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domingo, 2 de noviembre de 2025

LA MALDICIÓN DEL AZÚCAR

 

En el siglo XVII, un terrateniente europeo podía no saber leer ni escribir, pero sabía perfectamente el precio del azúcar. No era una frivolidad: el azúcar movía fortunas, guerras y esclavos. Era la joya blanca del comercio atlántico. En los salones parisinos, ofrecer café o chocolate con azúcar equivalía a exhibir poder. Y, como todas las modas que mezclan placer y dinero, pronto se convirtió en una maldición.

Con la precisión de un anatomista, La maldición del azúcar, un documental de Matilde Damoisel, que estos días se proyecta en Movistar Plus, nos enseña cómo ese polvo blanco, que hoy se esconde bajo nombres tan inocentes como “jarabe de maíz” o “fructosa líquida”, fue levantando imperios y tumbando cuerpos. Su historia combina dos obsesiones humanas: el dinero y el dulce. El primero movió barcos y ejércitos; el segundo, voluntades.

Los europeos conocieron el azúcar a través de los árabes, que lo habían llevado desde la India hasta el Mediterráneo. Pero la verdadera fiebre comenzó cuando Colón, en su segundo viaje, llevó cañas a La Española. El clima tropical hizo el resto. En pocas décadas, las Antillas se convirtieron en un enjambre de ingenios humeantes y plantaciones vigiladas por capataces armados. El azúcar refinado viajó en sentido contrario hacia Europa, donde se vendía a precio de oro. Y en el centro del triángulo, millones de esclavos africanos, arrancados de sus aldeas, morían antes de probar el producto de su trabajo.

Los economistas llaman a ese sistema “comercio triangular”. Los moralistas, directamente, infierno. De África salían cuerpos; de América, azúcar; de Europa, armas y tejidos. El azúcar lubricó la esclavitud y la esclavitud lubricó el capitalismo. La dulzura de unos reposaba sobre la amargura de otros.

Cuba, todavía española, era entonces una máquina colosal de azúcar y tabaco. Sus plantaciones producían fortunas que lubricaban la política peninsular. Las grandes familias criollas —Aldama, Zulueta, O’Farrill, Peñalver— amasaron riquezas fabulosas sobre los cuerpos de esclavos africanos. Muchos de esos capitales cruzaron el Atlántico y fundaron palacios en Madrid, Bilbao, Santander o Barcelona. Los indianos, recibidos como benefactores, levantaron escuelas y teatros con dinero que olía a caña quemada y sudor africano.

A mediados del siglo XVIII, Francia y Gran Bretaña competían por controlar las islas azucareras del Caribe. Haití —entonces Saint-Domingue— era el mayor productor del mundo. Su riqueza era tal que, en 1789, generaba más beneficios que todas las colonias británicas juntas. Pero esa opulencia descansaba sobre un régimen brutal: la esperanza de vida de un esclavo recién llegado no pasaba de diez años. En 1791, hartos de látigos y promesas, los esclavos se alzaron en la primera revolución negra de la historia. Nació Haití, y el mercado mundial del azúcar entró en pánico.


Europa buscó alternativas. Napoleón impulsó la producción de remolacha azucarera para no depender de las colonias y el norte industrial encontró así su propio edén blanco. Durante el siglo XIX, el azúcar pasó de ser un lujo a una necesidad. El café, el té, las galletas y los dulces invadieron las mesas obreras. El capitalismo había descubierto una mina que no estaba bajo tierra, sino en las papilas gustativas.

El siglo XX perfeccionó la trampa. En los años cincuenta, la industria alimentaria estadounidense descubrió que el jarabe de maíz de alto contenido en fructosa era más barato que el azúcar de caña. Desde entonces, el azúcar invisible se infiltró en todo: pan, salsas, yogures, embutidos, cereales, refrescos. Hoy un ciudadano medio consume más de veinte veces la cantidad de azúcar que ingería un europeo del siglo XVIII. El azúcar ya no se compra por kilos, sino por calorías, por diagnósticos… y por funerales.

La ciencia, durante décadas, jugó al escondite. En los años sesenta, la Fundación del Azúcar pagó a investigadores de Harvard para desviar la culpa de las enfermedades cardíacas hacia las grasas. El truco funcionó tan bien que toda una generación cambió la mantequilla por margarina y siguió tomando refrescos con la conciencia limpia. Los resultados fueron demoledores: obesidad, diabetes tipo 2, hígados grasos y una epidemia silenciosa que sigue creciendo.

Pero la maldición del azúcar no se limita al cuerpo. Es también una cuestión social. En las regiones cañeras del Caribe, de Brasil o de Filipinas, la riqueza sigue concentrada en pocas manos. En República Dominicana, los bateyes —pueblos de trabajadores de la caña— viven aún entre machetes, mosquitos y salarios de hambre. El azúcar es un negocio moderno con métodos coloniales. Las grandes marcas cambian de logo, pero no de costumbre.

El azúcar ha sido, en cada época, un espejo moral. En el Antiguo Régimen, reflejaba el lujo; en el siglo XIX, el progreso; en el XX, la felicidad. Hoy refleja la adicción. La neurociencia ha confirmado lo que los fabricantes intuían: el azúcar activa los mismos circuitos cerebrales que la cocaína. No extraña que los supermercados se parezcan cada vez más a casinos de colores, donde cada pasillo ofrece su pequeña dosis de dopamina envuelta en celofán.

Sin embargo, cuesta imaginar el mundo sin él. El café sin azúcar parece una protesta política. Los cumpleaños sin tarta, una herejía. Lo dulce es consuelo y recompensa; es infancia y olvido. El problema no es el azúcar, sino nuestra relación con él: la necesidad de endulzar la vida cuando la vida se amarga.

Quizá la verdadera maldición no sea el azúcar en sí, sino la facilidad con que olvidamos su historia. Cada terrón es un fragmento de un pasado que preferimos disolver. La esclavitud, las plantaciones, la manipulación científica, la obesidad infantil: todo está ahí, pero empaquetado en tonos pastel. Como escribió Damoisel, «la dulzura es una forma de violencia cuando oculta su precio».

En el Caribe, los viejos ingenios son ahora ruinas cubiertas de enredaderas. Los turistas los visitan sin saber que allí empezó la globalización del placer. En el silencio de esos campos, donde el viento sigue oliendo a caña fermentada, uno puede escuchar todavía el rumor de una verdad amarga: el azúcar, la sustancia que prometía dulzura, ha sido uno de los motores más amargos y crueles del mundo moderno.

El siglo XXI enfrenta una paradoja curiosa: sabemos demasiado y cambiamos demasiado poco. Los gobiernos imponen tasas al azúcar y los fabricantes lanzan versiones “zero” que, en realidad, nos mantienen enganchados al mismo ciclo. No hay imperio sin vicio, ni vicio sin negocio. La historia del azúcar no ha terminado; solo ha cambiado de envoltorio.

En la próxima cucharada de café hay un eco de siglos: el del látigo en las plantaciones, el silbido de las locomotoras azucareras, el zumbido de las máquinas de envasado, el clic del lector de código de barras. Cada generación cree que ha domesticado al azúcar. Pero, si uno mira con atención, verá que es al revés: el azúcar nos ha domesticado a nosotros.