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viernes, 26 de diciembre de 2025

CAPITALISTAS SIN CAPITALISMO O DE CÓMO UNO PODÍA HACERSE RICO, PERO NO PODÍA HACERSE SEÑOR

En el siglo XII, en el puerto de Adén, mercaderes sin prestigio ni poder político inventaron el crédito, el riesgo compartido y la contabilidad moderna: una economía global antes del capitalismo y una lección olvidada sobre cómo el dinero no siempre manda.

En el siglo XII, mientras Europa afinaba el arte de la espada y el monasterio, en un puerto del sur de Arabia se afinaban cosas mucho más útiles: el crédito, el riesgo compartido y la paciencia. Allí se ganaba dinero sin épica y se perdía sin tragedia. Se negociaba. Y eso, por extraño que parezca, era un problema.

Adén no era un lugar bonito. Era caluroso, polvoriento y práctico, como los contables. Tampoco era un puerto romántico, de velas blancas y cantos marineros, sino un engranaje comercial. Por allí entraba y salía el comercio del océano Índico como si el mundo tuviera una tráquea y alguien hubiera decidido colocarla justo allí. Pimienta, clavo, incienso, tejidos, oro, esclavos. La mercancía no descansaba; solo cambiaba de manos.

Los hombres que manejaban ese tráfico tampoco eran héroes. Eran mercaderes. Gente que calculaba, escribía, firmaba, esperaba. Algunos eran musulmanes, otros judíos, otros cristianos orientales. Se parecían más entre ellos que a sus respectivos gobernantes. Vivían de la confianza, que es una forma elegante de decir que vivían del miedo a perderla.

Lo sorprendente es que hacían cosas que hoy llamaríamos modernas. Prestaban dinero para viajes que duraban meses. Repartían el riesgo entre varios socios. Anotaban gastos y beneficios con una meticulosidad que ya querría más de un banco contemporáneo. Si un barco se hundía, la ruina no era total: el daño se distribuía. Si llegaba a puerto, la ganancia también.

Todo eso lo sabemos gracias a una montaña de papeles rescatados de la Geniza de El Cairo, una especie de trastero de la historia donde acabaron más de doscientos mil documentos: cartas, contratos y cuentas que nadie pensó que interesarían a nadie siglos después. Allí aparecen comerciantes de Adén escribiéndose como hoy lo haría un asesor fiscal con su cliente: con ansiedad contenida y precisión matemática.

Así que la pregunta es obvia: si tenían capital, cálculo y mercados globales, ¿por qué no tuvieron capitalismo? La respuesta es incómoda porque no es técnica, sino social. Aquellos hombres sabían ganar dinero, pero no sabían —o no podían— convertirlo en poder. Eran ricos, pero no importantes. Y en el mundo medieval islámico eso no era una contradicción: era el orden natural de las cosas.

El prestigio pertenecía a otros. A los juristas que interpretaban la ley, a los guerreros que defendían el territorio, a los burócratas que administraban el Estado. El mercader era necesario, pero moralmente sospechoso. Se le toleraba como se tolera a un fontanero: porque hace falta, no porque inspire admiración.

La riqueza, además, tenía límites morales. Acumular demasiado era mal visto. El dinero debía circular, no convertirse en una palanca para dominar a otros. El comercio estaba protegido por la ley, pero no glorificado por la cultura. Nadie escribía epopeyas sobre un buen balance anual.

Eso marcaba una diferencia decisiva con lo que ocurriría más tarde en Europa. Allí, lentamente, el comerciante empezó a mandar. Primero en las ciudades, luego en los Estados. En Adén, no. El poder político no dependía de ellos, y por tanto no se dejó moldear por sus intereses. El Estado protegía el comercio, pero no se subordinaba a él.

Había también una cuestión de forma. No existía una burguesía urbana con autonomía política. No había ayuntamientos mercantiles capaces de legislar para sí mismos. Las reglas venían dadas desde arriba, y eran estables, previsibles, casi tranquilizadoras. Perfectas para comerciar. Inútiles para revolucionar nada.

Eso explica otra paradoja: el sistema funcionaba. Funcionaba muy bien. Durante siglos. No necesitaba crecer indefinidamente, ni reinventarse cada década. Su objetivo no era transformar el mundo, sino hacerlo circular. Y lo hacía.

Cuando siglos después viajó por la región Ibn Battuta, el más grande de los viajeros musulmanes, quien describió puertos ricos y activos, pero no dominados por mercaderes. El dinero estaba allí, pero el poder no. Era como una caja fuerte sin llave política.

La expresión “capitalistas sin capitalismo” no significa que faltara inteligencia económica. Significa que faltó algo más escurridizo: una ideología que celebrara la acumulación, una cultura que convirtiera el beneficio en virtud pública y una estructura política dispuesta a dejarse colonizar por el dinero.

En Adén, el mercader podía hacerse rico. No podía hacerse señor. No podía dictar leyes. No podía transformar su contabilidad en destino histórico. Y eso, visto desde hoy, parece una oportunidad perdida. Pero quizá no lo fuera.

Porque aquel mundo no necesitaba una revolución burguesa. Necesitaba estabilidad, rutas seguras, contratos fiables. Y eso lo tenía. El capitalismo moderno, con su ambición de crecimiento infinito y su capacidad para convertir el dinero en poder político, es otra cosa. No es solo una técnica económica. Es una manera de organizar la sociedad.

Adén nos recuerda algo que tendemos a olvidar: que el capitalismo no es inevitable. Que puede haber mercados sin burguesía dominante, crédito sin bancos centrales, comercio global sin Wall Street. Que la historia pudo haber seguido otros caminos.

Aquellos mercaderes eran modernos en sus prácticas y conservadores en sus aspiraciones. No querían cambiar el mundo. Querían que el barco llegara a puerto, que la carta fuera contestada, que la deuda se pagara. Querían seguir siendo invisibles y eficaces.

Quizá por eso no dejaron estatuas ni nombres de calles. Dejaron papeles. Y en esos papeles, amarillentos y precisos, está la prueba de que se puede ser capitalista sin capitalismo. Y de que, a veces, eso no es un fracaso, sino una elección colectiva.