viernes, 26 de diciembre de 2025

EL CAPITALISMO COMO UNA MONTAÑA QUE SE COME A LOS HOMBRES

Ningún fenómeno ha moldeado tanto la historia humana como el capitalismo. No solo determina cómo producimos y consumimos, sino cómo pensamos, cómo nos organizamos políticamente y qué entendemos por progreso.

Hay libros que intentan explicar el mundo y otros que, con más ambición todavía, intentan explicarlo todo. Capitalism. A Global History, de Sven Beckert, un libro que, el pasado mes de noviembre Allen Lane publicó en Inglaterra, pertenece sin complejos a la segunda categoría. No es una historia del capitalismo: es la historia del capitalismo, contada a escala planetaria y con una convicción tan firme que a veces parece que el capitalismo no sea solo un sistema económico, sino una fuerza de la naturaleza, como la gravedad o la entropía.

Beckert parte de una idea sencilla y demoledora: ningún fenómeno ha moldeado tanto la historia humana como el capitalismo. No solo determina cómo producimos y consumimos, sino cómo pensamos, cómo nos organizamos políticamente y qué entendemos por progreso. Su tesis central es clara: el capitalismo nació global. No brotó de repente en una Inglaterra ilustrada y protestante, como suele contarse, sino que fue el resultado de siglos de conexiones entre Asia, África, Europa y, más tarde, América. Desde el principio estuvo ligado al poder, a la violencia y al Estado. Nunca fue un cuento de mercados libres.

Cerro Potosí, Bolivia

Para demostrarlo, Beckert desplaza el foco lejos de Europa y nos lleva, por ejemplo, a Potosí, en el actual sur de Bolivia. A comienzos del siglo XVII, aquella ciudad se autodenominaba el “tesoro del mundo” y no exageraba demasiado: del Cerro Rico salía alrededor del 60 % de la plata mundial. Esa plata financió guerras europeas, lubricó el comercio global y ayudó al desarrollo económico de China y la India. En Potosí se bebía en copas de cristal veneciano y se lucían diamantes de Ceilán. Mientras tanto, uno de cada cuatro mineros —en su mayoría indígenas— moría en el trabajo. El cerro acabó siendo conocido como “la montaña que se come a los hombres”.

Ahí está condensado todo el libro: riqueza obscena, sufrimiento masivo, redes internacionales y un mundo transformado para siempre. Frente al relato eurocéntrico que vincula el capitalismo con la democracia, la Ilustración y la ética protestante, Beckert propone una historia más incómoda. El capitalismo, sostiene, no es natural ni inevitable. Es una revolución gestada durante siglos, profundamente inestable y siempre contestada.

“El capitalismo es la acumulación incesante de capital privado”, escribe Beckert, con una frialdad forense. Explicarlo, añade, es como explicar el agua a los peces. Adam Smith lo entendió como la expresión benigna del interés propio; Beckert lo ve como una criatura mucho más turbulenta, dependiente de factores que Smith minimizó: el poder, la coerción, el Estado.

El propio término “capitalismo” apareció tarde, en la Francia de la década de 1840, junto a sus antagonistas: socialismo, comunismo, anarquismo. Pero el proceso era mucho más antiguo. Beckert lo rastrea hasta el puerto de Adén, en 1150, uno de esos enclaves que llama “islas de capital” dentro de un “archipiélago capitalista”. Allí surgieron prácticas sorprendentemente modernas —seguros, contabilidad, crédito—, pero sus protagonistas eran vistos con desconfianza. Acumulaban riqueza sin prestigio ni poder político: “capitalistas sin capitalismo”.

Lo que les faltaba era el abrazo del Estado. Ese abrazo llegó durante lo que Beckert llama la “Gran Conexión” (1450–1650), cuando la expansión europea, el descubrimiento de América y la guerra oceánica hicieron a los comerciantes indispensables. Nació así el “capitalismo de guerra”: el comercio financiaba conflictos y los conflictos abrían nuevas rutas comerciales. El colonialismo creó lo que Beckert denomina “diversidad conectada”: pensar globalmente, explotar localmente.

Como la plata, el azúcar reconfiguró el mundo. En Barbados, una isla antes deshabitada, apenas 74 plantadores construyeron una colonia privada basada en tierras americanas, mano de obra africana y capital europeo. En todo el continente, millones de personas esclavizadas representaron una cantidad incalculable de trabajo no pagado. Incluso tras la abolición británica de la esclavitud en 1833, no hubo manos limpias: un europeo que empezaba el día con café, azúcar y tabaco participaba ya en tres cadenas esclavistas.

La Revolución Industrial, el gran salto adelante del capitalismo, sustituyó la coerción explícita por otras formas más sofisticadas. El Manchester victoriano fue descrito como “la chimenea del mundo… la entrada al infierno hecha realidad”. Mientras tanto, el modelo estadounidense —territorios vastos, recursos abundantes— alimentó el reparto de África, que un periódico francés definió como “Estados Unidos a nuestras puertas”.

Beckert se recrea desmontando mitos. El libre mercado, dice, es una fantasía académica. La ética protestante del trabajo sirvió para justificar el trabajo infantil y el trabajo forzoso. El rey Leopoldo II defendía que era necesario “sacudir la ociosidad” de los africanos para enseñarles la santidad del trabajo, mientras millones morían en el Congo. Y, sin embargo, el capitalismo sobrevivió a la esclavitud y al imperio.

Su fuerza, insiste Beckert, está en su capacidad de adaptación. Produce crecimiento e inestabilidad a la vez. Cuando una región clave estornuda, el mundo entero se resfría. Las grandes crisis —las de 1870, 1930— parecieron terminales. Karl Marx creyó que tenía fecha de caducidad; también Joseph Schumpeter. Ambos se equivocaron.

El único personaje que sale relativamente bien parado es John Maynard Keynes, que intentó salvar al capitalismo de sí mismo. Durante tres décadas tras 1945, su receta —intervención estatal, redistribución, crecimiento— dio lugar a un capitalismo con rostro humano. Luego llegó la contrarrevolución neoliberal y la mercantilización de todo. En 2025, sugiere Beckert, resulta difícil seguir asociando capitalismo y democracia liberal.

El libro es apabullante. Viaja de Barbados a Samarcanda y Phnom Penh, cita a Abba y a Zola, retrata a figuras como Jakob Fugger, Pinochet o industriales indios y alemanes hoy olvidados. El caudal de datos impresiona y, a veces, agota.

Queda, sin embargo, una pregunta sin responder del todo: ¿por qué el capitalismo? Beckert es implacable al enumerar sus “palos” (léase daños) —racismo científico, desigualdad, crisis climática—, pero minimiza sus “zanahorias”. Incluso Marx reconoció que había “logrado maravillas”. Vidas más largas, niveles de vida más altos, innovaciones que ahorran trabajo también forman parte de la historia.

Si Smith se equivocó al ver el capitalismo como natural, Beckert quizá se equivoca al presentarlo como antihumano: una fuerza alienígena, un monstruo insaciable. Dice escribir una historia “centrada en los actores”, creada por personas. Pero el resultado se parece más a un relato de terror: una montaña que se come a los hombres y sigue creciendo.

El libro no ofrece consuelo, pero sí claridad. Y eso, en estos tiempos, ya es bastante.