En el siglo XII, en el puerto de Adén, mercaderes sin prestigio ni poder político inventaron el crédito, el riesgo compartido y la contabilidad moderna: una economía global antes del capitalismo y una lección olvidada sobre cómo el dinero no siempre manda.
En el siglo XII, mientras Europa
afinaba el arte de la espada y el monasterio, en un puerto del sur de Arabia se
afinaban cosas mucho más útiles: el crédito, el riesgo compartido y la
paciencia. Allí se ganaba dinero sin épica y se perdía sin tragedia. Se
negociaba. Y eso, por extraño que parezca, era un problema.
Adén no era un lugar bonito. Era
caluroso, polvoriento y práctico, como los contables. Tampoco era un puerto
romántico, de velas blancas y cantos marineros, sino un engranaje comercial.
Por allí entraba y salía el comercio del océano Índico como si el mundo tuviera
una tráquea y alguien hubiera decidido colocarla justo allí. Pimienta, clavo,
incienso, tejidos, oro, esclavos. La mercancía no descansaba; solo cambiaba de
manos.
Los hombres que manejaban ese
tráfico tampoco eran héroes. Eran mercaderes. Gente que calculaba, escribía,
firmaba, esperaba. Algunos eran musulmanes, otros judíos, otros cristianos
orientales. Se parecían más entre ellos que a sus respectivos gobernantes.
Vivían de la confianza, que es una forma elegante de decir que vivían del miedo
a perderla.
Lo sorprendente es que hacían
cosas que hoy llamaríamos modernas. Prestaban dinero para viajes que duraban
meses. Repartían el riesgo entre varios socios. Anotaban gastos y beneficios
con una meticulosidad que ya querría más de un banco contemporáneo. Si un barco
se hundía, la ruina no era total: el daño se distribuía. Si llegaba a puerto,
la ganancia también.
Todo eso lo sabemos gracias a una
montaña de papeles rescatados de la Geniza de El Cairo,
una especie de trastero de la historia donde acabaron más de doscientos mil
documentos: cartas, contratos y cuentas que nadie pensó que interesarían a
nadie siglos después. Allí aparecen comerciantes de Adén escribiéndose como hoy
lo haría un asesor fiscal con su cliente: con ansiedad contenida y precisión
matemática.
Así que la pregunta es obvia: si
tenían capital, cálculo y mercados globales, ¿por qué no tuvieron capitalismo? La
respuesta es incómoda porque no es técnica, sino social. Aquellos hombres
sabían ganar dinero, pero no sabían —o no podían— convertirlo en poder. Eran
ricos, pero no importantes. Y en el mundo medieval islámico eso no era una
contradicción: era el orden natural de las cosas.
El prestigio pertenecía a otros.
A los juristas que interpretaban la ley, a los guerreros que defendían el
territorio, a los burócratas que administraban el Estado. El mercader era
necesario, pero moralmente sospechoso. Se le toleraba como se tolera a un
fontanero: porque hace falta, no porque inspire admiración.
La riqueza, además, tenía límites
morales. Acumular demasiado era mal visto. El dinero debía circular, no
convertirse en una palanca para dominar a otros. El comercio estaba protegido
por la ley, pero no glorificado por la cultura. Nadie escribía epopeyas sobre
un buen balance anual.
Eso marcaba una diferencia
decisiva con lo que ocurriría más tarde en Europa. Allí, lentamente, el
comerciante empezó a mandar. Primero en las ciudades, luego en los Estados. En
Adén, no. El poder político no dependía de ellos, y por tanto no se dejó moldear
por sus intereses. El Estado protegía el comercio, pero no se subordinaba a él.
Había también una cuestión de
forma. No existía una burguesía urbana con autonomía política. No había
ayuntamientos mercantiles capaces de legislar para sí mismos. Las reglas venían
dadas desde arriba, y eran estables, previsibles, casi tranquilizadoras.
Perfectas para comerciar. Inútiles para revolucionar nada.
Eso explica otra paradoja: el
sistema funcionaba. Funcionaba muy bien. Durante siglos. No necesitaba crecer
indefinidamente, ni reinventarse cada década. Su objetivo no era transformar el
mundo, sino hacerlo circular. Y lo hacía.
Cuando siglos después viajó por
la región Ibn Battuta, el
más grande de los viajeros musulmanes, quien describió puertos ricos y
activos, pero no dominados por mercaderes. El dinero estaba allí, pero el poder
no. Era como una caja fuerte sin llave política.
La expresión “capitalistas sin
capitalismo” no significa que faltara inteligencia económica. Significa que
faltó algo más escurridizo: una ideología que celebrara la acumulación, una
cultura que convirtiera el beneficio en virtud pública y una estructura
política dispuesta a dejarse colonizar por el dinero.
En Adén, el mercader podía
hacerse rico. No podía hacerse señor. No podía dictar leyes. No podía
transformar su contabilidad en destino histórico. Y eso, visto desde hoy,
parece una oportunidad perdida. Pero quizá no lo fuera.
Porque aquel mundo no necesitaba
una revolución burguesa. Necesitaba estabilidad, rutas seguras, contratos
fiables. Y eso lo tenía. El capitalismo moderno, con su ambición de crecimiento
infinito y su capacidad para convertir el dinero en poder político, es otra
cosa. No es solo una técnica económica. Es una manera de organizar la sociedad.
Adén nos recuerda algo que
tendemos a olvidar: que el capitalismo no es inevitable. Que puede haber
mercados sin burguesía dominante, crédito sin bancos centrales, comercio global
sin Wall Street. Que la historia pudo haber seguido otros caminos.
Aquellos mercaderes eran modernos
en sus prácticas y conservadores en sus aspiraciones. No querían cambiar el
mundo. Querían que el barco llegara a puerto, que la carta fuera contestada,
que la deuda se pagara. Querían seguir siendo invisibles y eficaces.
Quizá por eso no dejaron estatuas ni nombres de calles. Dejaron papeles. Y en esos papeles, amarillentos y precisos, está la prueba de que se puede ser capitalista sin capitalismo. Y de que, a veces, eso no es un fracaso, sino una elección colectiva.