a meterle mano al tiempo. Bajo el pontificado de Gregorio XIII, se introdujo el calendario gregoriano. La reforma fue menos dramática que la de César, pero no menos audaz. Se eliminaron de golpe diez días del calendario —en algunos lugares, al 4 de octubre le siguió directamente el 15— y se ajustó la regla de los años bisiestos para evitar futuros desfases. A partir de entonces, los años divisibles por 100 dejarían de ser bisiestos, salvo que también fueran divisibles por 400. Es una norma que parece diseñada por alguien con un ligero resentimiento hacia las matemáticas, pero funciona admirablemente bien.


El calendario gregoriano es, en esencia, el ajuste fino del gran reloj iniciado por César. Reduce el error acumulado a algo casi despreciable: apenas un día cada varios miles de años. No es perfecto —ningún calendario puede serlo mientras la Tierra siga empeñada en no girar de manera uniforme—, pero es lo bastante bueno como para que la mayoría de nosotros nunca tengamos que pensar en él. 

En resumen, la historia de los calendarios cristianos es la historia de una mejora progresiva en la gestión del caos. El calendario romano era un reloj roto, útil solo a ratos y peligroso en manos interesadas. El juliano fue el primer reloj verdaderamente fiable, robusto y duradero. El gregoriano es el ajuste fino que nos permite vivir con la agradable ilusión de que el tiempo está bajo control. 

Mientras seguimos colgando calendarios nuevos cada enero, rara vez recordamos que detrás de esas cuadrículas ordenadas hay siglos de confusión, reformas drásticas y once minutos rebeldes empeñados en desbaratarlo todo.