Ningún fenómeno ha moldeado tanto la historia humana como el capitalismo. No solo determina cómo producimos y consumimos, sino cómo pensamos, cómo nos organizamos políticamente y qué entendemos por progreso.
Hay libros que intentan explicar
el mundo y otros que, con más ambición todavía, intentan explicarlo todo. Capitalism.
A Global History, de Sven Beckert,
un libro que, el pasado mes de noviembre Allen Lane publicó en Inglaterra, pertenece
sin complejos a la segunda categoría. No es una historia del capitalismo: es la
historia del capitalismo, contada a escala planetaria y con una convicción tan
firme que a veces parece que el capitalismo no sea solo un sistema económico,
sino una fuerza de la naturaleza, como la gravedad o la entropía.
Beckert parte de una idea
sencilla y demoledora: ningún fenómeno ha moldeado tanto la historia humana
como el capitalismo. No solo determina cómo producimos y consumimos, sino cómo
pensamos, cómo nos organizamos políticamente y qué entendemos por progreso. Su
tesis central es clara: el capitalismo nació global. No brotó de repente en una
Inglaterra ilustrada y protestante, como suele contarse, sino que fue el
resultado de siglos de conexiones entre Asia, África, Europa y, más tarde,
América. Desde el principio estuvo ligado al poder, a la violencia y al Estado.
Nunca fue un cuento de mercados libres.
| Cerro Potosí, Bolivia |
Para demostrarlo, Beckert
desplaza el foco lejos de Europa y nos lleva, por ejemplo, a Potosí, en el
actual sur de Bolivia. A comienzos del siglo XVII, aquella ciudad se
autodenominaba el “tesoro del mundo” y no exageraba demasiado: del Cerro Rico
salía alrededor del 60 % de la plata mundial. Esa plata financió guerras
europeas, lubricó el comercio global y ayudó al desarrollo económico de China y
la India. En Potosí se bebía en copas de cristal veneciano y se lucían
diamantes de Ceilán. Mientras tanto, uno de cada cuatro mineros —en su mayoría
indígenas— moría en el trabajo. El cerro acabó siendo conocido como “la montaña
que se come a los hombres”.
Ahí está condensado todo el
libro: riqueza obscena, sufrimiento masivo, redes internacionales y un mundo
transformado para siempre. Frente al relato eurocéntrico que vincula el
capitalismo con la democracia, la Ilustración y la ética protestante, Beckert
propone una historia más incómoda. El capitalismo, sostiene, no es natural ni
inevitable. Es una revolución gestada durante siglos, profundamente inestable y
siempre contestada.
“El capitalismo es la acumulación
incesante de capital privado”, escribe Beckert, con una frialdad forense.
Explicarlo, añade, es como explicar el agua a los peces. Adam Smith lo entendió
como la expresión benigna del interés propio; Beckert lo ve como una criatura
mucho más turbulenta, dependiente de factores que Smith minimizó: el poder, la
coerción, el Estado.
El propio término “capitalismo”
apareció tarde, en la Francia de la década de 1840, junto a sus antagonistas:
socialismo, comunismo, anarquismo. Pero el proceso era mucho más antiguo.
Beckert lo rastrea hasta el
puerto de Adén, en 1150, uno de esos enclaves que llama “islas de capital” dentro
de un “archipiélago capitalista”. Allí surgieron prácticas
sorprendentemente modernas —seguros, contabilidad, crédito—, pero sus
protagonistas eran vistos con desconfianza. Acumulaban riqueza sin prestigio ni
poder político: “capitalistas sin capitalismo”.
Lo que les faltaba era el abrazo
del Estado. Ese abrazo llegó durante lo que Beckert llama la “Gran Conexión”
(1450–1650), cuando la expansión europea, el descubrimiento de América y la
guerra oceánica hicieron a los comerciantes indispensables. Nació así el
“capitalismo de guerra”: el comercio financiaba conflictos y los conflictos
abrían nuevas rutas comerciales. El colonialismo creó lo que Beckert denomina
“diversidad conectada”: pensar globalmente, explotar localmente.
Como la plata, el azúcar reconfiguró el mundo. En Barbados, una isla antes deshabitada, apenas 74
plantadores construyeron una colonia privada basada en tierras americanas, mano
de obra africana y capital europeo. En todo el continente, millones de personas
esclavizadas representaron una cantidad incalculable de trabajo no pagado.
Incluso tras la abolición británica de la esclavitud en 1833, no hubo manos
limpias: un europeo que empezaba el día con café, azúcar y tabaco participaba
ya en tres cadenas esclavistas.
La Revolución Industrial, el gran
salto adelante del capitalismo, sustituyó la coerción explícita por otras
formas más sofisticadas. El Manchester victoriano fue descrito como “la
chimenea del mundo… la entrada al infierno hecha realidad”. Mientras tanto, el
modelo estadounidense —territorios vastos, recursos abundantes— alimentó el
reparto de África, que un periódico francés definió como “Estados Unidos a
nuestras puertas”.
Beckert se recrea desmontando
mitos. El libre mercado, dice, es una fantasía académica. La ética protestante
del trabajo sirvió para justificar el trabajo infantil y el trabajo forzoso. El
rey Leopoldo II defendía que era necesario “sacudir la ociosidad” de los
africanos para enseñarles la santidad del trabajo, mientras millones morían en
el Congo. Y, sin embargo, el capitalismo sobrevivió a la esclavitud y al
imperio.
Su fuerza, insiste Beckert, está
en su capacidad de adaptación. Produce crecimiento e inestabilidad a la vez.
Cuando una región clave estornuda, el mundo entero se resfría. Las grandes
crisis —las de 1870, 1930— parecieron terminales. Karl Marx creyó que tenía
fecha de caducidad; también Joseph Schumpeter. Ambos se equivocaron.
El único personaje que sale
relativamente bien parado es John Maynard Keynes, que intentó salvar al
capitalismo de sí mismo. Durante tres décadas tras 1945, su receta
—intervención estatal, redistribución, crecimiento— dio lugar a un capitalismo
con rostro humano. Luego llegó la contrarrevolución neoliberal y la
mercantilización de todo. En 2025, sugiere Beckert, resulta difícil seguir
asociando capitalismo y democracia liberal.
El libro es apabullante. Viaja de
Barbados a Samarcanda y Phnom Penh, cita a Abba y a Zola, retrata a figuras
como Jakob Fugger, Pinochet o industriales indios y alemanes hoy olvidados. El
caudal de datos impresiona y, a veces, agota.
Queda, sin embargo, una pregunta
sin responder del todo: ¿por qué el capitalismo? Beckert es implacable al
enumerar sus “palos” (léase daños) —racismo científico, desigualdad, crisis
climática—, pero minimiza sus “zanahorias”. Incluso Marx reconoció que había
“logrado maravillas”. Vidas más largas, niveles de vida más altos, innovaciones
que ahorran trabajo también forman parte de la historia.
Si Smith se equivocó al ver el
capitalismo como natural, Beckert quizá se equivoca al presentarlo como
antihumano: una fuerza alienígena, un monstruo insaciable. Dice escribir una
historia “centrada en los actores”, creada por personas. Pero el resultado se
parece más a un relato de terror: una montaña que se come a los hombres y sigue
creciendo.
El libro no ofrece consuelo, pero sí claridad. Y eso, en estos tiempos, ya es bastante.